“(…) Si caminas mucho,
es probable que no necesites ningún otro dios”.
Chatwin
Los antiguos tibetanos creían que caminando limpiaban su espíritu de culpas, de errores cometidos, de dramas y tragedias: así se purificaban y seguían marchando su vida. Cuanto más dura era la travesía, más pura se volvía su alma, por eso se lanzaban a peregrinar por las montañas y cuanto más extenuantes y duras eran sus caminatas, más felices y plenos se sentían. De hecho, hay una palabra en su idioma que no recuerdo textualmente pero que definía al ser humano y que traducida significaba: el que marcha. Una persona es lo que camina, una persona es lo que le sucede caminando, la vida es un camino que se recorre a pie: son recuerdos de la lectura de un libro memorable, Los trazos de la canción de Bruce Chatwin, y también de las memorias de Harrer, Siete años en el Tíbet.
Thoreau, en sus kilométricas conferencias, hablaba siempre de lo mismo: del caminar como la manera terapéutica de aproximarnos al mundo, de conocerlo, de volverlo nuestro. Recuperaba el método peripatético de Aristóteles, pero lo lanzaba a los bosques, a las colinas, a los espacios abiertos, a la naturaleza salvaje. Recogía la experiencia mística de los monjes medievales que rebeldes y en harapos vagaban mendigando por esa Europa encerrada en castillos y monasterios y que deambulaban ansiando paz y salud espiritual. De hecho, sigo escribiendo de memoria, establece una etimología para el deambular que no es otra que la búsqueda de Dios, ese Dios que no estaba encerrado en las catedrales y en los púlpitos sino bajo la sombra señera de los árboles o en el fluir cristalino de las aguas de los arroyos. Graves, en su imprescindible La Diosa Blanca, funda allí el origen de la verdadera poesía que no es otra que el canto devoto e insistente a La Gran Dadora, la Madre Universal, nuestro lazo lírico con la tierra y con el cosmos.
Mac Luhan ya advertía sobre la catástrofe física/corporal del mal uso de la tecnología moderna al comprobar como el automóvil -símbolo estrella del capitalismo de post guerra- estaba amputándonos las piernas y los pies para dejar de marchar, de caminar la vida como querían los tibetanos. Conjeturaba, alarmado, y conjeturaba bien que nuevos avances tecnológicos no sólo irían a suplantar nuestro cuerpo sino también nuestras neuronas para terminar de secuestrar y desolar la sensibilidad humana.
Heidegger, en su senectud, también se alarmó con ello, aterrorizado por el poder nuclear que había devastado dos ciudades en dos minutos. Hoy, una guerra, está avivando estos temores y el fantasma de la aniquilación y la extinción vuelve a recorrer el Viejo Mundo. Está claro que seguimos dándole vueltas al aguacate como trompos afiebrados.
De los laberintos, se sabe, se sale por arriba. Dos milenios atrás, un caminante, un hombre humilde y sencillo, que jamás escribió una sola línea, pero cuyas palabras siguen resonando hasta hoy como si el viento inmemorial las hubiese aprendido de memoria y las hiciera volar a través de la historia y las agitase siempre, habló a una multitud reunida para escuchar su voz en una montaña.
Ese hombre era un andariego, alguien que trepaba cerros y se sumergía en desiertos, alguien que no temía a la nieve ni desconfiaba de las estrellas, alguien que aprendió caminando. Dijo, esa vez, sus bienaventuranzas, palabras maravillosas que señalaban justicias y que limpiaban el alma de quienes lo escuchaban conmovidos ante la presencia estremecedora de la verdad dicha y descarnada.
Hay algo en ese Jesús -el que mejor lo cuenta es un tal Lucas- que, tal vez, sintetice de la manera más fecunda las enseñanzas del camino frente a las pavorosas manifestaciones de una realidad encapsulada en un derrotero siniestro, narcotizante y enceguecedor.
Proclamó el nazareno: “Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian. Bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los difaman (…) Hagan por los demás lo que quieren que los hombres hagan por ustedes”. Luego, lanzó, en una sola pregunta, todo un manifiesto, una declaración de principios de una hondura extraordinaria, una misión a cumplir, una guía para la acción, luz de faro en medio de la oscuridad que procura la necedad y la estupidez y fue cuando los interrogó, diciendo: “Si aman a aquellos que los aman, ¿qué mérito tienen? (…) Si hacen el bien a aquellos que se lo hacen a ustedes, ¿qué mérito tienen? (…) Y si prestan a aquellos de quienes esperan recibir, ¿qué mérito tienen?”[1]
Si caminas mucho, es probable que no precises ningún otro dios, pero, esto lo sabes si verdaderamente caminas, las respuestas están flotando en el viento y las palabras sinceras y certeras están allí, brillando en las huellas, están labradas en cada piedra.
Pablo Cingolani
Antaqawa, 19 de octubre de 2022
La foto corresponde a una apacheta encontrada en la Quebrada de los Helechos
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[1] Todas las citas corresponden a el Evangelio según San Lucas, 6.
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