Claudio Ferrufino-Coqueugniot
José Feliciano canta Feliz Navidad. Del arbolito cuelgan adornos, con turbantes algunos, ayatolas y un breve monito calvo, sisiro de San Petersburgo, Putino, hijo de putina. Del cuello se balancean, mientras relucen los regalos y las velas brillan inusuales. Lukashenko también asiste, de mayor talla con menor cuerda, y el sonriente chino, y los maleantes de la América toda, al lado de Trump, de Orban y Meloni y Le Pen. La derecha reunida, en familia, casi un pesebre con la salvedad de que están estrangulados. Nunca mejores fiestas, cuando se han juntado fraternos, delincuentes, narcotraficantes, profetas del desasosiego, nazis sin programa, indigenistas mal habidos, pedofílicos, solistas del cartel y un papa vaticano a medida. ¿Diferencias entre un marxisto latinoamericano y un extremista evangélico del norte? Ninguna. Trump y López Obrador: gemelas astillas de palo chueco. Cuando al fin se han ido, los han sacado, arrastrado por la plaza y ejecutado: fiesta Ceausescu, fanfarria Gaddafi, Mussolini en tiro volteo, Saddam que desplumado ya tan águila no era.
A tiempo de la firma sobre los referendos de anexión observaba yo lo patético del asunto. Putin con los traidores del Donbas, que ya recibirán cuerda, jugando al mandandirundirundán. Hasta cantaba el muñeco, con ojos entrecerrados y blancura de pechuga de pollo. “¿Y qué oficio le pondremos, mandandirundirundán?” “Lo pondremos de terrible Iván, mandandirundirundán”. Movían las manos, una encima de otra, perversos del fin del mundo. Es un juego, desgraciados, por más que se arrodillen y alumbren cirios a iconos y virgencitas, a achachilas y santones, esto tiene un fin. Supina estupidez que les hace creer en vida eterna, en pachamamas y mamapachas, en san Putas y Santiago apóstol, asesino de indios. ¿Dónde están esos viejos ateos del tiempo muerto? Tanta letra inmóvil, libros y panfletos, desaparecidos por doquier, torturados multitudinarios como geranios carmesíes. Falsa retórica entonces. El pueblo unido siempre será vencido porque a nadie importa y porque nunca se puede estar unido detrás de una falacia. En Brasil se disputan el mando dos infames ¿Cambiarán uno u otro algo? Favela será favela hasta el fin de los días, y sirvienta, sirvienta, porque los jerarcas lo primero que adquieren es servidumbre. En Cuba bastó un huracán, otra vez, para mostrar los pelados genitales de la revolución.
Que Putin trajo un cambio, seguro. Que de aquí en adelante será carrera a la destrucción. La vanidad es yuyo malo, cantaba el viejo Atahualpa Yupanqui. Quispe Sisa, conocida como Inés Yupanqui, paría a Francisca Pizarro Yupanqui, anunciaba el futuro, sentaba las bases de nuestra truculenta mixtura, plena de injurias y desdenes, traía indios de Huaylas para defender al conquistador en contra de los suyos mientras asolaba Lima Manco Inca. Vanidad del Marqués y muerte. De los Almagro y muerte. ¿Vanidad del mestizaje? Irreparable bastarda soberbia, falsía y demasiados complejos. La dirigencia indígena lo menos que quiere ser es eso. Angustia por blanquearse, por sacar la mácula marrón que se oculta entre las nalgas, por ser cada vez más como el patrón, por olvidar lo que se ha sido. Los cocaleros de Bolivia importan jacuzzis. No está mal modernizarse, pero el detalle va más profundo que la necesidad de vivir cómodo, va hasta el meollo de la señora Inés que se decide en el umbral de nuestra historia local por la traición, creyendo que ella le traerá beneficios que jamás llegaron. El blanco fue blanco y la india, india. Sigue igual. Los que escribían de avanzada siempre supieron que bregaban ante un imposible. Ilusos de buen corazón, quizá. Los narodnikis dieron cabida a social-revolucionarios, a bolcheviques. Ahora tenemos a Vladimiro Putin, inmunda mescolanza entre soviet y realeza. Soviet de palabra para la turba, zares y zarinas para la élite. Stalin no enfrentó a Alemania a nombre de Karl Marx o de Lenin; lo hizo invocando a Kutuzov y a Bagration. La patria por sobre el internacionalismo proletario. Pues, mentira, todo mentira según reza la cumbia sonidera.
Ante todo, Putin es cobarde. Altanero y valiente mientras se siente seguro. Aterrado hoy ante la respuesta de Ucrania. Sabe que nunca ha de vencer, que así deje solo ruinas siempre habrá un rebelde que haga volar a un ruso. Esta región conquistada tenía una enorme estructura industrial, fabricaba aviones de talla imposible, navíos que hoy la martirizan, bombas atómicas. Lo ha destruido todo, ni siquiera lo guía la ambición de poseer la tierra, que seguro está, por ahora escondida. Quiere la gloria, su nombre con ribetes dorados unido a los grandes conquistadores de la tradición. Dudo que escape el asesinato, envenenado o volando como superhéroe. De sobrevivir quedaría una piltrafa, musgo lodoso a la vera de la historia. Tiene que perdurar a como dé lugar. Hurga en los armarios del pasado, ruega por ayuda a poderes que en su tiempo dominaba, intenta involucrar militarmente a Bielorrusia. Aquella sabe que de hacerlo habrá firmado su sentencia de muerte. Polonia no lo ha de permitir, y Polonia puede arrasar a Lukashenko. De todos modos, su condena está sellada por cómo permitió, y permite, al invasor utilizarla como puente de asalto. En el momento de la victoria, un ya poderoso ejército ucraniano se pondrá camino de Minsk, momento de saldar deudas.
Hacerlos volar… Muchos antecedentes en la historia del país, una guerrilla nacionalista que sobrevivió a la masiva represión y fuerza estalinianas. Antes que Zhúkov estaba Vatutin, Nikolái Fiódorovich. Pues, los guerrilleros del Ejército Insurgente de Ucrania lo emboscaron en su momento de gloria, cuando iba derrotando a los alemanes. Murió a causa de sus heridas. Hoy, en Melitopol, Kherson, pueblos y ciudades menores, van mermando a los cabecillas prorrusos. Si acabarán con todos no importa, hay que imponerles el terror. Ahora y en un supuesto, tal vez imposible, porvenir con triunfo ruso. Jamás podrá el tirano del Kremlin imponerse allí. No es un Grande, por más que lo anhele, ni Pedro ni Catalina, ambos exitosos enemigos de la independencia ucraniana.
Despierto, día lunes de frío otoño. En las noticias está una foto del parque Shevchenko perforado por misiles. Huelo desde mi cama el café de entonces, callejero, dulce, hirviente; vasitos de plástico duro que llevaba conmigo a los bancos entre los árboles mientras me ponía a leer. Páginas de Víctor Serge, poemas de Bella Ajmadúlina, horas contemplando caer hojas, textos de teléfono a V; cartas a E. Apenas saliendo de casa, subiendo por la calle Tolstoi hasta la curva hacia la derecha. Había una entrada cerca. De entre los árboles se miraban los edificios de Kiev centro. Por sus sendas llegaba al Botánico, salía y ya estaba entre los rojos muros de la universidad de Kiev. Otra plaza, con nombre del profeta insignia de nuevo. Otro asiento, tiempo añadido, lujuria del abandono, el derecho a la pereza… Y el amor, por ahí, revoloteando como hoy lo hacen los explosivos. Besos que daban vida mientras estos, los contemporáneos, escancian tragedia. Se ha bombardeado a las parejas de ancianos que para vivir vendían café sobre cajitas de madera cubiertas de plástico. La ira del zar no huele el aroma del grano retostado. Sus ojos están bañados de sangre. Era Midas, rey; hoy lo que toca perece. Perdió mucho, él, porque entre los escombros, conociendo la persistencia ucraniana, sé que esos viejitos esperan para revolverme el café.
10/10/2022
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