Vuelta a las hemerotecas: la Masacre de Santa Ana del Yacuma de 1989


Hoy fui a la ciudad. No voy casi nunca. Fui porque precisaba algo que hay en las ciudades si son tales, si son ciudades: una hemeroteca. Hacia décadas que no concurría a ninguna. Tenía tres mentalmente para elegir, pero el insoportable tráfico decidió mi bajada del minibús y así fui directo a la más cercana: la de la UMSA, la Universidad Mayor de San Andrés.

Nobleza obliga: me atendió una chica macanuda, muy gentil. Me indicó que debía usar guantes para manipular los periódicos. Sabia medida. Fui hasta una farmacia y compré un par. Regresé y la chica seguía siendo macanuda, llené la consabida ficha con mi solicitud, le entregué mi carnet, fue presta a traerme lo demandado, cargué el pesado cartapacio -no se me ocurre una mejor palabra- de periódicos hasta una mesa inmensa -las que están en la sala principal de la biblioteca- y sentí un sudor frío recorriendo mi cuerpo cuando lo abrí: allí estaba la historia que estaba buscando, intacta, insinuante, archivada 33 años, revivida en esas páginas que recorría con mis manos enguantadas.

La conmoción que experimentaba la motivaba el hecho de que esa historia pasada era también parte de mi historia personal y verla así a la distancia me provocaba un sinnúmero de emociones mezcladas, sumado esto a mi regreso a las hemerotecas a donde, a decir verdad, en todo el amplísimo recinto, no había más nadie que la encargada de la biblioteca, la chica macanuda y yo.

Pensé: qué bueno que todavía resistan. Cuando no haya más biblio/hemerotecas, ¿tendrán sentido las ciudades? Afuera, en la calle, en el minibús que me trajo, en todas partes, las personas andan enchufadas moluscamente a sus aparatitos. ¿Qué hago yo aquí?, me torturé con la pregunta más levistraussiana de todas. ¿Qué hago yo aquí entre estos papeles gastados, tan cargados de tragedias, colectivas e íntimas, tan oscuros, diría Lowry, como la tumba donde yace mi amigo?

¡Qué mierda!, me dije. Si estoy aquí es por eso mismo: porque peor que la muerte es el olvido y porque los muertos, nuestros muertos, viven en nosotros si no los olvidamos.

Y por eso, querido Roby, nunca te olvidé, mucho menos hoy cuando el motivo de mi pesquisa hemerográfica era indagar ese momento tan trágico de la historia boliviana que nos unió para siempre: la Masacre de Santa Ana del Yacuma, acaecida aquel fatídico 22 de junio de 1989 en el pueblo que te vio nacer y que lo enlutó sin remedio y no sólo a los movimas sino a todo el Beni y a toda la Bolivia que clamaba para que dejen de morir inocentes en esa “guerra de baja intensidad” que los norteamericanos habían declarado a los campesinos con el pretexto de su unilateral, inmoral y extra territorial “guerra contra las drogas”.[1]

Hice mi trabajo en la hemeroteca y salí de nuevo a la calle, al sol de la realidad, tras haberme sumergido en un pasado que aún no cicatriza. En la avenida 6 de agosto, sentada en las gradas de un edificio asquerosamente feo, había una señora, una campesina, que exhibía un tesoro: unos relucientes duraznos. Nos saludamos y le pregunté de dónde venía con sus frutos.

–De Sapahaqui, joven– me respondió y otro recuerdo me acució: cuando íbamos hasta allí con el Osvaldo, la María Eugenia y la Carolina a tomar singani puro de la planta a la garganta, pura felicidad compartida de valle profundo.

–¿Y a cómo me vendes tus duraznos?

La respuesta de la mujer fue antológica:

–¡Montón, diez! – y lo volvió a repetir con el mismo énfasis mientras me sonreía para mis adentros.

–Entonces, ¡dame dos montones! –dije, mientras meditaba: los han querido matar, asesinar, erradicar, los han querido humillar, menospreciar, negar, pero he aquí, en medio de la urbe incesante, que los campesinos existen. Las hemerotecas resisten, ¿tendrán sentido las ciudades sin campesinos que concurran a deleitarnos con sus productos?

La señora me embolsó los duraznos y me fui de allí recordando que donde ahora se alza el edificio horroroso, los años de la Masacre de Santa Ana había un restaurante con jardines en declive que se llamaba Hoyo 19.

Al mediodía, con el Homero, otro movima, y el Zeke, tomábamos unos chops de cerveza helada viendo los trajines de ese nudo urbano desde la placidez de la bohemia. Por la noche, se sumaban algunos más -el Teddy, entre otros- y jugábamos al cacho, largas y encarnizadas batallas de generala y sumarísimos combates de a un tiro, un volteo cuando la sangre se angostaba y nuestros corazones nos pedían, así sea lanzando dados, una victoria, efímera, pero victoria al fin.


Pablo Cingolani
Antaqawa, 4 de octubre de 2022

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[1] Roby es Roberto Suárez Levy que no se merece una nota al pie de página sino un libro eterno por su amistad, su don de gentes, por su ser trascendente, una persona de dimensiones múltiples, una marca siempre fecunda en mi vida. Roby facilitó el ingreso del primer equipo periodístico que de manera absolutamente independiente voló a cubrir los luctuosos hechos acaecidos en Santa Ana. Me consta porque fui parte de ese equipo, acompañando a la televisión estatal alemana (la ZDF, occidental en ese entonces) para que el pueblo beniano tuviera su voz de denuncia frente a los crímenes cometidos por la DEA norteamericana y su brazo ejecutor local, los tenebrosos “leopardos”. La importancia mundial de la Masacre de Santa Ana estuvo dada por este hecho sincrónico: el mismo equipo periodístico llegó desde la China a Bolivia, tras los sucesos de Tiananmén.

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