Meditaciones de una piedra



Oh, Diosa Madre, escúchame y dime si lo que pienso son insensateces o qué será…


¿Sabes? A veces, estoy cansada de rodar y rodar, a veces, siento el deseo de aferrarme a algún lugar y descansar, ¿qué me estará pasando? ¿será mi edad?[1] Veo a la montaña, tan firme y fina en su estampa, dorándose bajo el sol, tan poderosa su presencia, y me digo: ¿Por qué a mí no me sucede igual? ¿Por qué yo no busco lo mismo? Nosotras las piedras y nuestro devenir incesante. Nosotras las piedras y nuestro peregrinar de aquí para allá. Será que tú, Diosa Madre del Universo, será que tú, ¿nos diste vida sólo para andar?


Si es así, sabe una cosa: te lo agradezco, me honra ese don, no sería piedra si no lo hubiese honrado y menos si no te lo agradeciera por habérmelo concedido. Nosotras las piedras. Por esa virtud que, generosa y sana, me brindaste, ¿cómo olvidar mi viaje inicial, el de mi origen, desde el más allá insondable, desde la matriz forjadora, desde la más noble y la más querida de las estrellas?


Una vez que llegué por estos lados, te agradezco por todos los volcanes que vi nacer y erupcionar en su delirio, las tempestades que me sacudieron y me hicieron volar por los aires como esos mis amigos los pájaros, el sonido de la nieve crujiendo, vaya música, los glaciares que vi deslizarse, el viento ululante de las cimas, el manso amparo de los valles, su suave brisa, la caricia de las retamas, te agradezco hasta el horror de un huayco y el aullido de los zorros al escaparse.


Nunca me negué a esa voluntad de vida que me otorgaste y siempre agradecí, cada vez, poderla vivir así, intensa y apasionadamente.


¿Sabes? En mi bitácora, en mi piel que cicatriza día a día, siglo a siglo, era a era, llevo tatuado cuando los continentes se dieron a la tarea de separarse y de encontrar, cada quien, su rumbo -claro: bajo tu sabia guía-, recuerdo también, como si fuera ayer, cuando estas cordilleras donde me encuentro ahora se elevaron desde el mar y el mar se volvió altiplano y cerro filoso y abrupto y valle agreste y valle florido y vos, Diosa Madre universal, contemplando satisfecha tu obra y yo, tu hija que te ama, asistiendo dichosa al colosal movimiento que ejecutabas con sabiduría indudable y serenidad implacable. Eran, como dicen por ahí, mis días de vino y rosas.


Llevo en mis oídos la música más maravillosa y fue cuando los ríos abrieron su cauce desafiando a las montañas para que los dejen pasar. Yo estaba ahí.


Cuando el agua se derramó inaudita y fertilizó los yermos, las semillas del cosmos dieron su fruto y los árboles se multiplicaron hasta el fin del horizonte y nació una selva inmensa y misteriosa. Yo estaba ahí.


Se desató la vida, La mirada del jaguar me electrizó y la danza de unos cazadores que te agradecían por la comida que les conferías, terminó de convencerme de que mi travesía no había sido en vano, extrañaba a mi estrella, pero estaba bien, me sentía bien aquí abajo.


Entonces, ¿cómo se dice?, me fui…me fui acostumbrando, me fui… no, no se dice así, se dice: me fui arraigando.

Empecé a sentir que en el lugar donde estoy ahora, me siento bien, me siento plena, me siento… ¿la felicidad es eso? O, ¿qué será, Madre? Dímelo, pero dímelo cuanto antes, porque, ya te dije: a veces, estoy cansada de rodar y rodar, a veces, quiero estarme, a veces, quiero parar mi mundo o al mundo, que me digo: ¿es lo mismo?


Nosotras las piedras, nosotras las huellas de las piedras, nosotras las piedras que dejamos huellas.


¿Será que sólo se trata de eso? ¿Será que solo se trata de respirar y cantar? ¿Será que sólo se trata de cantar y de respirar, respirar profundo y de volver a empezar?


Pablo Cingolani
Antaqawa, 20 de agosto de 2022

Nota bene: En agradecimiento por todos mis prestamos literarios, nombraré solo a dos: a los lamas tibetanos y a Juan Domingo Perón.

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[1] La piedra del texto luce invicta sus primeros 300 millones de años (Nota del redactor)

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