Dicen que algo ¿quién sabe? lo precipitó, desparramó su sufrimiento como un huayco imparable que buscaba un cauce definitivo, un sosiego, el descanso eterno
Dicen que fue esa polémica detestable que tuvo que aquel exiliado voluntario en París que se atrevía a deshonrarlo con su cosmopolitismo de oropel engolado. Esa sangría de palabras lo terminó de carcomer por dentro, lo hirió más aun, lo afiebró, lo agotó, lo incitó a apurarse, volver a las quebradas y al barro
En Puno, una tarde de sol altiplánico, encontró un momentáneo oasis y una voz melodiosa que le recordaba sus días en Ica, la fragua y la placidez del valle, pero no supo, no quiso o no pudo detenerse: su partida, por mano propia, enlutaría una realidad bullente que era suya también, aunque la sintiera alejarse porque sí, porque él sufría, el Amauta sufría, sufría porque su marca siempre fue el desprecio y el desarraigo
* * *
El violinista lo esperó con sopa caliente y papa con queso, pero el sufriente nunca llegó a ese almuerzo. Ese día, se disparó. Corrió al hospital a ver a su compadre y él ya se estaba yendo y no lo reconoció, ya arañaba el más allá con sus ojos calcinados por su sino trágico. La bala no mata, pensó, es el destino el que acude a la cita de la que nadie se escapa, pensó buscando un consuelo
El violinista, aunque ayacuchano, se conmovió tanto, ante tanta desmesura de la muerte, que, durante el cortejo fúnebre, sus cuerdas no dejaron de honrar esa agonía, esa última imagen, la de un hombre desecho y derrotado, una imagen que no hubiera querido ver jamás
Los danzantes, danzaban delante del ataúd mientras un pueblo desolado en su congoja, lloraba en silencio, lloraba con el violín que también lloraba
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¡Ay, sufriente, cuando descansarás en paz! ¡Ay, Amauta, cuando regresarás a Andahuaylas!
Alguien, algunos, muchos soñaban cumplir esa última voluntad para cerrar el lazo, volverlo a su tierra, para que no sufra más… la historia se repetía: él volverá cuando la revolución triunfe…cuando las masas liberen a Gonzalo… los muros de Jerusalén están a punto de caer, mi reina…huyamos, Sibila, huyamos…
Andahuaylas, Apurímac, “Dios que habla, significa el nombre de este río”
El féretro fue cargado en secreto por medio Perú, atravesó los Andes y cuando llegó a su pajcha,[1] el pueblo entero estaba allí, las mujeres con sus wawas estaban allí, las madres de los labradores y los camioneros estaban allí, el violinista estaba allí: hola Tata, hola Amauta, hola Máximo Damián, mírame, aquí estamos juntos de nuevo
“El viajero entra a la quebrada bruscamente. La voz del río y la hondura del abismo polvoriento, el juego de la nieve lejana y las rocas que brillan como espejos, despiertan en su memoria los primitivos recuerdos, los más antiguos sueños”
¿Por qué lloras Andahuaylas? Dime: ¿Acaso no me ves aquí, puro huesos, pero de regreso? No llores más, Andahuaylas. Derrama tu chicha, hermano, has sonar tu tambor, mujer, celebra conmigo, compadre Máximo
“El viajero oriundo de las tierras frías se acerca al río, aturdido, febril, con las venas hinchadas. La voz del río aumenta; no ensordece, exalta. A los niños los cautiva, les infunde presentimientos de mundos desconocidos. Los penachos de los bosques de carrizo se agitan junto al río. La corriente marcha como a paso de caballos, de grandes caballos cerriles.
– ¡Apurímac mayu! ¡Apurímac mayu! [2] –repiten los niños de habla quechua, con ternura y algo de espanto”.
El agua blanca, el agua heroica y audaz, que fluye como corcel salvaje se lleva consigo toda la maldad y el alma, venerada por tu pueblo, tayta, abandona el dolor para siempre, sumerge las penas y el río, Dios que habla, se las lleva lejos, lejos, lejos para que no vuelvan nunca más…
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El sufriente, al fin, pudo descansar en paz. El viajero, así, inició su vuelo hacia la eternidad, su retorno a las piedras. Se oyó un huayno: "No es tiempo de llorar, (…) / La saywa[3] que elevé en la cumbre/ No se ha derrumbado/ Pregúntale por mí”.[4]
Pablo Cingolani
Antaqawa, 8 de noviembre de 2022
[1] Cascada en quechua.
[2] Mayu: río en quechua.
[3] Apacheta
[4] Todas las citas corresponden a José María Arguedas: Los ríos profundos.
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