En las tardes tibias de otoño entrecortadas por ráfagas de brisa helada, me vienen a la memoria imágenes de días muy lejanos, cuando todos estaban hablando a la hora de tomar el café de la tarde. En aquellos tiempos no imaginábamos tener cenizas en pequeñas urnas, como constancia de que un día estuvieron hablando entre nosotros.
Fue todo tan rápido, como si fuera ayer.
El tío Hugo era una especie de monolito contento, le gustaba las reuniones familiares, pero la tía Charo, hablaba hasta por los codos y él se limitaba a sonreír. Ella aumentaba el tono de su voz y el timbre era cada vez más estridente, llenando la sala con sus recuerdos inventados al instante, según el auditorio presente. Ella hablaba tantas cosas que no cuadraban que, yo me quedaba con los ojos bien abiertos, completamente absorta a su mínimo gesto, y a cualquiera de sus palabras.
En verdad, en aquella época, descubrí que una cosa lleva a la otra y también, me percaté del significado del dicho popular, “el pez muere por la boca”. Bastaba estar atenta para percibir que los cuentos de la tía Charo, estaban llenos de contradicciones.
En la mesa estaban las mermeladas de frutas para untar el pan con requesón y saborear acompañando una taza de café o de té negro con gotitas de limón.
Parecía que todos serían eternos, que ya “tenían la vida comprada” y que no existiría ningún tipo de preocupación. Bastaba ver sus caras sonriendo, cortando tajadas del pan o endulzando el café, cuyo aroma envolvía el ambiente.
Yo era niña y creía que lo sería por mucho tiempo, tal vez, por una eternidad. Cada frase que yo escuchaba, para mí, estaba llena de imágenes, tal vez, olores y sabores. No lo sé, es que mi capacidad asociativa era inmensa, así como el océano. Poe eso, los recuerdos están plagados de sensaciones.
Los días volaron, como si tuviesen alas gigantes que los llevaron para un más allá circunstancial, dejando pequeños rastros de su existencia en el calendario donde se tarjan los números.
Algo, así como la intervención del tiempo, fue lo que silenció las palabras exageradas y contradictorias de la tía Charo. Al tiempo que calló su voz, hasta el olvido. Su cuerpo grande y gordo, increíblemente, está en una pequeña urna transformado en cenizas, esperando que viajemos hasta el mar para entregarlas a las aguas y la tía Charo pueda transformarse en arena, pez o en anémona.
La brisa fría del otoño desprende de los arboles las hojas muertas, que ya se matizaron de colores ocres y anaranjados, dejando una alfombra en el piso como prueba de que todo se transforma.
El tiempo nos transformó a todos y borró de nuestras vidas el café de la tarde con muchos familiares en la mesa. Mi niñez se fue, y ellos atravesaron algún portal del tiempo, se fueron para regresar eventualmente en mi memoria, como lo hace el tío Hugo, que era una especie de monolito contento, que pidió que entierren sus cenizas bajo un álamo, para que pueda tocar el suelo a cada otoño, cuando las ráfagas de brisa helada desprendan de los arboles las hojas muertas.
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