Una isla de humana hermosura


Recupero estos textos por tantos motivos que no me alcanzan las manos para contarlos. Son parte de la vida misma, de lo que eu considero que es la vida y su esencia, y su canto. Son parte de una obra que honraba y celebraba el hecho de vivir entre montañas -así se llama la antología aludida.

Un día, la vi publicada on line por un hermano de la vida, mi entrañable y siempre presente Alfonso Barrero Villanueva, que lo amo y lo “quero” siempre.

Contaré, simplemente, lo que precipitó que lo rescate: hoy estaba en el centro de La Paz y se largó tremenda lluvia. Se sabe: desde los arribas, todo baja, todo fluye, todo se expresa incontenible. Eran los “ríos” que se forman en las calles paceñas. Me recordaron los primeros tiempos de nuestra estancia aquí, de nuestro morar entre montañas con la Carolina y cómo nos divertíamos con ella y con el agua que baja y busca siempre su cauce, su destino.

Decía Bruce Lee, antes del final: sé agua, mi amigo (Be water, my friend)[1] y a contra ruta de don Heráclito, sentí: esta es la misma agua que yo vi bajando y fluyendo antes, hace demasiado tiempo, tres décadas atrás, pero, mi amigo, es la misma, es la misma agua, es el mismo sentimiento, es la misma pasión, es la misma vida.

Si alguien celebró lo mismo, es el Amauta, es el único e irrepetible Tata Arguedas y aquí va:

(PC, 29/3/2023)


Una isla de humana hermosura

José María Arguedas


Siete años antes de publicar Los ríos profundos (1958), su obra mayor, José María Arguedas ―el superlativo narrador del Perú― escribió este texto sobre la ciudad de La Paz que se incluyó luego en una antología de escritos arguedianos sobre la cultura quechua publicado en Buenos Aires y que el acucioso bibliófilo que es el “Mago”, don Mariano Baptista Gumucio, incluyó en una biografía de la ciudad presentada a principios de la década de 1980. Treinta y seis años después, la joya ―que, por si acaso, no figura en la densa bibliografía de Arguedas de la Biblioteca de Ayacucho; ni siquiera la compilación hecha en la capital argentina― llegó a mis manos gracias a la generosidad de Álvaro Díez Astete. Coincido con él en la rareza sin atenuantes del hallazgo, hijo de esa personalidad literaria y cultural tan caudalosa y tan noblemente nuestra como es José María Arguedas.


Hombre de dos mundos, un maestro y un demiurgo anticipatorio en toda la línea expresiva de esa interculturalidad tan en boga en el presente, Arguedas vivió hasta su suicidado final esa tensión manifiesta en los Andes entre esas dos realidades que, desde los albores, desde el momento donde parió violenta y tajantemente un encuentro forzado entre cosmovisiones, no hizo más que conmover al resto del planeta. La Paz, la ciudad de La Paz que de una manera tan feliz retrata en el artículo que continua, es hija de esa contradicción del ser humano Arguedas.


Digo: ésta La Paz que van a leer y en la cual van a sumergirse, deleitarse y conmoverse, ya que el texto desentierra arcanos y guarda una música insondable ―tal vez deba agregar que lo considero uno, sino el texto mayor, de esta antología―, ésta La Paz es Arguedas y Arguedas, siete años antes de publicar Los ríos… es esta La Paz. Creo que, sin matices innecesarios, y con la misma pasión de lo escrito, creo, digo, que está todo dicho.


Quiero anotar un contrapunto vivencial personal a la vivencia arguediana, “ese vínculo vivo, fuerte, capaz de universalizarse, de la gran nación cercada”, como el mismo afirmó. Es su fascinación con el paisaje de la hoyada, con esa arcilla omnipresente, esa especie de alfombra geológica, poblada por las formas más extrañas que la imaginación pueda concebir, que comienzan a desenrollarse desde los bordes del altiplano y en la secuencia visual llevan a los ojos a posarse siempre en el pétreo y colosal Illimani.


Esa fascinación es la mía y tenía un ámbito privilegiado de reconocimiento ―que la modernidad, la urgencia de los nuevos moradores por ocupar terrenos para levantar sus casas, y hasta la proliferación de cementerios privados, ha degradado ya, casi sin remedio― y un nombre: Llojeta.


Cuando arribé a esta urbe insensata, las bohemias lenguas decían que allí tumbas tenían los dos poetas malditos muertos de la ciudad: mi homenajeado Jaime Sáenz y una especie de alter ego, joven y malogrado en un infame accidente automovilístico: Guillermo Bedregal. No lo se. Lo que me consta son mis interminables travesías, a cualquier hora, pero sobre todo a la noche y de madrugada, recreando, divagando, ensoñándome en esas imposibles secciones de una urbe.


Parafraseando a Sáenz, y de seguro lo estoy repitiendo: era la maravilla no sólo de vivir entre montañas (el título que reúne todos estos escritos), sino con las montañas adentro, incrustadas en la ciudad, parte de su personalidad, rasgo distintivo de su alma. Los demonios y los ángeles gredosos de Llojeta compartían conmigo: se situaban a tres cuadras de mi casa.


Un día llegó un amigo entrañable que deseaba despedirse de Sudamérica, ante una beca conseguida para estudiar en Europa. Pasó por La Paz para saludarme y proseguir viaje hasta Macchu Picchu. El concepto era: “no me puedo morir, sin ver la ciudadela”. Traté vanamente de convencerlo de que no era necesario. Sin ningún afán comparativo, sólo existencial, le dije que no debía ir tan lejos para ver algo que imprimiese y sintetizase América del Sur en su corazón y sus ojos al-borde-del-desarraigo. No me hizo caso, pero cuando volvió del Perú, le propuse el hallazgo: caminar trescientos metros desde mi morada en el más rancio Sopocachi ―uno de los barrios más emblemáticos de la ciudad de La Paz― y develarle un misterio demasiado profundo, un paisaje desmesurado de aluviones incontenibles y formas inasibles, un algo increíble que sólo podía concebirse viéndolo. Mi amigo aceptó a regañadientes, con la carga genética que traemos al mundo en nuestra Buenos Aires natal, esa que dicta que ya casi lo vimos todo porque nacimos para verlo por algún designio inexplicable, en fin: la mayoría sabe cómo son los porteños. La cosa es que fuimos y previamente, a la vuelta, en una tienda de la calle Muñoz Cornejo, compré una petaca de trago para ayudar a digerir la revelación. Caminamos las tres cuadras de rigor conversando animadamente y mi amigo no advirtió que dejamos atrás la línea de las construcciones (un motel y un edificio de tres pisos habitado por militares), y trago va, palabras vienen, le dije, parados al borde de un abismo: ahora, mirá donde estamos.


Una delirante superposición de catedrales de arcilla se alzaba delante de nosotros. El trazo gótico de un Artaud cósmico se expandía en una sucesión inexplicable, un aluvión de sensaciones que no cuajaban con la idea de “vamos a pasear por el barrio”. Era noche clara y la vista desviada hacia el sur, hacia donde te corre la línea en fuga de esas casi alucinaciones minerales, desembocaba, invicto y radiante, en el Illimani. Era demasiado y era Llojeta, allí donde la ciudad se volvía un mundo inexplicable, un cosmos inasible que, si no lo leías con el corazón en la mano, estabas muerto.


Mi amigo entendió por qué ese mi deseo de que desistiera de su aventura peruana. Mi amigo comprendió que estaba parado frente a uno de los lugares más extraños de la galaxia. En otras ciudades, en esos rincones, ponen supermercados, cárceles o zoológicos, que en el fondo son lo mismo. En La Paz, las montañas componen la más arrolladora sensación de estar vivo, y de que vivir vale la pena.


José María Arguedas es una potencia expresiva. Un volcán literario sudamericano y universal. Su texto sobre La Paz cala tan hondo que la mejor manera de honrarlo es leyéndolo, una y otra vez.


* * *


La aparición de la ciudad de La Paz ante el viajero es quizás el más bello e impresionante espectáculo que el hombre americano moderno puede ofrecer en el Nuevo Mundo.

¿Cómo es posible que esta aparición sorprenda al viajero después de haber andado bajo los cielos de altiplano que no dejan descansar al corazón con su abrumadora y a veces tenebrosa hermosura? El viajero sensible pasa cerca de los nevados cuya faz cambia constantemente a causa de la luz de las nubes; cruza el lago verde oscuro que brilla con resplandor religioso; atraviesa el altiplano cuyo silencio bebe incansablemente; y llega al Alto de La Paz, conmovido hasta el mayor extremo, en ese estado de gozo y exaltación que sólo se alcanza cuando la naturaleza ha estrujado el corazón humano con su máximo poder. La imagen del paisaje se ha hundido en el ser; y el hombre llega al Alto de La Paz con un mundo de aguas y de cielos, de llameantes montañas y vibradora luz en lo interior.

Así, en tal extremo de enardecimiento, el viajero es sorprendido por la ciudad de La Paz. Desde el borde cortado del altiplano se contempla en una hoyada increíble la sonriente y épica ciudad. Ella, su luz inolvidable, sus dulces árboles, las torres y dentadas murallas de greda que la circundan, calman e iluminan el alma del viajero. El lenguaje profundo de la gran ciudad produce una especie de ordenamiento interior. Los hirvientes y desgarradores paisajes de los Andes agitados por las tormentas de verano que el viajero contempla, se aquietan, toman un lugar claro en la memoria, a la vista de la ciudad.

Es el hombre americano, el hombre de Bolivia, quien ha convertido el caótico suelo, un campo atormentado que se afirma fue el cráter de un volcán, en una bella residencia, en una ciudad cuya hermosura es el fruto del poder humano para aplacar a la naturaleza y convertir sus lados aún feraces en canto eglógico.

La Paz contiene, en ese sentido, un símbolo, una significación especial y entrañable para los hombres del Nuevo Mundo.

Como el Cuzco, sigue en el lugar donde el hombre americano antigua la fundó, ¿Por qué no la cambiaron de sitio los conquistadores? Los españoles bajaron a sus valles, a las orillas de los ríos, las ciudades que ellos encontraron en las cumbres o en los muy escarpados lugares. Sin embargo, a la antigua e importante Chuquiago la dejaron entre varios torrentes, sobre el terreno más difícil; teniendo hacia el sur esas formaciones de greda tan extrañas, tan estériles, que en los tiempos de la conquista debieron ser contempladas con supersticioso terror.

El conquistador debió dejarse exaltar por el épico propósito de dominio de la naturaleza; tarea exigente como la que él prefería. Debió sufrir también las mismas transformaciones de espíritu que el viajero actual cuando descubre la ciudad, como una isla de humana hermosura, después de haber trotado por la excesiva meseta donde los ojos y el corazón soportan demasiada carga. ¿Cómo podría nutrirse esa frágil planta junto al gran lago, las altísimas montañas y el fulgurante o tormentoso cielo que exige del hombre el más bravío corazón?

El conquistador debió construir su morada en Chuquiago porque, a pesar de todo, era un lugar adecuado para su característico espíritu de luchador.

Luego fue tarea común de indios, mestizos y españoles seguir domeñando el suelo difícil para abrir calles y plazas en las escarpadas y rotas laderas.

Hoy, esa admirable tarea se ha acrecentado, y es la más semejante a la del hombre antiguo, de todas las obras que el americano actual ha emprendido. Me refiero naturalmente al hombre de cultura latinoamericana.

El antigua hombre de los Andes sudamericanos, especialmente el de Tiahuanacu y el de Tahuantinsuyu, construyó sus ciudades con un sentido religioso en que la belleza excepcional del paisaje fue el motivo inspirador dominante, ¿En qué lugar se ve, se escucha y se bebe más intensamente la hermosura del cielo y de la tierra? Allí debe vivir el hombre, porque esa contemplación purifica y alienta.

El Illimani cambia de semblante desde la aurora hasta la noche y está siempre presente en el hombre de La Paz. Aún es de tipo sagrado esa presencia. El visitante sufre la misma conquista. Todos volvemos la cara hacia la gran montaña, que no es severa, como los nevados que se contemplan desde cerca, sino que brilla con blanda y acariciadora luz lejana, en la que, sin embargo, el misterio existe y se transmite. ¿Cuántas tiendas, establecimientos populares, fábricas, camiones e instituciones llevan su nombre?

Es posible que algunos paceños muy occidentalizados hayan roto, para su desventura, su maravilloso vínculo con el Illimani. Pero la multitud y el hombre sensible no perderán jamás la amorosa comunión con ese noble ser majestuoso. El es, principalmente, quien convierte en paceños a los forasteros, disolviendo los humanos artificios.

Luego esas formaciones de greda, altísimas, que circundan la ciudad. La erosión ha gastado los montes, los contrafuertes que bajan desde el altiplano ha formado unos gigantes de arcilla, extrañamente enhiestos, a veces ensombrerados con inmensas piedras. Esos tipos rodean la ciudad, torrente abajo, a la manera de un ejército desordenado e inexplicable. Una tropa de ellos se ha reunido, en la dirección del Illimani, a media distancia y forman el llamado “Alto de las Ánimas”. En inolvidable contraste con los árboles y los sonrientes campos sembrados, otras raras formaciones dan a la ciudad un penetrante aire de encantamiento.

El boliviano actual acrecienta y embellece su capital con un sentido y un esfuerzo que tiene que ser diferentes al de los hombres de otros países. No es igual construir en México y en Lima que en La Paz. La tarea de los paceños nos recuerda entrañablemente, como ya dijimos, la religiosa dedicación al trabajo del hombre del Tahuantinsuyu. He ahí el ejemplo vivo de cómo deben crear y hacer los hombres que heredamos el quebrado suelo del Tahuantinsuyu. Es una leyenda engañosa y negativa la de la opulenta riqueza natural de nuestros países. Heredamos el suelo más difícil, el más rebelde y duro de las Américas. Suelo que requiere la mayor dedicación al trabajo; suelo para héroes y no para holgazanes. Ni las montañas de faldas que son casi precipicios, ni los desiertos de la costa, ni la selva, ni las pampas inclementes y heladas de la puna producen si el hombre no las domina recurriendo a su máximo aliento. El hombre antiguo convirtió, por eso, el trabajo en sagrada obligación. La ociosidad era la imagen de la muerte.

El paceño que convierte en risueños barrios las oquedades y barrancos del suelo sobre el cual extiende cada vez más su morada; el ciudadano de La Paz que construye edificios y avenidas en ese campo que era inclemente y rebelde, casi inconcebible para la gran ciudad, ha heredado el coraje, la capacidad de convertir el abismo en jardín, la roca en luminosa muralla, del hombre antiguo de esta parte de América.

¿Es por este significado tan hondo de la ciudad que quienes alguna vez vivieron en ella no la olvidan?

El “Korilazo” Gómez Negrón, un admirable charanguista de Chumbivilcas, que murió hace poco en el Cuzco, víctima de sus incansables y jamás concluidos peregrinajes artísticos, recordaba a La Paz con el mismo fervor que a su lar nativo; Alicia Bustamante, Carlos Sánchez Málaga y Roberto Carpio la añoran con exaltado sentimiento; Arturo Jiménez Borja habla de ella calidamente; Federico Schwab, el bibliófilo y hombre cabal que cruzó varios océanos y continentes y vivió en el África y en el Chaco, considera su estancia en La Paz como el tiempo en que vivió más ilimitada y gozosamente.

Tan solo una mitad de mi experiencia de La Paz he intentado expresar en este breve trabajo. Me falta hablar de La Paz como incomparable crisol de fusión de las culturas occidental y americana. Con impaciente deseo trataré de hundirme en ese cautivante mundo humano. Muy pronto y con mayor dedicación, trataré de dar testimonio de ese otro aspecto, acaso más difícil de analizar.



La ciudad de La Paz. Una visión general y un símbolo se publicó por primera vez en el periódico La Prensa de la ciudad de Lima, el 18 de febrero de 1951 y luego fue incluido en el libro Señores e Indios editado por Calicanto, en Buenos Aires, 1976. La versión fue tomada del libro La Paz, una ciudad indómita de Mariano Baptista Gumucio (Colección Juvenil de Biografías Breves, Biblioteca Popular Boliviana de Última Hora, La Paz, 1981)

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[1] “Virá que eu vi/ Tranquilo e infalível como Bruce Lee (…)” Caetano Veloso: Um indio.



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