Francotirador dormido



Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Un poco de ska. Emily me ha cocinado pollo al curry. Pongo ajíes guindilla en el plato. Voy a comer en un rato. El invierno no ceja, van siete meses de frío ya. Cada año que he pasado era “mi último invierno”. Aquí sigo, treinta y tres años después, feliz pero crucificado. Mi amigo Frank escribe desde Santiago, va camino de Valparaíso. Sugiero sopa marinera, blanca y con limón, donde destaca el carmesí de los erizos. ¿Cuándo era, 1978? En el seco puerto de Arica, en el mercado, luego de noche de putas ¿o después? Mucho después, en el tiempo en que el sexo ajeno era pecado y tenía castigo del dios en las nubes. Me acuerdo de los erizos, lápices de labio hundidos en el humeante caldo. Boquitas pintadas boquitas quemadas.

Luego veré noticias, el tableteo de las ametralladoras y volveré a Chaïm Soutine a quien me ha recordado un blog interesante. En París pensaba en él, quería la maldición de Soutine, quería la rabia de las reses desolladas. Mis veleidades judías y malditas. En el estudio de ADN que me regaló mi hija anotan un mínimo porcentaje de ashkenazi en mi sangre. Parece que ese ignoto antecesor es el de mayor nostalgia. Me lleva a Odessa, me hace comprar pan de Berdichev. Cambiaré el ska por klezmer, dadas las circunstancias. La soledad lo permite, puedo moverme como el pez que soy y jugar al desaparecido. Antes, El choclo, en voz de Ángel Vargas, para conceder a la lágrima su espacio diario y diurno. Que de noche no lloro, voy atento a los cuchillos, tengo ojos en las espaldas y Polifemo en frente, y acaricio el pomo de un puñal que si no mata por filo lo hará por herrumbre. Ya estás viejo, me aconsejo, deja esas lides melodramáticas y ponte a escribir en serio. Pronto ya ni podrás bailar, y tu carne solo será de misionero abajo. Sentado, muevo los brazos en tango. No lo bailamos, ni tú ni ella ni tampoco.

Me detengo ahora, el aroma de comer ha ocupado el aire. Abriré una especial botella de Göller, Weisse, cambiaré el vaso de mano a mano para creer que somos dos.

Navego las redes, bajeles virtuales. Cuatro películas al mismo tiempo y al menos dos series. Estoy con Hungría rural; con la puesta en cinematografía de La aldea, de Iván Bunin, que leí en mis veintes; también imágenes del trío amoroso del mismo Bunin con esposa y amante, desvestido brutalmente en un tren por guardias nazis: “soy un Nóbel laureado”, gritaba. Poco importan palabras a las bestias. Por último, un film coming of age rumano, con esa melancolía comunista del oriente de Europa, donde lo nostálgico tiene un tinte de esperanza y la pobreza es rampante. El ejemplo es Do you remember Dolly Bell?, de Kusturica. Tal vez por venir de otra sociedad pobre lo comprendo y lo encarno.

De la ventana observo pasar gente con ojos de matador de Dallas. Retorno al ska; el klezmer trajo mucho gris. Me propongo desde hace mucho ir al lugar de nacimiento de Scholem Aleichem, en el oblast poltavo, entre otras cosas como pasar noches en Mirgorod, a ver si entre turistas reconozco los demonios de Gogol. Otra vez, penar y el desasosiego de masacre ashkenazi. Kafka miraba a sus congéneres del Este con mirada de extraño. Violines gitanos en fiestas hebreas. Podría ser Moldavia. O Uzhzhorod. Sobre los Cárpatos cae el rocío. Llanto de niños y carcajadas de voivodas.

Espero el correo. Me tiene que llegar un disco compacto titulado Canciones de muertos. En una compilación del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México (INAH). Muero por ver las sorpresas de aquel mundo que conozco tan bien pero cuyas tumbas nunca dejan de destaparse, en cualquier códice o en un corrido de destripados de Chalino. Puebla de los Ángeles, Cholula, la monumental Coatlicue con sonrisa de colmillos. Vida y muerte. “No que sea yo chingón porque hice eso, pero no soy monaguillo”, me está diciendo en el teléfono Gabriel. Azotan a los deudores, sagrada deuda de hielo. Con cables eléctricos. Dibujan una línea roja sobre la piel y luego la carne se va abriendo con lentitud, sonriendo. Otra vez Coatlicue, de nuevo Chalino Sánchez. México lindo y querido, he de morir muy lejos de ti. No camino de Michoacán, no; tristeza de los purépechas.

Una cavalcata sarda suena. Giro como trompo por los vértices de mi vida. En cada punto se aguza el asombro. Por el cielo no vuelan machos cabríos sino olores agrarios. La luna tiene que ser lawa de choclo, con quesillo fresco y ají colorado. El paraíso, picante de pollo; el infierno, choricillos tarateños. En un sótano bar de la calle de Lev Tolstoi devoro pausado media docena de chorizos y también arenques fríos. En silencio. Nadie se me acerca, nadie me habla, ceño del francotirador. Bebo cerveza en un largo vaso, sueño con los dedos largos de Anastasia cuando mirando el mar Negro me habló de Eisenstein.

Corto el pan de Berdichev, sólido como ladrillo. Qué bien vendría pasta de hígado. Así comíamos con mi padre. Llegaba con pan negro alemán y lo untábamos con pasta. Y madre traía té con humo incluido. Sardos; Cristina, cuyo marido lo es, cuenta de lo magnífico del mar allí. Del acordeón rural y los pífanos. Se me acabó la Göller. Sigo con agua color de vodka. Miro por el ventanal de la terraza y el peatón que habla en celular no sabe cuán cerca pasó de las pupilas de la muerte.

Quiero seguir escribiendo pero tengo ropa a lavar. Me quito los zapatos, parece que el correo tardará, husmeo cine nuevo y separo una película paraguaya sobre Cerro Corá. Asunción de tierra roja. Compré un tipoy azul y lo llevé hacia el sur de Germania, azul de Jawlensky, azul de Gabriele Münter, de mujeres de Van Dongen, de noches en que las vulvas se transformaban en suculentos erizos rojos, crepúsculos de sol ahogado en mar brilloso.

07/04/2023
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Imagen: León Bakst, 1914

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