Claudio Ferrufino-Coqueugniot
El dron observa, filma. En la trinchera, un soldado ruso que ha perdido una pierna agarra su pistola y se vuela la cabeza.
El dron mira, graba. En otra trinchera otro soldado ruso, esta vez con las dos extremidades lejos de su alcance, activa una granada y se la pone al pecho.
La guerra de Vladimir Putin para continuar siendo el hombre más rico del mundo. Monstruo admirado por las izquierdas latinoamericanas, las que cuando se encaraman en el gobierno son maestras del hurto, oligarcas con pellejo prestado de santo. No se suicidan, por supuesto que no, envían a sus hijos a nutrirse de inglés, que los inditos que dicen defender se queden con sus costumbres y no asomen por el barrio nuestro. Esa su revolución.
Han veinte años ya pasado desde que compré un lote en los bordes de la selva nubosa. La niebla y el frío comienzan a las tres de la tarde; el lago se agita; lomos plateados de trucha brillan como diamantes. Hoy es un bosque de pinos, casi como Escocia bordeando las faldas tropicales del boscaje chapoya. De la floresta se ven los ojos del último oso de anteojos. Quedan algunas liebres, los campesinos han matado los zorros y talado la vegetación antigua. Musgo sobre piedras, musgo crecerá sobre los huesos rusos, y girasoles cuyas semillas otros labriegos les depositan en los orificios de bala. ¿Triunfo de la vida sobre la muerte? No, ciclo vital, trágico y sangriento.
Allí soñé levantar dos pilares de adobe gruesos en la entrada. Poner arriba un madero plano, viga de árbol entero, donde a fuego grabaría “Gyulai Polé”, nombre del centro operacional del Ejército Insurreccional de Ucrania, Ejército Negro de Majnó en una guerra civil de fuerzas armadas de colores. Que dónde leí primero acerca del lugar no recuerdo. Tal vez en Volin (Vsevolod Mikhailovich Eikhenbaum) y La revolución desconocida, edición argentina de muchas décadas atrás. Varias son las opciones y no importa. En la guerra de hoy, la de los soldados suicidas, con la letra cambiada Huliaipole resiste desde febrero 2022 el embate enemigo. Había una estatua dorada del batko Majnó, su hijo predilecto. Supongo que ya no existe por los bombardeos. Se levantará de nuevo, que su pueblo no ha sido conquistado y no lo será. El karma de la historia lo convertirá en tumba de los que asesinaron la revolución en 1921, los que fusilaron a Semen Karetnik en Melitopol, noviembre de 1920, cuando los bolcheviques engañaron a los anarquistas y los reunieron con voces de alianza para matarlos. Karetnik había derrotado al Ejército Blanco en Crimea; la derrota de Denikin fue fundamental para el afianzamiento del martirio soviético a costa de otros a los que de inmediato traicionarían. Pues, la villa continúa de pie, como siempre, jamás pereció.
Se habla de la gran contraofensiva, la que cortará a las tropas del muñeco Putin en dos. Rusia tendrá que levantar las manos y salir corriendo. No le queda otra. Cuando se recupere la costa del mar de Azov, el fascismo habrá perdido. Crimea será cuestión rápida. Los escasos tártaros combaten por Ucrania, a degüello se cobran la expulsión de Stalin, el genocidio. Pena que no se pondrá sebo a los palos para recordar a la élite moscovita cómo se pagan allí los desmanes. Un triste periodisto boliviano me reclamaba mis devaneos “medievales”. Es una guerra medieval, nada ha cambiado. No estaría de más un sólido combo de madera para golpear la estaca en la entrepierna del tirano; pienso en el puente sobre el Drina, de Ivo Andrić, y cómo después de leer su magnífica novela escribí un breve texto sobre el arte de empalar.
Saliendo de Huliaipole se dibujan tres vectores de ataque: Melitopol, Berdyansk, Mariupol, todos con el mismo objetivo de asfixiar al enemigo en el oeste. Tuvieron que pasar cien años para cobrarse esta deuda; con éxito, la Federación Rusa como tal dejará de existir pronto luego de la debacle en Ucrania. El sirviente Kadyrov será el primero en la secesión.
Leo el texto de un amigo escritor, valenciano, acerca de su familia y una de refugiados ucranios que acogió en su casa. Entenderse incluso con dificultades de lenguaje. Si se entienden los mudos entre sí, por qué no. Son de Jarkov y hoy que llueve he pensado en los días grises del otoño en esa ciudad. Caminé por todo lado como si buscara algo. Me detuve a comer pasteles turcomanos de carne, cerveza local en vasos de plástico, un delicioso cheesecake de maracuyá (¡!) en un café poblado cerca de la universidad. Jarkov, Kharkiv, ciudad mártir hoy y ayer. Pesadas cortinas tenía mi cuarto de hotel. Desde el piso elevado veía poco, partes de la ciudad sin interés. Cuando salía y me incrustaba en recovecos de la herencia soviética, en edificios de apartamentos de míseros ancianos, entendí la melancolía de la Europa Central. Lo añejo, no muerto pero desvaneciéndose. Polvo antiguo, bancos de madera y ojos azules en arrugado rostro sin esperanza. Los árboles, los árboles… cargan el peso del tiempo, en las hojas decoloradas, hasta los niños llevan vetustez a cuestas. Comprendo que hay un impulso en el país de deshacerse del bulto, de abrir la mirada a occidente, a la “alegría” europea. Dejar el pasado, divorciarse de espectros. Convertir la tristeza de las edificaciones comunistas, al menos adentro, en soleados recintos. Los camaradas siempre fueron -y jamás cambiarán- cancerberos desolladores, en Rumania, en Camboya, en La Habana y La Paz.
Una cabeza, dos cabezas, diez cabezas, la docena. Sandino le dice a Sacasa: “a diez centavos te vendo cabeza de americano”. Una cabeza, decena de melocotones, docena de albaricoques. Hay testas alargadas como berenjenas, extrañas como higos, hombres piña y mujeres sandía. Explotan sin necesidad de utilizar dum dums. Los “Fantasmas de Bajmut” se mueven entre los rotos edificios. Atentos al movimiento de ratas, las de cola y pico y las ratas del bando ajeno. Cabeza que pasa, una que desaparece. No sé si hacen muescas sobre sus armas porque son de metal pero mantienen estadística. Caen mujiks de la región de Saratov y mongoles de Tartaria. De ojos cerrados todos somos chinos diría una mala broma racista que no deja de tener asidero. En silencio caminan. Matan en silencio. Un tac un tac un tac y van tres fallecidos, tres menos que violarán mujeres ucranianas o robarán toilets. Hay que temer a los fantasmas, aparecen y desaparecen sin rastro ni olor. Élite de francotiradores eficientes como cloro que exterminan insectos bailarines o alacranes de agua por igual.
Quiero mis ojos contentos de Kharkiv y no se me quitan las legañas. Será un mal sueño. Una Natalia escribe que se presentará como enfermera al ejército cosaco si no se casa en el verano. Anillo con un combatiente barbado y poderoso. O anillo con la muerte. Miro como Viktoriia danza con su pequeño Darii en Sevilla, hasta ya canta en español. Huelo el moho que trae la lluvia a mi casa vieja. Me inclino por sentarme en la terraza pero no dejo de escribir. Así llegará la noche y mi vida se habrá ido hoy en ficciones. Preparó café instantáneo. Quisiera unos de esos franceses prensados y mínimos. Unto el pan amargo con queso cambozola (camembert/gorgonzola) tres cremas. No almorzaré dada la magia del asunto. Algo de folklore árabe en el tocadiscos, Jarkov que gira alrededor, la pobreza de mi amiga, el reloj Tissot detenido a las diez treinta y ocho. Lukashenko morirá; todos morirán. Lo dijo el cometa de 1647 por encima de los Campos Salvajes; también el de 1812 cuando Napoleón deseaba tomar Vitebsk.
Si un día tengo una casa en el campo pondré todavía ese cartel nombrándola. Será “Huliaipole”, hogar de los insurrectos. Ya no habrá osos que miren pero el rocío seguirá gélido al despertar. Habrá humo de eucalipto y zafiros saltarines en el lago. Tal vez estemos, tú y yo, “al borde de una mañana eterna” (diría César Vallejo) debajo de un cubrecama azul viendo tejer sus redes las arañas.
15/05/2023
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Publicado originalmente en el blog del autor, LE COQ EN FER.
Imagen: La estatua de Néstor Majnó protegida por bolsas de arena
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