Paestum, Agropoli y el 8 septiembre


En invierno, frente a la estufa a leña, nos sentábamos un rato antes de ir a dormir. Entonces mi papá se ponía a contarme historias verdaderas. La pobreza y la guerra eran los protagonistas. Hambre y miseria y muerte recorrían las narraciones que al calor de la estufa iban forjando parte de mi memoria. Hoy extrañamos tanto a la memoria oral de hace poco más de medio siglo. Luego llegaron la televisión y el demasiado confort.

La fuga del cuartel militar, luego del 8 de septiembre del ’43, fue el inicio del caos, una de los paréntesis más crueles de la historia italiana. La guerra civil, como en los tiempos de los Güelfos y los Gibelinos, dos mundos sin treguas. El intento de volver a una casa que nadie sabía si aún existía, si los familiares seguían en vida. A veces me contaba breves historias, era la desesperación de algunos conmilitones que tenían miedo, o calambre para el hambre o simplemente miedo en volver. Robar unos frutos de unas huertas o pedir algo para comer. El sur de Italia ha sido siempre solidario. Los frutos de la tierra nunca han sido denegados a nadie, siempre fueron compartidos.

“Desde las colinas de Paestum bajamos hasta la playa desierta, había uvas salpicada de luz, higos dulces como la miel y tomates que parecían bolas de oro. Perfumes a Grecia antigua. Nos equivocamos de camino y llegamos hasta Agropoli, un poco más al sur, el mar brillaba mientras otros soldados, también desesperados, buscaban sombra, comida y el camino perdido. Euforia y desasosiego que la guerra no ahorra a nadie”

Los inviernos siempre fueron largos y las narraciones se iban sumando, noche tras noche los horribles años de la guerra armaron libros y libros de memorias. Historias verdaderas. El comandante del batallón que le ofrecía a su perro mejor comida que a los soldados, el teniente que a la vuelta de sus fugas clandestinas traía a sus fieles soldados pan recién horneado sustraído a impávidas amantes, o el infame y cobarde sargento que vivía de artimañas a las espaldas de miles de soldados; arte e engaños de la sobrevivencias, barbaridades del mundo militar. Sus narraciones eran lentas, pesando las palabras y el tiempo, fumándose los últimos cigarrillos de largos días de trabajo, medía el cuento en relación a mi cansancio. No le gustaba terminarlo en una sola noche, vivo era su deseo de que algo de narración quedara para la noche siguiente.

“Llegamos a Cremona, salvándonos de un seguro aprisionamiento en Alemania, nos refugiamos en un cuartel de la pequeña ciudad lombarda; volvimos a comer polenta y a saborear un vaso de vino fuerte. Los del norte probamos en Agropoli o en Paestum por primera vez, entre higos de la India y campos de trigo amarillos, el aceite de oliva y el peperoncino. Deleitándonos y sufriendo conocimos una Italia que para algunos de nosotros era realmente otro mundo”

Los libros que nunca habitaron mi infancia, la ilustración que era aún ausente, después de mucho tiempo reconocí que estaba en aquellas y en muchas otras narraciones. Memoria oral que se ha parqueado en mi mente; se queda mirando el cielo y pensando al infinito, es un verso de una poetisa polaca con un nombre impronunciable, el enemigo que nunca cruza el desierto de los Tártaros, el silencio de aquellas noches de invierno después de haber escuchado una nueva narración.

“Llegamos al pueblo, un conmilitón se quedó con nosotros algunos días, costras de polenta y frijoles con gorgojos no faltaban, después su camino proseguiría hasta Udine o tal vez más allá. La guerra terminó, unos de tus tíos volvió de un campo de concentración alemán, ni tus tías lo reconocieron, habrá pesado cuarenta kilos gracias al tabarro de lana que llevaba pegado a la piel y los huesos que le quedaban”

La fuerza de la narración está en las heridas del tiempo, en la luz de los ojos de una persona anciana, en Tolstoj y en Chaikovski; la narración contiene la retórica que es sabiduría, la magia que es mucha soledad y memoria oral que mañana será poesía.

Maurizio Bagatin, mayo 2023
Imagen: La line Gótica

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