Postreros cuadernos de Norteamérica


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Patti Smith.

La espalda es hierro quebrado que se forjó demasiado. Hoy, en las postrimerías de mi larga aventura norteamericana, me nutro del pasado en la música. De los años cincuenta, del magnífico 62, de Patti Smith... En un patio de infancia la noche olía a laurel y floripondio. Tenía misterio, ella. Descargado por un avión en Miami y en ruedas cruzando el país. Casi como la guerra civil pero en sentido contrario. Georgia, Savannah, las Carolinas, miasmas del sur, mocasinas de agua, serpientes Boca de algodón y snapping turtles. Richmond, Virginia, el Shenandoah, Robert E, Lee sumado al brazo de Stonewall Jackson. Graffitis de Black Flag en domingo de Rockville, Maryland; el polvo de tu cuarto en Takoma Park que me hace estornudar. Los negros cantan espirituales en la iglesia mientras vistes tus pechos rosa para salir a tomar el metropolitano. Estaba la estación sobre una colina. Desde allí te veía llorar, de impermeable negro y sombrero hongo con adornos plateados. Camino de Silver Spring, dormitando, babeando restos de ti. Pissing In a River, mesmerizado por la mañana, la guitarra eléctrica parece alejarse del lugar del crimen como se dice del lecho de amor en donde se ha concentrado y engañado la pena.

Cortas pan francés, abres una palta chilena de las pequeñas. Untas su crema en ambos lados, agarras un delgado chile serrano y lo rebanas fino, pepas incluidas. Quizá algo de ajo fresco. Galón de jugo de naranja. Alrededor, cajas de papas tipo Idaho, bolsas de cebollas que ensucian el piso. Estiro los pies con botas amarillas, abro el pecho del uniforme de trabajo, acomodo los deformados guantes al lado y me alimento. Un día cualquiera, entre 1989 y 1992. De allí habrá otro vuelo de retorno a Bolivia, con mujer e hija, y otro a USA, a Colorado. Montañas y pinos, lejos las clásicas edificaciones de la capital. Cowboys con sombrero y mexicanos. El oeste, arroyos de agua clara hechos para filme, osos negros, mapaches, venados y ciervos, águilas calvas, halcones peregrinos. Una preciosa casa en Forest Street, parodia de felicidad. Juventud, mal insalvable, tontería y soberbia. Un campo de dientes de león ilumina la calle, tan ajeno a la miseria de Fassbinder, al moho de Alexanderplatz. Otra vez la noche era fresca y olía a hierbas que desconozco. La luna abrevaba en el charco de lluvia pero no había sapos cantantes, ni espuma ni puntitos negros de renacuajo. No era el pujru, no discutían entre sí verdes ranas moteadas de azul en los escondrijos de la planta de cartucho. El chiru chiru saltaba al interior de los arbustos; de este lado, una lechuza guiñaba tuerta. Nosferatu, fantasma de la noche, se perdía de vista descendiendo por la avenida Florida. En los espejos del sillón observo la lucha desigual entre nosotros, reflejos desnudos de lo que se presumía el edén del cuerpo a cuerpo. Esbozaba páginas de El exilio voluntario, para eso tocaba a los Everly Brothers o también a los Yardbirds.

Se marca la 1:22 de la tarde. Llevo calzoncillos a cuadros y voy descalzo. Dudo entre poner a Tartini o música de orquesta eslovaco-checa. Han pasado los años de Cristo, de Belén hasta la cruz, treinta y tres. Mucho más reunido en esos años que toda la religión. Muertos vivos, vivos muertos, damas catrinas y señoras calaveras. No tiemblan los senos, los ha momificado el tiempo; no sudan las hembras, las ha secado el simún aunque esto no sea Jordania, pero del color de Petra eran los sexos.

“En la madrugada del 18 de junio, un centinela anunció que una nube amarillenta se vislumbraba en la lejanía. Era la polvareda que levantaban sus caballos”. Los turcos están en Albania, lo cuenta Ismaïl Kadaré en Los tambores de la lluvia. Ligia me regaló la novela el 8 de enero del 97 hacia la incertidumbre. No puso más que la fecha, pero las tres, ella y Cristina y Miriam, dedicaron la primera página de las Memorias inmorales de Eisenstein que compraron para mí, remozando los últimos meses de pasión y baile que me llevaba de equipaje. Cali pachangero, Borrachera, cumbia y vallenato, porro y pasillo. Moustaki, Raimón y Theodorakis. “No mires hacia atrás, no quiero ver el camino…” aconsejaban Los Payos, no te vuelvas mujer de Lot.

Ellicott City, Maryland. Harpers Ferry, West Virginia. Cerro y cerros y bosque bosques en los caminos de Virginia occidental. Callejas de Baltimore y en Nueva Inglaterra, sol de New Haven, Connecticut y olas de Nueva York y Delaware. Increíble belleza entre Indiana y Knoxville, Tennessee. Un ancho río con puente de hierro, no tanto como el Mississippí, meandros de turbión y barro. Atlanta y Chattanooga, en la Alabama que visitó mi madre como maestra en el auge del KKK. La trataron de primera, la llenaron de regalos para nosotros seis; George Wallace, entonces controvertido gobernador, le entregó un diploma de agradecimiento y su foto autógrafa. La tengo por ahí, en la barahúnda de mi existencia. Supuestamente me haré sedentario mirando el Tunari en la parte de atrás, con un Cuba Libre de fino ron y Cohen cantando Suzanne; revisaré los rastros del asalto.

Crucé este país. Jim recitaba: “The West Is the Best”. Hay más que ese oeste milagroso y trágico, que el peyote papago y los todavía sobrios paiutes que habitan entre Utah y Colorado. Mesa Verde, montañas Sangre de Cristo, eucaliptos gloriosos de San Diego y molles en medio de la riqueza de Santa Bárbara. No está mal dicho o equivocado que Estados Unidos es un universo. Lástima que los izquierdistas latinoamericanos crean que se trata solo de Miami donde gastan entusiasmados el producto del hurto revolucionario. Tierra inmensa e histórica, líneas de Stephen Crane, la cuerda de la que colgó Joe Hill, Nicola Sacco, versos de Whitman, Bartolomeo Vanzetti, Lucky Luciano y Meyer Lansky, batalla de Lava Beds donde resistieron los modoc. Victorio y Cochise. Gerónimo y desventurados juglares negros de fines del XIX. Ray Charles. En el Hotel Brown descansó George Armstrong Custer antes de que la muerte lo escalpara. Baje, general, le decía el personaje del notable filme Pequeño Gran Hombre a Custer en Little Big Horn. Los que están allí no son las mujeres y niños del río Washita, estos son bravos y lo aguardan, vaya.

Deberé escribir un libro, otro aparte de mis Cuadernos de Norteamérica. Viví aquí más que en la tierra paridora, en lugar común podría decir que no soy de aquí ni de allá pero sé bien de dónde vengo y dónde perezco. No me impide recordar, odiar y amar. No me prohíbe sentarme otra vez en los muladares del mercado y agradecer a la vida que me daba imágenes que jamás lograría de oficina y con terno. Mis manos se quebraban y era sencillo arrancar pedazos de cutícula congelada en los treinta inviernos. Luego alternar tal dureza con los paseos del Smithsonian, admirando a Rembrandt y Malevich, fotografiándome debajo de un Léger, al lado de óleos de Oskar Schlemmer en museos del país, tomando fino vino tinto y acariciando el albo cuerpo de un supuesto amor que olía a perfume caro, o el eterno fellatio que Carla me regalaba en el cuarto de tomates y aromatizaba a k'allu boliviano sin quilquiña porque la detesto.

No quiero escribir como Neruda, no he vivido como Neruda. Ni los más tristes ni los más alegres, entonces. Esto es solo un augurio, apresurada compilación de ciertas tomas, flashes de luz y vómitos de sombra. Mis hijas Emily y Aly me regalaron ayer un anillo de plata sterling con sus iniciales. Lo llevaré. Nunca he usado anillos porque para un trabajador a lo bestia como yo son peligrosos, pueden costarte un dedo, pero me llega el aburguesamiento y no putearé tirando cajas otra vez, no me verán por ocho horas al lado del río de Sarco rompiendo a combo piedras awayo o mármoles; ya no. Tiempo para el anillo de mis hijas, para mirarlo y recordar sus niños y jóvenes ojos, para verlas dormir mientras salía al empleo, para prepararles lentejas con chorizo o ñoquis en jugoso pedazo de carne.

Vi a un sin techo volcando basureros en el barrio rico. Agitaba los brazos como gato de la suerte coreano y parecía escapado de un álbum de Diane Arbus. Miré por el retrovisor las horas de las tres y media de la mañana. El hombre no se inmutó al pasar yo. Eran él la noche y la miseria. En su lugar creo que alistaría mi viaje a ese mundo mejor llamado infierno con un bolsón para llenarlo de muertos por mi mano. Con panga de mau maus, o curvo cuchillo de gurkha. Cruzando el bulevar Colorado entré en mi barrio. Allí reside un discapacitado envuelto en vendas de momia, justo en la esquina de la avenida con la 7. Eternamente ensillado, Zeus sin Olimpo.

Vivo cuatro años en el barrio de Jack Kerouac. He perseguido su hálito, bebido de su alcohol, caminado desde su refugio de la Grant y 9 hasta el mío de la 8 y Clarkson. En el Charlie Brown's Bar sofisticados trans de colorido vestido, sofisticadas con flores de falda. Me he llenado de cerveza irlandesa y hecho barril he recorrido las calles. Siempre acompaña la presencia de una linda muchacha en bicicleta que se detiene ante los basureros de verde oscuro. Se mete de cabeza, to dive in the darkness, diría, zambullida en la ficción del hielo, dito metanfetamina, tras un trozo de pan, un masticado hot dog, una lechuga que semeja flácida col negra. Entonces, a tiempo de batir un té, he abierto la Biblia. En ella Sylvia Plath anota: "The floor seemed wonderfully solid. It was comforting to know I had fallen and could fall no farther." Me pregunto si la muchacha halló el fondo del estercolero, si se convenció de la eternidad del hambre. Sentado en un dintel lloraba John Fante y las estrellas habíanse caído dejando huérfana la soledad. Sí, puedo escribir los versos más tristes esta noche porque conozco la tristeza.

Son las 2:26, he gastado una hora en la nostalgia. Pongo en el tocadiscos una hermosa y terrible canción mexicana. Me gustaría bailarla a pesar de haber perdido los pasos. No tiene la lentitud y señoría del danzón sino locura juvenil y popular. Letra horrible, se opinará, denigrante y machista. Sí. Pienso en Rulfo. Suenan corneta y guitarrón, redoble de tambores. “A ti te quiero, mujer, no le hace que seas paseada”.

19/06/2023

Publicar un comentario

0 Comentarios