Torpe cúmulo de agosto


Daniel Mocher

Goyeneche, Troilo que canta aquello de primero un querer, después un dolor. Café largo y tangos viejos para desperezar la mañana cuando queda todavía algo de fresca noche suspendida en la terraza. Todos los pájaros cantan, cada uno a su aire, en la misma dirección, por la misma armonía en tonos diferentes. Un nido es todos los nidos como un vuelo simboliza todos los vuelos, hasta los que se nos quedaron por hacer ayer mismo y hoy parece que fue hace siglos porque la aflicción que acarreamos es homérica. A veces creo que las aves llevan años de ventaja evolutiva respecto a los hombres, como la floresta que se muestra feraz y feérica, y la playa que contiene dunas contemplativas, sapienciales. Hemos quedado en menos que nada. La nada conlleva la posibilidad del todo, nosotros devenimos en otra cosa diferente, deformada, triste y grotesca. Vamos llenos de humo, obturados de tanta quincalla cegadora, y ya no nos cabe ni un sueño más, de tan hartos, ni una quimera. Insaciables espantajos, autómatas, sufrimos sed de sed con ansiedad eviterna y sadomasoquista. Somos más valleinclanescos que cervantinos, como era de esperar, lo esperpéntico le ha ganando el pulso al manco de Lepanto. El humanismo quedó como un jarrón chino, arrinconado, hecho trizas por infantiles bárbaros, y se impone la chandalización atroz de las mentes, el culto a lo delincuencial, la dictadura de los niñatos malcriados y ese apetito desenfrenado de los salvajes que ya es casi un derecho fundamental. Vivimos entre 1984, Un mundo feliz y La naranja mecánica. Algo de Matrix hay, también algo de Barbie.

A esta hora permanece un equilibrio amable entre la luz que viene y las sombras que van replegándose en el jardín, como en los lienzos de Joaquín Sorolla y en la Octaba Sinfonía de Beethoven. Hay días en los que no ver las noticias es cuestión de salud mental, es de sabios poder desconectar de lo que nos intoxica y desconecta. Spiderman, Hulk, Thor, Ironman… mis hijos nombran claves que abren puertas que dan a puertas que dan a un tiempo mítico de inocencia y luz, de tranvías a la Malvarrosa, cómics, balones de reglamento y barcos piratas. Fui un niño como ellos en Fort Apache y aún quedan esquirlas, destellos en el fondo, olor a pólvora quemada. Casi todos los rostros de aquellos años se han borrado, algunos ya son perfectos al otro lado del río Estigia, allá por el Inframundo.

Brindamos con un burdeos por el padre de Sergei, los difuntos también beben si bebemos por ellos con amor. Mientras nos vamos comiendo la paella que hice con mimo y esmero, cuenta Elena que, cuando era pequeña, su abuela le reservaba los corazones de pollo para que creciera más guapa. Horror y belleza siempre entreverados. Creencias atávicas bien presentes, el espíritu de Erzsébet Bathory sigue revoloteando sobre nuestras pasiones más arcaicas e inconfesables, también los del marqués de Sade y Vlad Tepes. No es de extrañar el auge de los populismos y las licencias de armas. Así de cafres somos. La historia de la humanidad alberga la lucha del hombre por el control de sus instintos más primitivos, la educación del deseo, sobre todo si uno es pobre. Los ricos, los aristócratas, siempre encontraron resquicios para seguir siendo brutales impunemente. La justicia resulta ser de doble rasero, ejerce caprichosa y ciega, inclinando su balanza del lado del poderoso. Así ha sido por milenios. Entelequia y añagaza.

Quisiera dejar a un lado este veneno, escribir sobre las amapolas de los ribazos, sobre la época de recogida de la algarroba y ese aroma anisado que desprende cuando están bien secas sus vainas, sobre las pocas olivas que han hecho este año nuestros olivos debido a la falta de agua y a las altas temperaturas, también sobre la flor del azafrán obrando su milagro para septiembre, tal vez octubre, y la liebre siempre en fuga por las cuatro estaciones. Quiero escribir sobre la brisa que da tregua en el punto más caliente de agosto, sobre los cuerpos y las piscinas como apologética de la vida en sazón. No siempre es posible, claro, la cara más sucia de lo real se impone y no nos deja al vaivén de lo dulce ni al frufrú sensual del cariño en la hora de la siesta. Escribir como Christian Bobin para “buscar todo lo que en nuestras vidas ha sido abandonado, descuidado, todo lo que el mundo deja, y volver a situarlo en un lugar privilegiado; es ir a rebuscar en lo que el mundo rechaza y encontrar oro” o como dejó escrito Miguel Sánchez-Ostiz en Ahora o nunca, uno de sus excelentes diarios: “Escribir como quien desbasta un tronco muerto a golpes de gubia”. No sé si quedó claro, si este torpe y caótico cúmulo muestra algo importante de mi sombra, quise decir que voy por campos abrasados buscando una flor mental que me apacigüe, que escribo por la cabeza en el cesto de mimbre antes que con el hacha ensangrentada del verdugo, que vivo sin vivir en mí y ya no muero porque muero todo lo que puedo de amor pero también porque me alejo por los arrabales mientras atardece, sabiendo que lo perdido es sin remedio, y silbo entre sonrisas, sin girarme, como si fuera mía, Cambalache, obra maestra de don Carlos Gardel.


Publicado originalmente en el blog del autor (20/8/23)
Imagen: Erzsébet Bathory.

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