Cuarenta y seis


Daniel Mocher

Cuarenta y seis. Hoy es mi cumpleaños. Para la ocasión escribí un texto pretendidamente celebratorio sobre el que se posó un tono sombrío que me estaba disgustando. Tarquín del alma y la memoria a borbotones, dietario incómodo, quintal de grava en los zapatos. Rómpelo y a la trituradora de papelones burdos, a la hoguera donde terminan esos folios impostados, tediosos, que resultan más falsos que un euro de madera. A veces, la teatralidad, el exceso de literatura, también la ambición artística, esconden, ocultan la realidad desnuda, lo cierto, lo verdadero, lo auténtico, ese raro joyel que todos buscamos en el barro de la pocilga, entre legajos barrocos y vidas farragosas. Qué difícil resulta humillarse ante la sencillez, darse a lo natural y sincero, a lo que no tiene dobleces ni recovecos. La alegría no viene del laberinto, nos llega con la salida del laberinto tras recorrerlo entero, angustiados. Como cuando de niños salíamos aterrados del tren de la bruja y un nervio eléctrico nos recorría el cuerpo haciéndonos sonreír como nunca. Y frecuentemente se nos olvida, lo ignoramos con alevosía y premeditación. Pues eso, que nada de máscaras trágicas, ni enrevesados ejercicios mentales, hoy no toca hacer recuentos crueles de la vida. Queden a un lado los errores que no me perdono, las decepciones, los sueños que ya nunca podrán hacerse realidad. Hoy no saldrán a pasear los duendecillos de la mala baba, esos seres aviesos que me hablan de arrepentimiento y culpa, mediocridad y estupidez atávicas.

Como Elena bien sabe de mis obsesiones, también de las literarias, me ha regalado un diario de Miguel Sánchez-Ostiz, de acertadísimo título hoy que voy estando más cerca de la cincuentena, ya de bajada en mi Tourmalet vital: Rumbo a no sé dónde. Y que suene Le temps qui reste, de Serge Reggiani y su mantra magistral para los tiempos malos: Mon pays c'est la vie. Mi país es la vida y un mantel mi bandera, que corra el vino blanco, la música, la gozadera, los sustentos del cuerpo y del alma, al pil pil, a la strogonoff, que se derrame la pintura sobre los lienzos del gozo y la efervescencia de este día irrepetible sobre el corazón. Pían los pájaros, celestiales, la luz suaviza las aristas de las cosas y los hombres, aporta bondad, Charles Aznavour viene con La Bohème, Elvis Presley trae su rock de la cárcel. En las primeras páginas del diario de Sánchez-Ostiz ya encuentro un regalo impagable, una cita de R.L. Stevenson, que aparece en su Sermón de Navidad: “La cordialidad y la alegría deben preceder a cualquier norma ética: son obligaciones incondicionales”, que me recuerda al “ama y haz lo que quieras” agustiniano, también a aquel poema de Claudio Rodríguez que decía que “largo se le hace el día a quien no ama y él lo sabe. Y él oye ese tañido corto y duro del cuerpo, su cascada canción, siempre sonando a lejanía”. Abrid las ventanas, pues, oread, ventilad cada rincón, cada mirada y cada pensamiento. No sé hacia dónde voy, qué me deparará este año y el resto del tiempo que me quede por vivir. Tal vez sea mejor así, la incertidumbre, esa espuela que nos invita a seguir fallando con gusto, la duda y ese miedo que nos hace salir a por más. Venga lo que venga me obligo desde ahora mismo al júbilo efervescente, renuevo mis votos con el amor pasmado, con la mirada atenta y el noble temblor ilusionado, con la pasión buena y entregada, no le tenderé la mano al mal ni a la bajeza, quisiera no hablar más en vano, ser un poco mejor que ayer y no esperar nada a cambio, trataré de no hacer mucho más ruido, de no romper más cosas ni hacer daño, dejar en este mundo algo, un pellizco de belleza. Propósitos muy sólidos para tiempos inconsistentes. Un cielo de otoño reflejado en los charcos. Hay una brisa helada que ya tiene mi nombre, un día partiré cantando y todo habrá valido la pena.

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Publicado originalmente en el blog del autor. 14/9/23

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