Alejandro Espinoza y su Jonás, el sepulturero


Amalia Cordero

Cada aῆo en Santiago de Cuba, convocan al Premio San Antonio María Claret,. de rango internacional. Este dos mil veintitrés ha resultado ganador el Chileno, Alejandro Espinosa Arancibia, con un cuento que engrosa las Plumas Latinoamericanas. El escritor nos toma de la mano y caminamos despacio a su lado, tratando de vislumbrar a dónde nos quiere llevar. Ahora los dejo pensando en el curso de la trama de, Once corazones ensangrentados.


ONCE CORAZONES ENSANGRENTADOS

Nifty Calamum

Jonás, el sepulturero, vivía en una casa que se hallaba en la esquina del gran cementerio central de la ciudad. Había sepultado a la mitad de la población de muertos de aquel recinto bañado en cruces.

Nunca se preocupaba por saber el nombre del difunto, ni qué rol cumplía en la sociedad, ni tampoco de quién era familiar. También ignoraba los llantos y muestras de dolor de los congregados en cada entierro, sólo realizaba su labor y se retiraba a su hogar, de madera sombría. Sin embargo, él con sus habilidades manuales, la había hermoseado, haciéndola acogedora para sí mismo, ya que no le interesaban los demás. Como puede ser obvio, no recibía muchas visitas y tampoco tenía familia de qué preocuparse, por eso es por lo que tal vez no se sobrecogía al ver sufrir a las personas cuando perdían un ser querido, porque él no poseía ninguno.

Una madrugada, Jonás sintió que golpeaban a su puerta. Acudió lentamente a abrirla, preguntándose quién podría ser, a él nadie lo visitaba. Cuando el umbral quedó despejado, se mostró ante Jonás un tipo vestido con traje. El sepulturero le pidió que se identificara y el sujeto respondió que era el detective González, que le llevaba trabajo, porque una hora antes habían encontrado a un individuo muerto en plena vía pública, con el pecho destrozado, al parecer con un objeto corto punzante. Le habían extraído el corazón, el que no se halló en ninguna parte.

Jonás no mostró sorpresa alguna por lo que le narraba el detective, preguntándole si todo estaba en orden para proceder al entierro. González respondió afirmativamente, informándole que el acontecimiento se ejecutaría aquella misma tarde, retirándose luego de decir aquello.

El sepulturero tenía para habilitar un edificio de nichos y comenzó a ocupar el primero de arriba, que se encontraba a unos diez metros del suelo y eso le enfurecía, por todo el trabajo que implicaba poner un cajón, con muerto incluido, a tanta altura. A pesar de eso, se cumplió el plazo y Jonás colocó el ataúd en el nicho y lo selló con cemento, luego desarmó el entarimado, ignorando llantos y alaridos, refugiándose luego en su casa.

Aquella madrugada volvió a escuchar los golpes en la puerta y, al abrirla, nuevamente se encaró con el detective, que le comunicó del hallazgo de otro muerto, al cual también le habían extraído el corazón y que sospechaba que se tratara de un asesino en serie. A Jonás, como era común, no le interesaban las narraciones de pesquisas policiales, así que cortó bruscamente el relato de González, cuestionándole por la hora del entierro. El detective le dijo, incómodo por la abrupta interrupción, que sería aquella misma tarde.

Cuando ya fue de tarde, el segundo nicho superior estuvo ocupado.

Esa madrugada, el detective visitó a Jonás con las noticias de siempre. Le tenía otro muerto sin corazón.

Iban diez entierros seguidos y diez nichos ocupados. Todos los cadáveres se encontraban en igual circunstancia, sin corazones y Jonás, por primera vez en su vida, sintió curiosidad por aquella coincidencia.

Luego de que toda la gente se retiró esa tarde después que Jonás sellara el décimo nicho, el sepulturero volvió al lugar del acontecimiento.

Observó la parte superior casi completa, faltaba solamente un nicho para consumar la primera hilera. De pronto, descubrió que aún quedaba una persona. Era un sujeto maduro, que en su cabeza se asomaban las primeras canas. Al parecer, miraba lo mismo que Jonás y este último se acercó a él, preguntándole si conocía a los difuntos. El individuo le contestó que sí, que todos ellos habían sido sus colegas. El sepulturero sintió aún más curiosidad por lo que acababa de oír, cuestionándole al tipo qué trabajo compartió con los fallecidos. El sujeto miró a Jonás a los ojos y no vio en ellos brillo alguno, era como si no existiera, sintiendo que no perdía nada con confesarle a él su secreto, diciendo: “éramos de un pelotón de fusilamiento”. Jonás, como de costumbre, no se exaltó por lo recién declarado. El individuo al ver la serenidad del sepulturero continuó su relato. “Sólo una vez estuvimos juntos en un fusilamiento. Fue cuando dimos muerte a un revolucionario llamado Daniel Quintanilla”. “No puedo creer –seguía diciendo el individuo con tono desesperado- tanta coincidencia, todos ellos, uno por uno, justamente en la formación que nos encontrábamos aquel día y me resulta casi sorprendente que en lo alto hallan once nichos, justamente para cobijar a los once fusileros. Tengo mucho miedo, creo que un seguidor del revolucionario quiere tomar venganza y el único que queda soy yo y sin duda, seré la siguiente víctima”.

Nuevamente miró a los ojos de Jonás y al ver que no obtenía ninguna reacción de aquel hombre, se retiró de ese lugar con una leve despedida, pero antes de que se marchara, el sepulturero le preguntó el nombre. “Víctor Ramírez”, respondió y se perdió en la distancia.

Luego de esa charla Jonás se encaminó a su casa y, en el trayecto, recordó que años atrás había sepultado a un tipo muerto a bala y no pudo olvidar el bullicio de los cantos y consignas políticas de la gente que se reunió en aquel día. También recordaba en qué lugar del cementerio se hizo ese encuentro y tuvo una leve sospecha, pero se rio de sí mismo por pensar estupideces.

Aquella noche, despertó sobresaltado por un bullicio exterior. La algarabía de gritos y disparos lo pusieron en guardia. Luego sintió el golpe en la puerta y acudió a abrir. Era el detective González, quien le informó que habían descubierto al asesino en el lugar del crimen, extrayendo el corazón de la víctima. Jonás preguntó a González el nombre del muerto. “Creo que Víctor Ramírez”, respondió el detective. Era justamente el que faltaba, pensó Jonás. Interrogó si lo habían capturado. “No”, dijo González, “entró en el cementerio y se nos perdió”. Entonces Jonás pidió al detective que lo acompañara.

Caminaron a través de tumbas muy antiguas, hasta que llegaron a una que tenía una estrella grabada. Entonces Jonás corrió la losa con ayuda del detective y éste preguntaba a gritos qué estaban haciendo. Jonás le decía que era una corazonada y con valor sacó el ataúd del fondo de la fosa y lo abrió ante los ojos atónitos del detective, diciendo: “este es Daniel Quintanilla, el revolucionario”, quedando ante sus miradas el cuerpo deshecho de un cadáver descompuesto y el detective no pudo contener su asombro al ver que la mano del cadáver sostenía un puñal y a un costado de él, yacían los once corazones ensangrentados.

Jonás, como siempre, no se sorprendió, marchándose a su casa

***

ALEJANDRO ESPINOZA ARANCIBIA Alejandro Espinoza Arancibia (Santiago de Chile, 1975), colaborador de prensa con artículos de opinión y periodísticos y reportero gráfico en diversos diarios de su país. Su primer galardón lo obtuvo a la edad de diez años en el concurso literario “Juventud, Mar y Destino” (1985). Cursó estudios de Relaciones Públicas (1996), Pedagogía en Lenguaje (2001-2005), con un magíster en Educación (2005-2007). Ha escrito y publicado cuentos en revistas especializadas y antologías en diversas regiones de Chile y fuera del país. Dentro de su participación internacional, se destacó en el concurso de narrativa del Instituto Cultural Latinoamericano en Buenos Aires, Argentina. En el año 2016, sale a la luz una de sus novelas “Lágrimas Vacías”, iniciando, con esta obra, su carrera de autor. En la actualidad es profesor de Lenguaje y Comunicación, donde enseña a niños y niñas la magia que se esconde en las letra

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1 Comentarios

  1. alejandro espinoza22/11/23

    Muchas gracias Jorge Muzan por incluirme en tu publicación.

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