Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Escribe Olga Amarís Duarte en Fractales de una guerra en primavera: “Las bombas no son ángeles ni demonios precipitados del cielo; son máquinas precisas que devuelven lo humano a la ceniza, lo vivo a lo muerto y los muertos al olvido”.
Cesária Évora canta Sodade.
Aire caliente de Cochabamba. Un bus llega a Kiev a medianoche. Ella no está en la estación. Mortecinas luces amarillas se prestan a ser fotografiadas. Llegaré a Kharkiv al amanecer. Nos detendremos en Poltava. Recordaré a Iván Mazepa. Hoy mi pase secreto al mundo virtual es su nombre, ya está anotado en la memoria del ordenador. ¿Qué hora sería cuando nos detuvimos en la modesta terminal de Poltava? Un día, mucho ha, lloraban muertos y dormían heridos. Casacas azules suecas tendidas como para secar. Los prisioneros son arreados con grillos a la lejana Tobolsk, al fin del mundo. Un largo cartel anotaba: “Poltava”; sentimientos complejos mas no contradictorios bullían en mí. Quise quedarme entonces, caminar hasta la colina del teatro griego y aguardar por definiciones. Han pasado cinco años. Presente el silencio pero no patriarca. Un paso dado pudo ser la cima del destino pero quién me da certeza de ello. En Poltava estaba Gogol junto a sus demonios. También Sholem Aleichem; Lunacharsky, por cierto, el más versado entre bolcheviques. Lo leí, a la par de Trotsky, en sus acercamientos a la literatura rusa.
Jean Gabin en una compilación de acordeón francés de Frémont, notables discos. A veces me confunde su rostro y me parece el de Harry Baur, el mejor Jean Valjean del cine en mi opinión, martirizado y muerto por los nazis. Alianza Francesa… cine de miércoles. La maestra Elisabeth ríe y mortifica mi niñez con deseo. Un día le diré: “Te he estado contemplando por diez años”. Si obtendré un beso a cambio, un hombro por mis tristes versos, un seno bajo la intemperie de los eucaliptos, no lo diré. Los ceibos están en flor, arriba se ven ruinas de la hacienda Salamanca.
Muertos rusos dispersan sus miembros destrozados con los colores y la trama de Miró, no con su alegría. Avdiivka, tumba inmensa, túmulo gigantesco de cuerpos, casi como odisea asesina de la Horda. Tiempo para comprar almas muertas y hacerse de siervos inexistentes, porque esta locura es tan antigua en Rusia como su propio absurdo. Escribirán en el futuro, si despiertan los grandes del XIX, que en la aldea A. y en la aldea T. se acumularon los difuntos, que de sus mejillas abiertas crecieron girasoles, no románticos según Hollywood los hizo sino fatídicos. Que en ninguna guerra el invasor es víctima y que la mácula ya nunca se va a borrar. Miraba yo el tranquilo camino de Belgorod y hoy es torrente carmesí. Noviembre ha llegado. Noviembre arribaba yo a Jarkov con ilusiones de historia y necesidad de carne. La industria, el sacrificio, iglesias penumbrales de pupilas abiertas santificadas.
Lloran los iconos mujeres; entristecen santos y Jesuses. Quién lo iba a creer, que en la arboleda del parque Gorky donde toqué tus manos bombas caerían. No me echarán al olvido, tú y tu ciudad eternas ya, lírica de poeta tal vez, ansia de amante, pero por sobre los obuses que caen, morteros con profunda voz de jazz, caminas de abrigo gris rumbo a la iglesia ortodoxa donde te cubrirás los cabellos. ¿En qué lugar te hallas, Hyeronymus Bosh, tú que no eres de colgarte en paredes? Observa entre la escoria rusa a los cuervos come ojos, insectos reptadores que introduciéndose por la nariz penetran para devorar el corazón mujik. Releo Agosto 1914 y materializo en mente que a esto se refería Solzhentsin, a fosas de hombres verdes azules y púrpuras tumefactos, ya presentes en el canto de las huestes de Igor.
Huyan, huyan disfrazados de animales de los cumanos malditos. Huyan de los casi benditos ucranianos en picos de aves de rapiña, crezcan el pienso y los pastos de los salvajes campos porque de allí no saldrán, ni aunque se vistan de zorros, musarañas o urogallos. No los mira un dios desde arriba sino máquinas mortíferas con ojos, cámaras que los fotografían corriendo y luego de la explosión parecen marionetas todavía no armadas para la feria, muñecos de madera leve y papel. Tú sonreirás entonces y tomaremos un café o licor besarabo encima de los huesos, sentados en calaveras con zetas pintadas que no sirvieron de detentes. Puede el patriarca Kyrill bendecir lo que quiera, echar genuflexo aguas turbias a diestra siniestra. No impedirá que sus soldados se cuezan en tanques de supuesto acero, espantosos como los bueyes de hierro candente en cuyo vientre se arrojaba a los rebeldes de las revueltas campesinas (pienso en los Balcanes).
Narra Olga Amarís Duarte en la página 89: “Pugú, pugú”. Pues en la Ucrania de 1647, cuando se cernía la debacle y el cometa predecía angustia, algún tártaro o cosaco, no lo tengo bien memorizado, gritaba desde un escondrijo lo mismo: “Pugú, pugú”. “¿Quién vive ahí?”. Alguien que viene de la estepa. Está en las primeras páginas de A sangre y fuego, primer libro de la monumental trilogía histórica de Henryk Sienkiewicz sobre Polonia. Anunciaba el mensajero que en la alta vegetación entre el Dniester y el Dnieper algo se preparaba. Un atamán de nombre Diosdado Zenobio cabalgaba hacia la capital de los zaporogos…
Es ya noviembre tres. Tal vez había dejado Kharkiv para entonces, tengo que confirmarlo. A no más tardar el próximo año, antes de la primera nieve, estaré de nuevo allí. Ganas tengo, pero no los medios, de ponerme detrás de una boca de fuego para cultivar cadáveres de una gente que he amado y leído tanto de ella. Hoy son el enemigo pero incólume está la tumba de Tolstoi, y congelada en la memoria la finca de Premujino. Queda mucho de amar en Rusia. Mucho por matar. Condición humana, deseo de olvido. Nevsky y el Terrible, reales y falsos Dimitris, Rusia madrecita y verdugo.
Atravieso Kopyly, Palchykivska, Tsyhans'ke, Reshetylivska, Podil, Bilotserkivka y el rayon de Velykobahachans'kyi. Retornaré a Poltava y levantaré una casa con jardín de flores de sol en tierra abonada con piel de conscriptos bashkires. No plantaré repollos porque parte no seré de antropofagia, solo de botánica. Un día soleado vendrá, pronta mañana, en que el automóvil encare la entrada de Mirhorod y retomaré a Gogol. La guerra jamás será un recuerdo. Hay que mirar esa frontera hasta que se derrumbe: se prepara el Cáucaso para el baño definitivo de sangre. Vladimiro el Pequeño caminará de la mano hacia la muerte, fraterno, a pedazos, con aquel que quiso ser zar e inventó una historia protegido por un ejército. Corría el siglo XVII y Moscú ardía en el tiempo de la dificultad.
Nada de ello impedirá que yo siga leyendo a Lermontov.
03/11/2023
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Imagen: Monumento a Iván Mazepa en Poltava
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