Márcia Batista Ramos
Para mí, la lluvia trajo los primeros minutos del año nuevo. En otras latitudes fueron los ensordecedores cohetes los que anunciaron las primeras muertes del nuevo año, mientras que, en otros lugares, multitudes se dieron cita en alguna playa para esperar los fuegos artificiales que colorían el cielo nocturno en un espectáculo fugaz, tan rápido como el desplomar de un edificio bombardeado donde terminó la infancia de algún niño, la vida de otro y la posibilidad de no sumergirse en la eterna locura de tantos que por azar residían allí.
Los viejos establos ya no existen en el imaginario de los niños de ahora, hacen parte de la remembranza de las personas, como yo, que nacieron en el siglo pasado, el siglo de las grandes guerras. Tan irónico, nuestros abuelos creían que el sacrificio de reconstruir el mundo, después de sacar los escombros, era por un bien mayor para la humanidad. Con tanta inocencia ellos enterraron a sus muertos, confiando que enterraban a héroes que contribuían con la paz mundial. ¡Y no fue así!
El nuevo orden del mundo llegó sin molinos de viento, sin muñecas de porcelana, sin compota hecha en casa. El nuevo orden llego en un instante, como en el luzco fusco de un parpadeo ante las luces enceguecedoras de una fiesta de año nuevo. El nuevo orden llegó normalizando la destrucción y la muerte, mostrando las atrocidades de la guerra antes de la propaganda de una mayonesa. El nuevo orden del mundo nos hizo perder todo, hasta los pensamientos propios.
Hace tiempo que no puedo ver el florecimiento de los cactus, que se vestían de blanco, como las novias de diciembre y llenaban de esperanza a los lugareños. Ya no anduve por esos parajes calurosos de cielo seco, lleno de esperanzas. Donde los hombres sueñan con encontrar fortuna debajo de una piedra y de tanto soñar, la encuentran.
La realidad de hoy, no tiene pan en un horno de barro, tiene sangre en medio a los destrozos y no existe vergüenza de matar. Hablan con mucha naturalidad sobre la venganza. Ya no se llena la iglesia para la Misa de Gallo, los nidos en las casas ya volaron. Por algún motivo, como un lavado cerebral, casi todos están insensibles ante el dolor del otro. Precisamente ahora, que los dolores son mayores y que son muchos más los que sufren.
Hay una curva en el camino empolvado, los cielos más allá están cubiertos de humo amargo, y, ya no hay ventanas para mirar a través de sus vidrios. Los ojos que guardaban esperanza ya no están. Al observar el entorno y sus circunstancias, cualquiera puede concluir que es más probable que una bomba destruya a una familia, a que la misma familia saque la lotería. Entre bombardeos a cementerios y niños muertos bajo destrozos, persiste la pregunta: ¿Dónde están los restantes de los 240 secuestrados?
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