Extrañas señales


La cruz que recuerda la memoria de Lidia Cruz Chambi se había roto. Era de metal liviano, mal soldado, muy precaria: con tanta lluvia, cascajo y piedra cayendo, algo la mutiló y ahora ya no cuenta con uno de sus brazos, donde estaba escrito su nombre: Lidia y parte de la fecha de su fallecimiento: 30 de junio de 2014, pocos meses faltan para que se cumpla una década.

Es una almita que quiero mucho la de Lidia. Reconocí su cruz -la cruz de Lidia Cruz- hace algunos años ya que se mimetizaba con el terreno, un sombrío lugar debajo de un prominente precipicio de greda. Oscuro como la tumba donde yace mi amigo, sentí primero, a lo Lowry, luego vino a mi esa inmortal rima de Bécquer. Gustavo Adolfo: Tan medroso y triste/ tan oscuro y yerto/ todo se encontraba/ que pensé un momento: ¡Dios mío, qué solos/ se quedan los muertos!, después me acordé del Ramón y su novela sobre el Mariscal Sucre y su asesinato injusto y sí, Lidia, Lidia querida: qué sola estabas hasta que vi tu cruz y cada vez que pasaba a tu vera, te saludaba, te recordaba viva - ¿quién serías noble almita? ¿Cuáles azares hicieron que tu cruz se alce en un lugar tan triste, triste de verdad, tristísimo? - No lo sabré nunca, pero te seguiré acompañando para desmentir, así sea una pizca, que el destino de los muertos es la soledad y el olvido. Tu cruz mutilada y herida renueva mi fe en ese más allá donde vos estás y alguien te ampara y te cuida.

Las lluvias, las más abundantes en décadas, están mostrando la vulnerabilidad de una ciudad construida -a la mala- encima de los cerros, en medio de las montañas. Tenía que verlo, sentir a esa naturaleza que no perdona nunca, como aseguraban los Kuna del istmo, los que definían todo lo que estaba debajo de ellos como Abya Yala. La quebrada estaba tan llena de agua como nunca que recordara y el agua, se sabe, es invencible, nada puede detenerla, nada puede impedir que cumpla con su destino. Agua que maravilla siempre, si corre, si canta, si baja, si arrasa, si es libre. El agua fluyendo, desde el principio de los tiempos vívidos, es la más fértil e incontrastable verificación de que la vida existe, la vida es bella, la vida vale la pena -aunque el Éufrates se esté secando, al otro lado de este nuestro desangelado mundo.

Entonces, el agua y el caos -aparente- que el agua desata: la quebrada era otra y, así serán siempre las cosas naturales, era la misma. Tenías que verlo: deslizados promontorios de tierra, piedras rodando (Muddy Waters presente), cambios de cauce, árboles caídos, una nueva configuración del espacio que clama, te grita: ¡ey!, tu, respétame, entiende mis mensajes, cuídate, vivamos juntos si así lo entiendes. La recreación de la creación del mundo podías sentirla: como el agua hacía lo suyo, lo que sabe, desde su ser invicta, su estar omnipresente, dadora de toda la vida, única y victoriosa, Diosa Madre líquida.

Trajinando este mundo mutante, descubres la segunda señal: la piedra, bajo el alero, donde estaba dibujado el ojo que todo lo mira, ya no está. Era una piedra muy querida porque fue ofrendada cuando la partida de la Gabrielita. Mierda, pensé, ¿dónde está la piedra? La busqué vanamente por los alrededores del alero y no la encontré; lo que hallé, como si madre natura quisiera compensarnos fue una apacheta que se alzaba en el filo de una pequeña quebrada lateral a la quebrada principal, recostada sobre la piel rocosa del cerro, como si esas piedras, con tanta lluvia, hubieran decidido aferrarse a la madre montaña para no rodar, para no viajar o, porque no, irse al carajo. Sentí eso: un equilibrio. Un deseo de tal. Algo así. La Gabrielita estaba allí, presente, en esas tenaces piedras que habían resistido a todo. Pensé: en la vida no se trata de ganar, sino de resistir. He ahí la belleza de esas piedras porque esa es la belleza de la existencia: luchar, no doblegarse, ser ellas mismas. En medio de todos estos vertiginosos cambios, ellas, las piedras, seguían allí.

Luego, me enrumbé por la quebrada de los helechos: una angostura donde si antes había caos, allí estaba multiplicado. El agua bajaba rauda, la vegetación se había expandido y crecido, chapoteabas en el barro, resbalabas en las piedras, te mojabas y te mojabas sin remedio, una circunstancia casi anfibia y nada, es allí donde, como siempre, te preguntas: ¿por qué? ¿porqué estoy aquí y no estoy seco y abrigado en mi casa? Te preguntas y te respondes, como siempre: porque sí, eso es lo que siento que es la vida, mi vida, porque sé que, si la montaña no me reclama, volveré a mi casa.

Saliendo de la angostura, te recibe la puna, el panorama cósmico, los Andes mismos y una pareja de alkaramis: es una salida de la caverna anti.platónica, es muy pero muy poética, un complemento: de la poética del caos de un mundo que sigue haciéndose a la serenidad, majestuosa, de un mundo ya hecho: las montañas y su certeza, las montañas y su confianza, las montañas y saber y sentir que siempre estarán allí. Lo que no estaba era la apacheta de Tiñipata.

La apacheta de Tiñipata fue parte de nuestra vida. Ante todo, porque era la apacheta más cercana a nuestra casa. Después, porque se alzaba en un lugar donde, como decía, el paisaje se abre, los Andes se brindan. Desde allí, podías ver muchos caminos/travesías posibles: la vida entera. La apacheta de Tiñipata fue honrada y bendecida con coca, palo santo, alcoholes, incluso con dos pequeñas zampoñas. Era un sitio sagrado, una conexión entre todos los mundos/caminos/travesías posibles: la vida, nuestra vida, la vida de algunos, muchos, pocos, ¿qué importa? El hecho es que, de la apacheta, encabezada por el mini menhir como le llamaba, no ha quedado nada.

¿Fueron las lluvias las que la arrastraron? Algunas piedras en el precipicio, colgadas de la vegetación, de las pajas bravas, pueden decir que sí, que así fue: la Diosa Madre se encargó de deshacerla.

Sin embargo, restos de cáscaras de huevo duro, cercanos a donde se situaba la apacheta, nos intrigan: ¿qué sucedió? ¿Los comedores de huevos duros eran caminantes? ¿Los comedores de huevos duros eran profanadores? Nunca lo sabremos. Esta es la señal más extraña de todas: es lo inexplicable.

Empecé a bajar confundido, con los sentimientos mezclados, sin darme una respuesta -hasta ahora que lo escribo- sobre qué pasó con la-apacheta-más-cercana-a-nuestra-casa. Nuestro único mérito, a los humanos me refiero, es la voluntad. La voluntad humana alzó las pirámides de Egipto, Stonehenge y las apachetas andinas. Hay esa necesidad/voluntad de dios, de amor, de amparo, de cuidado, de pasión por la vida que atraviesa la historia. Dirán: el faraón lo hizo, lo ordenó, los obligó a hacerlo. Dirán: el Inca se construyó Machu Picchu para sí mismo. No se: los chinos son los que mejor comulgan con el deber ser y la libertad, por eso alzaron la Gran Muralla. Eso lo entendió Mao en la Gran Marcha.

Bajando y bajando, vi la señal definitiva del destino: el camino de acceso, del lado que arrima hasta mi casa, estaba absolutamente destruido. Unos huecazos, sifones los dicen acá, que imposibilitan cualquier paso. No way, my friend: todo tiene un límite, la modernidad lo tendrá, la inteligencia artificial y toda esa paja lo mismo. Podrán seguir creyendo que pueden domarla y explotarla y mancillarla, pero cuando la naturaleza habla, como decían los Kuna: no perdona nunca.


* * *

Lidia, Lidia querida: te cuida el viento, te cuida la lluvia, te cuida la tierra, todo esto que escribo es para vos porque en vos y tu cruz olvidada y mutilada, se están todos mis mártires y todos mis muertos y esa señalada, indomable e irreversible circunstancia hace que yo también te cuide. Que siempre sea en buena hora mi hermana del alma y de la vida que camino.


Pablo Cingolani

Antaqawa, 23 de febrero de 2024

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