Sembrar en cada surco una semilla sana, saber de sacrifico y esperar sin rencor y cuando Ella tenga la cabecita cana, besarla todavía con el mismo fervor… - Miguel Angel Asturias -
Fueron manos desnudas, manos de mujeres las que lo seleccionaron, grano a grano, día a día, escogiendo y escogiendo; biotecnología le llaman hoy los tecnócratas, los ingenieros del mal.
Las semillas tienen unos ojos que no solamente ven, oyen bajo la tierra cuando es el momento de explotar; desdeñosa semilla, embrión por unos instantes antes de volverse raíz y tallo. Mañana serán el fruto de nuestras convivialidades.
Desde una ventana puedo admirar toda la belleza de un jardín abandonado. Itapallo, llantén, una menta, todas las semillas llevadas por el viento en primavera, brotan jacarandas, molles, unas infinidades de colores se enredan a los olivos, desde el suelo busca luz el diente de león, el paico, una solitaria albahaca, todas las semillas que depositan los pájaros en viaje, una planta de sorgo, dos o tres de maíz, una de linaza, crecen irregulares el tártago, la malva y la malvilla, desborda un elenco interminable de plantas que serían la fiesta para un botánico. Y los insectos que gozan de este paraíso, encuentro orugas, abejas, arañas, saltamontes, mariquitas y estos bichos bolitas casi desconocidos que van protegiendo la tierra. Trepan, saltan, vuelan, su jungla de vida está aquí. Siempre he amado estos jardines abandonados, emanan una belleza hecha de simpleza, la verdadera fuerza de la naturaleza, una poesía que se lee con todos los sentidos.
En el ombligo de la luna empezó todo. Aquí es sagrada la milpa, persiste desde miles años porque la gente sigue viviendo realmente de ella, conservando un ciclo natural de producción durante todo el año: primero viene la flor de la calabaza y después la calabaza, luego los ejotes y después los frijoles; ahí están todos los ingredientes originarios de Mesoamérica para una sana alimentación: el maíz, el chile, el frijol y la calabaza, entra el epazote y la Jamaica, colores y sabores de cuando “la tierra es de quien la trabaja”. “Aquí nada se desperdicia” me dijo un campesino de rostro esculpido, cuando lo visité hace treinta años atrás, indicándome con sus manos fuertes, manos como aquellas que estarán en unos murales de Orozco, o más seguro en los de Siqueiros, la milpa que frente su casa era el orgullo y la gloria de esta gente, de este pueblo. Nosotros recordamos aun como crecía el maíz frente a nuestras casas, el verde uniforme en el verano y que se va ofuscando, hasta llegar al momento de su cosecha en pleno otoño. Una fiesta. Mientras la alegría era lanzarnos desnudos entre los surcos a toda velocidad, y al salir ver nuestros cuerpos acariciados por hojas frescas y con picazón nerviosa; ¿ahí quien no tuvo sus primeras aproximaciones amorosas?
…bebían, comían y cantaban y durante tres noches velaban a mama zara, envueltos los choclos mejores en las mantas de la familia…
Retorno inevitablemente a los grandes viajes por Bolivia, a d’Orbigny, Haenke y Humboldt, hace poco descubrí el gran viaje del naturalista Luigi Balzan. En carretas y en canoas, a caballo por caminos irrequietos han ido catalogando todas las observaciones posibles. El clima y el carácter de la gente, también los errores del pasado.
Las leyendas seguirán siendo nuestro camino, la leyenda de Quetzalcóatl descubriendo que una hormiga cargaba un grano de maíz. La siguió, porque quería regalarnos la planta, y así descubrió su origen subterráneo. Encontró el lugar en que se depositaba todo el maíz, aún cerrado para los hombres. Para abrirlo contó con el apoyo del principal de los dioses de la lluvia, Nanahuátzin, o la de los enamorados Hayru del ayllu de Chayanta y de la joven Sara Chojllu del ayllu Charcas, ella murió por un fatal error, fue enterrada mientras las lágrimas inconsolables de Hayru regaron la tumba, el dia siguiente ahí nacio una planta hasta entonces desconocida, verde como los ojos de sara Chojllu y ya madura dio unos frutos que tenían cabellos del mismo color de la amada. La leyenda que me contó el Maestro Juan Manuel, la del rey Pakal transfigurado a su muerte en el dios del maíz representado en una mascara de jade. Me invitaba toritillas elaboradas con el maiz azul, insistía en que las coma porque tenia antocianina como el vino, y yo me las comía mientras tomaba vino tinto; y el Zeferino que me enseñó como hacer la nixtamalización del maíz, porque “ustedes en Europa no la hicieron y sufrieron mucha pelagra”, me decía con la sonrisa bajo de sus bigotes a la Pancho Villa. En chinampas o en andenes, dos grandes civilizaciones cultivaron el maíz donde vivieron, por el culto y como alimento, hoy quieren sea etanol para las movilidades, jarabe para otros alimentos, piensos para los animales.
El maíz choclero que ahora es el más común sin ser lo de antes, el grano dulce que de encanto mordías de una mazorca recién cosechada: más de setenta variedades que ni México tiene. Ayer fue el camino del maíz que Rita orgullosa me invita a ver y el llavero hecho con una mazorca que María Julia me regaló, es el maíz que el amigo de Marcelino le ha obsequiado y el me compartió, las mazorcas del maíz perlado que almacigamos en Sirpita para luego sembrar en Bella Flor de Pukara, ojo vigile del Beltrán y hermosa foto con nuestra Barbarita, son semillas del día a día, sembradíos de los cuales ojalá vean sus frutos las generaciones futuras. Jak’a lawa, jankaquipa, humintas y los mejores dientes para el lapping, no hay plato sin el grano de los dioses, sin “la semilla de la cueva” que descubrió en sus estudios John Murra ser el maíz.
Tendremos que defenderla esta semilla, como un día lo hicimos con el agua. No serán leyes o decretos, no serán las movilizaciones, será la conciencia del hombre, cuando reconocerá su tierra, su territorio, el gua y las semillas de las cuales su vida es imprescindible.
Maurizio Bagatin, 23 de marzo 2024
Foto: El camino del maíz
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