Márcia Batista Ramos
“Y regreso a vosotros, a este mundo real / repleto de destino, de gentes y sombras, / vuelvo a ti, muchacho mutilado del portal / vuelvo a ti, muchacha de mirada algo vidriosa”. Wislawa Szymborska
Un gallo enfermo camina tambaleante por el corral, espera la misericordia de su dueño o de un Dios que lo haga descansar. El sufrimiento, parece que es parte necesaria de la existencia, mismo cuando la existencia sea una mera casualidad, un tema ontológico que indica cómo progresa el mundo.
Desde que nací quería vivir en los años de la posguerra, son esos deseos de niño que hacen parte de la inocencia, de los tiempos en que uno imaginaba que volaba y alcanzaba los cielos en el columpio del parque de la plaza del pueblo.
La bomba de Napalm, estremeció nuestra generación que tuvo que crecer a la sombra de las quemaduras de guerra. Antes de aprender a leer aprendimos que los ataques aéreos eran de todo tipo: napalm, fósforo blanco, agente naranja, explosivo de alto poder, defoliantes… Asimismo, aprendimos que existen minas antipersonas, que lo que más importa está invisible a los ojos, pero que las almas no están en ningún libro de registro. Tal vez, por esas y otras contradicciones es que algunos se ahogan en una botella de The Macallan 1926, a las nueve de la mañana, mientras otros se olvidan de todo, incluido de sí mismos con el tranq, el fentanilo o la heroína, ensuciando y afeando las calles de Filadelfia.
Después que terminó la ardua labor del Santo oficio y de la inquisición romana en 1965, se esperaba que los humanos que residen en el planeta Tierra, vivieran más tranquilos, en paz y amor, pero el intríngulis del problema reside en el hecho de que la mayoría, de los que estamos aquí ahora, no valemos más que el polvo que se queda atrás de un camión en un camino sin empedrado, en una tarde de sol.
Posterior al fracaso de la guerra del Vietnam, pensé que terminarían los bombardeos y con calma unté mermelada de gayaba con nata en una tajada de pan, mientras crecía. Porque después de todas las miserias que sufrieron los humanos y otros seres vivos en Hanói y Haiphong, ingenuamente, pensé que el tiempo serviría para reconstruir cada puente, cada encrucijada, cada estación de ferrocarril, cada fábrica que había sido atacada en los años de guerra. En ese lapso Saigón dijo adiós y floreció Ho Chi Minh.
Mi generación, la de 1964, creció sin alas y no pudo hacer nada para frenar el avance armamentístico. Impotentes, todo lo que pensamos fue insuficiente. Lo más triste, es que miramos boquiabiertos al avance de todas las desgracias que nadie imaginaba ser posible cuando aún ardían las llamas de la inquisición.
Sesenta años después de haber nacido, no hay a dónde correr y, también comprendemos que no hay Pascua de resurrección porque no terminan las crucifixiones en Kiev, en Ciudad de Gaza, Járkov, Jabalia, Odesa, el barrio de Zaytun, Dnipró, Beit Lahia y otros lugares más pobres que no importan a los medios. Tampoco terminan de crucificar a Cristus y Cristinas infantes…
Así, de grandes no pudimos cambiar nada. Angustia. Aun a sabiendas de que nada es para siempre que, ni una hebra, ni un talluelo se conservaran eternamente, ellos pelean por cosas, nosotros los miramos... Estamos atolondrados, mirando a los grandes egos de pequeñas mentes mediocres, maltratando a los más indefensos en cualquier geografía.
Cuando terminó la era de la santa Inquisición, a unos míseros sesenta años, todos pensábamos que ya se habían apagado las hogueras. Pero, ahora sé, que las hogueras nunca se apagan.
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