Viaje al oriente de mi mundo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Cielo encapotado sobre Ascención de Guarayos, cielo donde no estoy y debiera. Llano y esencia de selva. Divago por ciudades tan lejas, lejanas quiero decir, y el oriente acá no conozco. Apenas un bufeo ensangrentado y Pablo con un revólver que al detonar arroja esquirlas. Una me da encima de un ojo cuando apunta a un cormorán que abre sus alas al sol. El bote navega las turbias aguas del Mamoré inundado, remolinos se agitan como helados de chocolate cerca de mis pies colgando en proa. Luego al carnaval de Trinidad, una reina seminuda baila y Leonardo Favio en el karaoke. En la punta del bote en forma de falo cortando aguas incansables me siento Mungo Park. Lo creyera el Congo pero es también río poderoso este. Ha penetrado el monte donde ya no hay grito de pavas. En motocicleta por caminos de tierra, Pablo sigue disparando su arma hacia la nada, o algo habrá en la sombra que no vemos y agoniza. Así el fin, incógnito, inesperado, indescifrable. The Coasters: Little Egypt…

Leo, de Huáscar Rodríguez García, sobre la cuadrilla de Punata, bandoleros. De haberlo conocido antes, cuando había vida, le hubiese preguntado a papá qué sabía de ello. Porque los Iriarte de Tarata, parientes, sí; recuerdo al tío Antonio Iriarte, cazador de huacas, con cráneos incásicos pequeños de mujer y huaco-retratos. Francine y yo vamos de la mano en bicicleta por la Blanco Galindo y desviamos a la derecha hacia P'oqpoqollo, si se escribe así, donde hay un túmulo apenas excavado. Luego iremos a Illataco a rezarle a don Miguel Lanza y a Paucarpata cuyo nombre leí en algo referente a Polo de Ondegardo. Ben E, King: Don't Play That Song…

En el Rogaguado, lago, existe un monstruo que cuando mira directo a las pupilas paraliza y te arrastra como caimán negro al agua no demasiado profunda. En Exaltación, Yacuma. A la historia la devora el follaje. Hembra aciaga y mojada. Muerte por asfixia húmeda. Tengo páginas escritas acerca del rey de Cuiabá que jamás terminé. He olvidado la historia pero no el calor infecto y los peces que saltan un metro para tomar aire. Andino que soy, la selva me pesa como a Ursúa. Los hombres de Gonzalo Pizarro bajan las estribaciones de la montaña hacia un seguro final del mundo. Me pregunto a menudo, siempre, qué lleva a un hombre a aceptar un destino trágico. ¿Ego que no sirve para nada o trascendencia histórica? Hacer leyenda entonces implica eternidad, supongo. Mientras tanto llueve sobre el suelo guarayo y a cada gota salta polvo rojo que semeja sangre disecada. Los negros continúan cantando y Carmelita Aubert entona un hermoso jazz que afirman desciende del tristísimo St. James Infirmary de King Oliver.

Pensaba escudriñar páginas de aquella novela latente sobre Cuiabá pero decido no hacerlo. Si no entreno la memoria se secará como mi última esposa, lirio del amanecer, eclipse de luna que escondes sus pasos en su viaje sin retorno. Agoto el agua de un vaso sucio de grasa porque bebo de él mientras cocino. No tengo críticas alrededor que demanden por mi vergüenza, las horas avanzan, minuto tras otro, Martín narra su viaje entre Cocula y Puerto Vallarta, envía fotos de Los Ángeles, dice que enfilarán a Italia ¿Y dónde estás, Marcela Filippi, en tu piso nueve de Roma? Ya no me invitas al Café Grecco y el afiche de Donatello se habrá hecho cenizas en cinco años.

Estoy enfrente del Vaticano en donde duerme el engendro. Ora Pro Nobis. Miserere Mei, ten piedad de mí.

Buscamos comer pescado pero todo está inundado. Terminamos con pacumutu. Un coronel de manos oscuras y rostro blanquísimo al cien por ciento vitiligo se precia de estar a cargo de las donaciones por la inundación. Se venden carpas norteamericanas a buen precio, conservas a peso el montón. Un ahogado inflado, tanto que parece res de matadero, flota adonde el río se pierde. Un muchacho tira un globo, el victimizado detiene la motocicleta y golpea al chistoso. Cuando la piel está mojada, los puñetes resbalan y arrastran piel consigo, si lo sabré. De peleador callejero tuve mi parte y aprendí detalles importantes, como el de ponerse una piedra pequeña o un jebe en la palma de la mano y luego cerrar el puño. Será golpe letal, dientes por la mitad y gritos de mamá mamá. Una hermosa muchacha cruza la plaza de Trinidad con hijito en mano. Pienso: tendré que deshacerme del niño. Me golpeo la frente y abandono ideas tenebrosas. Hoy su marido podrá hacer siesta tranquilo. Polifemo ha mirado a su hembra pero no se ha movido. Mejor así.

Violín de abeto curado, tambora, concertina y mandolina. Bucolismo alcoholizado. Dentro mío tu recuerdo y dentro de mi vaso, venganza. Qué queda sino soñar, creerse más de lo que se es, imaginarse escribiendo un libro robinsoniano que no leerán ¿A quién de entre los solos le interesa otro canto de solitud? Voy por algo mayor, cristalino aguardiente, no opaco como el ajenjo.

Principios de abril, amenaza llover. Sigo en el trópico desde mi alta ventana; ilusión. Claude Lévi-Strauss cuenta que tuvo su primer ataque de mal humor cerca de Utiarití. No tengo uno por los pasados cincuenta años. No cuento los desmanes, esos no; comienzo a verme beatífico según me pintaron unas estudiantes de Ascención de Guarayos. Descubrieron quizá un aspecto mío que he ignorado demasiado. Descolgaré por si acaso mi aura de santo y saldré a la calle con la mano derecha en posición de bendito. ¿San Jorge? No, no, no extermino dragones. Dragón era mi padre, echaba humo por la boca y por los orificios de la nariz salían volutas de blanca nieve. Beato Claudio, mejor que el Expedito que llegó en caja de madera por correo marino. Otis Redding: These Arms of Mine.

Detengo el dedo que marca el teléfono para llamar a Pablo Ayala. La última vez que lo vi, en Denver, apareció con una botella de Zacapa de 23 años. De abrirla se inundó de Caribe la ciudad montañosa. Peregrinación al ron, Guatemala a Barbados y Guyana a Trinidad. Percusión hecha de medio barril metálico, calipso, cumbia, danzón y sonidera. Ya cuando el aire ha caído y crepúsculos traen sombras recurrimos a Leonard Cohen. Por sobre un cuadro de Franz Marc vuela un kusiyo.

En Port-au-Prince, Haití, grupos de vigilantes cantan violentas canciones del África negra, mientras afilan machetes contra el piso. Saldrán a talar extremidades y cabezas de las pandillas. En Sans-Souci, en la profunda verdura zombie, observan la matanza Alejo Carpentier y el rey Henri Christophe. Rincón donde falleció la piedad hace muy mucho. Los macheteros del Beni, altos penachos coloridos, mueven rítmicamente machetes de madera. No hay la furia de los Mau Mau ni las pangas brillan. Danza de fantásticas parabas. Última bocanada de aire que toma el delfín rosa. Luego se va al fondo. Al hundirse canta. O silba. O silba o canta pero se despide. Adiós, sirena.

En las afueras de Avdiivka un batallón de tanques rusos ha sido calcinado. Tienda de abarrotes con sobra de carne ahumada. ¿Término medio o tres cuartos, casero? El trópico ha llegado efervescente a las planicies del Donetsk. Tres cubitos de hielo, un chorrito de limón, ron barato nicaragüense. Me quito los mocasines y continúo mi lectura, como si nada hubiese ocurrido.

02/04/2024
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Imagen: Melchor María Mercado, del «Álbum de pinturas, paisajes, tipos humanos y costumbres de Bolivia (1841-1869)

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