Leo una poesía de Lorenzo Monticelli


Leo una poesía de Lorenzo Monticelli y aparece un licor fuerte, el África, las vocales coloreadas de Arthur Rimbaud. Sonrío. El hombre se sienta bajo un árbol, saborea el otoño que el ruido deja distante, y si la memoria le permite, recuerda que la farsa es el teatro cotidiano, una y mil máscaras, el guiño del poeta. Sonríe. Hoy transcurrió así, mañana vamos a ver, escribió el clarividente ciego.

Notas literarias es un termino que siempre me ha gustado. Encierra el pensamiento y la escritura, cuanto uno va observando, cuanto detiene, cuanto metaboliza, luego va destilando y sirve en copas liliputienses. Roland Barthes la llamó literatura.

Retorno a la poesía de Lorenzo Monticelli, la traduzco al castellano: “He visto la cara de un poeta niño;/recuerdo un cartel de posada/en la brumosa campiña francesa;/vi la cara que quería/cambiar el mundo con versos;/ahora nadie piensa en él/y a su sueño: se escribe y nada más.” El poeta escribió que a los diecisiete años no se podía ser serio. No hay más grande espejo que lo que reconocen los poetas: la infancia, el juego, el primer amor, el cuerpo y la vejez.

El silencio hace bien. Es profundo y al mismo tiempo horizontal, extraña dimensión, parece sentirse eterno, inmortal, perpetuo, infinito. La poesía, en su lugar, ama las cosas, pertenece a ellas: a una cascara que tuvo un fruto en su interior, al arcoíris que en el horizonte enmarca una tarde. Mas si fueran las sensaciones del niño poeta.

Los instantes que no detenemos parecen perdidos, perdidos para siempre. Valen mas de todo el tiempo acumulado; quitan el aliento y nos devuelven imaginarios olvidados. ¡Mis lentes, mis lentes! para significar que la muerte era perderse en la bruma de lo que no existe más. Eso pidió Fernando Pessoa o tal vez, realmente, Alejandro Search.

Maurizio Bagatin, 31 de marzo 2024
Imagen: Keith Haring, El arbol

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