Crimea


Claudio Ferrufino-Coqueugniot / LE COQ EN FER

Quince años atrás, más o menos, miramos con Ligia, en Aurora, el filme ruso Roads to Koktebel ( Boris Khlebnikov y Aleksei Popogrebsky, 2003). Usual nostalgia eslava, encrucijadas de vida entre pasado y futuro, miseria o vivir con cierta decencia. Nada mejor para ello que este pequeño y hermoso rincón de Crimea en la costa del mar Negro, cuyo nombre en tártaro significa “tierra de las colinas azules”, no lejos de una ciudad que siempre ha sido mítica para mí: Feodosia.

Estando en Odesa, bajando las escalinatas, caminaba por el parque griego y observaba la tierra al otro lado del mar. Sé que estaba equivocado, que no eran ni Crimea ni Turquía pero los sueños no necesitan convertirse en realidades. Viniendo de Estambul, de noche, maravillado por el Bósforo desde el cielo, aterricé en el modesto aeropuerto de la “perla del mar Negro”, conglomerado urbano de conventillos por los que se escondía Benia Krik, calles de Isaac E. Babel, mi autor favorito. No llegaron las maletas y por un momento dominó la ira; luego me tranquilicé, con mi maletín de mano tenía suficiente para un par de días. Gris, según recuerdo, el color primario de ese aeródromo. El taxi condujo cerca de aguas brillando en la penumbra, espacios arbolados hasta llegar al hotel en una esquina iluminada. Debajo de un farol, enfrente, se reunían prostitutas que se acercaban a los autos detenidos y partían en ellos hacia el oficio.

Quizá medianoche ya pero igual salí. Bajé por la avenida que descendía al centro. Bulbos dorados de ortodoxia al lado derecho. Negocios cerrados, basureros en cada bloque, no daba impresión de ciudad sucia. Retorné a mi amplio dormitorio y dormí muy bien. A las ocho vendría Anastasia. Hotel Alarus, guardo pequeños souvenirs, un jabón, una tarjeta. Pronto serán seis años y no ha cambiado mucho el silencio. Decía en un chat, ayer, de cuánto pensaba en Ucrania. No era solo literatura, no solo historia. Algún gen perdido por ahí tiene presente de forma inambigua todo esto. Estaría en los bajeles de Heródoto, herencia de Panaït Istrati... Alguien estaría asando shashliks en la Moldavanka o ebrio de imaginación me tambaleaba. Pupilas de épica, romance, dolor.

A la mañana siguiente el ponto Euxino. Por supuesto que pendiente estaba de la belleza pelirroja de Anastasia y, sin embargo, me distraía, a izquierda y derecha me distraía. Su cabello hacía perfecto aderezo del aroma que flotaba como azahar. Lo dicho, la tierra al otro lado: Crimea, Turquía, no quería saber más, ni que me aclarasen mi error. Canto de barqueros, afilado de cuchillas. Ahora que rememoro y lamento pérdidas sustantivas, no dejo que el panorama se ensombrezca; estoy en Odesa, puerto onírico y me empapo de su magnífico rocío. Acaricio el bronce que representa a Babel y asumo que he comenzado otra vida, que pongo orquídeas a mis muertos muertos y cucardas a mis muertos vivos. Nada ha de ser igual, he de retornar pronto aquí, comprar casa, desvanecerme en ilusiones, ni sentir que ya no soy. Mas comenzó la guerra. Estruendo de cañones, soldados mongoles irrumpiendo por las calles de Chernihiv, bombas alrededor de las estatuas, renovación de fragores presentes por mil años, martirio al que soy ajeno por nacimiento y empático por lecturas. Estaba listo, me trasladaría a Zhitomir, o a Kamenyets, a Poltava hace poco, pero estallan objetos, parecen crisantemos de feroz amarillo en medio de la oscuridad.

Cuando visité el país ya Crimea no pertenecía a Ucrania, había sido invadida y cedida por las potencias occidentales con sempiterna cobardía. Ucrania nunca debió abandonar sus bombas nucleares. Después de Estados Unidos y Rusia, antes que China, era el país que conservaba el mayor número de ellas. Tendrá que reconstruirlas, capacidad técnica tiene de sobra, y en el mundo que asoma esos terribles dientes metálicos serán los únicos en parar la baba infecta de putines y otras especies animales.

Leo casi a diario los análisis de un optimista general norteamericano. Rusia va camino al foso, finalmente; para él Crimea es la clave, será la rotura del espinazo del zar de lata. Se va camino de ello. Koktebel tiene otro nombre hoy, ruso por supuesto. No es más la arena-mar que ensoñó a Marina Ivanovna Tsvetaeva, Osip Mandelstam y Andrey Bieli. Ilya Ehrenburg vivió allí y la recordó en sus memorias. Se escondió en sus colinas de los pogroms que asolaban Kiev. Supongo que desde su playa se puede ver la costa turca. No hay turistas hoy en Koktebel. Luego de diez años de la invasión de Crimea por Vladimiro el Breve y de convertirse en paraíso veraniego ruso ha regresado el viento de la historia. Que los espectros guerreros del kanato suban hacia la boca del mar de Azov y destruyan el puente maldito. A ellos, los tártaros, como a los ucranianos, Rusia les ha pesado como un yunque. Hay que hundirlo para siempre en las aguas, al fondo del que nunca saldrá.

Dice Nabokov en su cuento El puerto: “Soñó que volvía a ser un oficial, que caminaba por las colinas de Crimea cubiertas de arbustos de roble y de algodoncillo, segando a su paso las aterciopeladas cabezas de los cardos”. Así lo harán aquellos de ojos rasgados cuya tierra fue, y los ucranianos que los combatieron y se aliaron con ellos por siglos también. Violencia, carrusel de sangrientos caballos. Un barco espera, lo sé, en un febrero próximo o en un marzo de aquí a un año. Contaba hoy a Omar de viajes desde Odesa a Crimea, al sitio de la Sagrada Puerta, a Edirne (Adrinópolis) en donde se alistan los ejércitos de Mehmet, a la gitanería de Bulgaria, a Rumania, a esa punta por la que se puede penetrar a la magia moldava y seguir sin descanso.

Quiero escribir de rusos despanzurrados, de tanques caparazón de tortuga a los que penetran diminutos drones e incéndianlos en infierno. Desear con ímpetu loco ver la testa rodante del tirano pero no, prefiero enfrascarme en aquella costa que vista desde Odesa creía Crimea. No eran colinas azules; de índigo pueden transformarse si así lo quiero. Por el fin de la guerra. Por Ucrania.

Los soviéticos fusilaron al poeta Nicolás Gumiliev, esposo de Ana Ajmátova. Le escribe Vladimir Nabokov:

“Has muerto con soberbia y claridad, como te enseñaba la Musa. Ahora en la calma de Elíseos contigo conversa sobre el jinete de cobre y los vientos africanos – Pushkin”. Como Nabokov, siento nostalgia por la Rusia que amé. Como él, suspiro por la “Rusia sombría”. Por ello deseo que perezca, que desde la frontera de Kharkiv, mirando hacia Voronezh, se vayan disipando los humos del fin del mundo. Tal vez entonces pueda tomar un tren a Tambov, ir camino de Penza, a los verdes prados según describía en 1993 mi amigo Semen, Simón. Invitaré a las hijas a visitarme, las llevaré a Crimea y les hablaré de historia, de frustradas cargas de caballería y de hermosas Roksolanas secuestradas en Rutenia para ser vendidas al sultán. Miraremos el crepúsculo mientras vaciamos en copas de cristal vino espumoso blanco, local, el famoso Shampanskoye Krimskoye. Abriré un libro y en la segunda página caeré dormido. Pondré oído al sonido de afuera al despertar: se acabó la guerra. Solo está el mar oscuro y antiguos marinos griegos cantan en coro loas a Afrodita.

20/06/2024
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Imagen: Igor Gusev

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