Pieter Brueghel el Joven |
De peste en peste, la humanidad avanza.
Unos dicen que Frau Troffea estaba maldita y que su maldición contagió a los demás, otros comentan que San Vito estaba olvidado por las gentes y castigó a la población de Estrasburgo, para que vuelvan a recordarse de él y vayan a implorar misericordia ante su imagen. Yo estuve ahí, pude ver como las personas se retorcían y meneaban el cuerpo hasta la muerte.
En la estrecha calle adoquinada donde vivía Frau Troffea, en Estrasburgo, un perro dormitaba en el calor del verano y el silencio solo era interrumpido por el zumbido de las moscas. No había música y Frau Troffea salió a la calle y comenzó a moverse como quien baila fervorosamente. Su marido, hombre tranquilo, alto y huesudo, - como los habitantes de toda la población de la región, en aquél momento, que estábamos sufriendo por grave hambruna, por la sífilis, la viruela que azotaban como peste - asumió que ella estaba bailando y le dijo que pare con esa tontería, ella contestó que no podía y él gritó ordenando, en vano, que pare. Ella no podía parar de bailar.
El hombre habló tan fuerte que parecía una bravuconada al oído de los vecinos que dejaron sus quehaceres para ver lo que ocurría en la calle al frente de la vivienda de Frau Troffea.
Ella comenzó a bailar precisamente el 14 de julio del año del señor de 1518, frente a su casa, al ver que no paraba, dos niños escuálidos de pelo rojizo, salieron a avisar por las calles aledañas la ocurrencia y los curiosos se amontonaban más y más, en la estrecha calle para ver el espectáculo que daba Frau Troffea.
Estuve espiando desde mi ventana, a tres casas a la derecha de los vecinos, ya que evitaba salir de casa, tal era mi debilitamiento por la hambruna del último invierno. Puedo afirmar que no tardaron ni siquiera dos horas, para que otras mujeres se unan a su silencioso baile con movimientos tan exagerados, como si varios músicos estuviesen animándolas.
Nosotros, los habitantes de las márgenes del río Rin, desde tiempos inmemorables, tenemos miedo a los demonios y santos que nos infligen una terrible danza compulsiva. Pero cuando todo empezó, nadie se dio cuenta de lo que pasaba. Nadie pensó en santos o demonios, algunos de los espectadores estaban perplejos, la mayoría reía a carcajadas y de a poco otros se unían al imparable baile.
Frau Troffea continuó danzando durante horas hasta que, exhausta, se desvaneció; durmió brevemente, se levantó y de nuevo empezó a danzar. Tras tres agotadores días de baile, prácticamente, ininterrumpidos, su marido logró inmovilizarla y la llevó a un santuario en las montañas de los Vosgos para intentar curarla. En el santuario de san Vito, después de algunos días, se curó Frau Troffea, empero, el baile se había diseminado como peste por toda la ciudad.
En la primera semana había treinta y cuatro personas danzando, el baile se tornaba epidémico a simple vista; en un mes, había cerca de cuatrocientos danzarines que, de a poco, empezaron a morir de ataque al corazón, eventos vasculares cerebrales o agotamiento, tomando en cuenta que todos estábamos muy débiles por la hambruna del invierno, la situación de agotamiento se recrudeció entre los bailarines. Los médicos locales, descartaron causas astrológicas y en su lugar anunciaron que la epidemia se debía a una enfermedad causada por un aumento en la temperatura de la sangre, o sea, la sangre recalentada, hacía con que las personas obrasen de aquella manera. Pero, también había quienes creían que la epidemia del baile era por posesión demoníaca.
Mientras la atroz epidemia del baile crecía, hombres y mujeres de todas las edades se unían a la tétrica escena y bailaban salvajemente sin parar, algunos gritaban cosas ininteligibles, otros pedían ayuda y unos cuantos se desnudaban gritando y saltando como si estuviesen en una especie de infierno. La ciudad de Estrasburgo parecía un manicomio, además, empezó a oler a muerte, a sexo y a miedo.
Yo no podía alejarme de mi ventana en los primeros días, era aterrador que pueda ser un baile imparable, miraba atónito todos los descalabros que ocurrían en nuestra calle angosta y empedrada. Después, anduve por todas las calles y mercados observando los bailarines y los otros. Las personas tenían los pies hinchados y sangrantes, aun así, seguían bailando bajo el sol del verano y desprendiendo de sus cuerpos nauseabundos olores producidos por tanto movimiento en tan agobiante calor. Eso no era todo, las mujeres embarazadas, no querían bailar, pero no podían parar y expulsaban de sus cuerpos los fetos de todas las edades, antes de caer en letargo o muertas por el sangrado y el agotamiento. Los perros y los puercos, se peleaban por el festín, mientras los que miraban corrían para auxiliar a los caídos.
Parecía mentira, pero era verdad… Creo que no se ha visto el infierno instalado en la tierra como en aquella ocasión, exceptuando las guerras. Las autoridades de la ciudad, creían que, si las personas bailaban día y noche, se mejorarían. Entonces, abrieron dos mercados e incluso construyeron un escenario y contrataron músicos para mantener a los enfermos bailando, con la ilusión de que se curarían más rápido. Pero tal, no se dio.
Pienso que Dios, había dejado de mirar a la tierra desde la sequía del año anterior, por eso hubo tanta hambruna… Después, desnutridos y desesperanzados, los habitantes de la ciudad entraron en aquella actividad frenética y compulsiva. Muchos decían que era el fin del mundo, que todo iría a acabar y siguiendo esa lógica los que no bailaban, tenían relaciones sexuales desenfrenadas a manera de gastar todos los pecados que pudieran tener en la vida. Otros, en la misma lógica apocalíptica, cargados de miedo e irracionalidad, se ahorcaban temiendo el juicio final.
A lo largo de agosto, cada vez más personas se sintieron presa de la misma terrible obsesión. A principios de septiembre, el baile comenzó a disminuir. A fines de septiembre, cuando terminó el espantoso baile, cientos de personas estaban desconcertadas y desconsoladas, dedicándose a la oración y al silencio, para olvidar el baile del verano de 1518.
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