Amalia C. Cordero Martínez
Y si pasara ese tren, como criatura mitológica que se transforma
en dragón de hierro y vuela, incendia mi pasado,
me lleva hacia otros amaneceres, amores nuevos,
latitudes con otros tonos de libertad.
Abel González Fagundo / Cuba
…son ruidosos, asustan por su volumen y no tienen nada de poéticos, pero me hacen recordar. El tren de mi infancia se anunciaba desde lejos con el canturreo de su corneta que se volvía estrépito al acercarse. Cubría la ruta Habana-Guane, atravesando la provincia de Pinar del Río. Desprendía un olor agradable, aunque no podía definirlo, quizás porque el combustible era carbón de piedra que nunca lo había visto. En su combustión deshacía una estela sobre el caserío ‘’como una cabeza de humo alborotada.’’ Su llegada fue suficiente movimiento para despertarme, apenas a las seis y diez minutos e involucrarme en el asunto del significado de la puntualidad con la que, además, se organizó el horario de vida y la jornada laboral de los vecinos. De aquella época soy un espejo. Reflejo mi cabeza recostada a uno de los rieles donde,’’vibrantes al oído, golpeaban al corazón todos los trenes del mundo.’’ Ahí emergieron mis alas para alumbrar cierto empoderamiento entre la estira y encoge de los goznes, los saltos y vapuleos de los vagones, con la fe de que nunca encontraría obstáculo que no pudiera salvar.
Asocio los trenes a una imagen que no quiero perder: mi padre acudía al tren cada amanecer, para ir al trabajo. En los días en que, a las seis de la mañana, aún era oscuro, él sostenía un trozo de papel en su mano. Cuando la locomotora asomaba por la curva, junto al palmar, él encendía su papel y con la mano en alto, hacía señales. Yo, pequeña, no tenía idea del por qué de aquella práctica. Algún uso tendría. —Pensé muchas veces. — Dijo: es sencillo, cuando el maquinista divisa las señales sabe que estamos esperándolo y comienza a aminorar la marcha. En los días no laborables otros se ocuparon de no romper la costumbre. El tren era lo más factible para nuestros viajes por la cercanía al batey y porque, en el tren, siempre cabe uno: —Decía mi madre.
El convoy ferrocarrilero se detenía en todos los apeaderos o paraderos como se les llama, siempre hay alguien esperando. Los apeaderos son construcciones con un techo, tres paredes y un asiento a su alrededor. En ellos nos resguardábamos del sol o la lluvia, durante la espera. Se estremecían con la llegada de la locomotora y su vagones. Entre las vibraciones y el ruido, me resultaba más tenso subir la escalerilla. Me disputaba la ventanilla con mis hermanas, no quería perderme el disfrute al mirar los campos, que a mi mirada, venían de regreso y también poder detallar de cerca la estación más grande del trayecto, la de San Luis, típica de la época de los inicios de este transporte en Cuba, en el siglo XlX. Aún conserva los pies de amigo de metal que sostienen el techo y sus paredes rústicas salpicadas con cemento y las anchas puertas pintadas de azul. En esa estación siempre hay muchas personas esperando y como si fuera inherente al lugar, los que bajan se enredan con los que han comenzado a subir. Se empujan forman un amasijo en el que chocan con los paquetes, se sienten exclamaciones, todos conversan a la vez. Eran los pasajeros de tramos cortos como mi familia, con toda una gama de bultos. Los pasajeros de tramos largos iban hasta la Habana, la capital, o las poblaciones cercanas a ella. Tenían a su servicio trenes de precios más caros y mejor confort. La mayor distancia de nuestro viaje era a la casa de los abuelos, distante unos treinta kilómetros.
Era una fiesta tomar el tren. Mi madre nos ponía el vestido y los zapatos de salir. Ya dentro de él llegaba una sensación de placer al descubrir que dentro de aquella fortaleza me abría paso. Disfrutaba entrar a otro espacio ajeno al habitual y ellos con su cúmulo de movimientos y sobresaltos lograron que en mi itinerario fuera feliz, pero la expectativa crecía al acercarse el tramo donde se atraviesa el pequeño Río Feo. Lo salva el puente de hierro con barandas entrecruzadas que exhiben más de un siglo de óxido. Muy cerca del cruce ya no podía hablar. El rechinar agudo de las ruedas contra los carriles estremecía los dientes, ya apretados por los músculos tensos. Lo que seguía, en detalle, era el repiqueteo de las ruedas sobre los polines: tacatacataca, como si los fueran tirando en ráfagas. Parecía que nunca terminaría el cruce. El estómago se contraía y por momentos quería desprenderse. En ese instante hundía mis manos en el vientre para tratar de inmovilizarlo.
En mis historias ferrocarrileras hay otro tren que va conmigo; me llevó al lugar donde entré a otro momento de mi vida alejada de aquel de las madrugadas y las tardes, donde mis ilusiones planearon vuelos fantásticos sobre los ‘’caminos de hierro’’ atravesando fronteras. Tenía asientos rígidos de madera, y para agregarle males, estuvo demorado siete horas para arribarlo hasta que al fin comenzó a llenarse de jóvenes en la Estación Central. Encaminó el rumbo siguiendo las manecillas del reloj y continuó recogiendo sus imberbes pasajeros en las estaciones provinciales. Su destino era el lugar donde estudié el primer año de mi carrera para maestra, allá en el extremo oriental del país, él me llevó hasta el pie de la Sierra Maestra. El recorrido duró treinta horas colmadas de nuevas conversaciones, zarandeos y saltos, de sentarnos hasta en los brazos de los asientos. Si dormí no me acuerdo; caminábamos de un lado a otro, del primer vagón al último. Los profesores responsables del viaje habían advertido que era peligroso. La prohibición se volvió un desafío, entonces los vigilábamos y allá íbamos. Fui de las que más tarde se arriesgó.Al cruce de un vagón al otro temblaba hasta que al fin, aterrada pasé por encima del hueco, pero lo logré.
Mirábamos afuera donde el sol se excedía en su brillo, pero dentro, rebosado de personas y movimientos, la luz no podía circular. No sabíamos cómo sería el campamento ni el punto exacto de su ubicación. ¡Tantas incógnitas! Al final, absorbí la fuerza de empuje de aquel tren expreso, con su carga de primavera y barrí las traviesas que aparecieron adelante y me gradué. Lejano en el tiempo tomé otro que venía para traerme a esta ciudad donde vivo, muy curioso su proceder. Era el único en el país que entraba de espaldas para poder salir de frente, una atracción que distinguía al pueblo.
Ahora ‘’en la segunda infancia, que es mi primera vejez,’’ veo de lejos mis trenes, los atraigo y vuelven todos conmigo. “Se convierten en un río de escándalos,’’ se asoman por la curva del palmar en la madrugada y mi padre, pasajero eterno, continúa encendiendo un trozo de papel que agita como señal para que el maquinista, aminore la marcha y se detenga justo a mis pies, me lleve a viajar y me traiga de regreso. Como ellos, he corrido la vida a toda máquina, dejando una cabellera de humo que esparce olvidos, recuerdos, huellas, para ir dejando estaciones y llegar a esta de hoy. Ya no es una opción creerme dueña del mundo dando saltos entre ruidos endemoniados, aunque añoro volver sobre uno de ellos. Espero el choque de sus hierros ‘’como un silbido de nostalgia.’’
1 Comentarios
Muy lindo escrito este de nuestra querida amiga Amalia Cordero
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