Márcia Batista Ramos
“Nada es más fácil que censurar a los muertos.” Julio César
“Si nada nos salva de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida.” Pablo Neruda
Nadie pudo saber con certeza la causa de la muerte de doña Luisa y de don José. Con ellos, se murió su amor y los planes que, tal vez, tenían juntos. Los familiares no quisieron que se haga autopsia y pasaron plata a hurtadillas para que la policía libere los cuerpos ahí mismo, a la orilla del camino. Era tanta la vergüenza, que no querían profundizar en detalles haciendo autopsia. En una camioneta llevaron a doña Luisa envuelta en una frazada, para bañarla en su casa y alistar su velorio. En el camión, ahí donde los encontraron, llevaron a don José para velarlo en su casa.
El tiempo borra la muerte con su mano de ausencia, asimismo, desaparecen las manchas del pasado. Los impíos, los pobres, los desesperados están todos a la derecha de Dios. Seguramente, también lo están doña Luisa y don José, almas benditas.
Lo sorprendente eran las caras de los viudos. En los velorios y respectivos entierros se los veía bajo la influencia embriagante del alcohol, porque era la única manera de soportar el doble dolor. No sabían que eran engañados. No esperaban una muerte tan sui generis para sus consortes.
En los rincones la gente susurraba que no pensaron en sus hijos, ni en sus parejas y que sólo podía ser castigo del cielo. Destinos truncados por ser pecadores. El marido era hombre bueno, no sabía enojarse con doña Luisa…
No pasa mucho tiempo de lo ocurrido, aun no es un año, sin embargo, hasta hoy persiste cierta confusión en torno de la muerte de los amantes. Se quedaron muchas dudas por explicar, porque ellos salieron de Sabaya en el camión de don José a las cinco en punto de la tarde, contó que los vio don Eduardo, testigo idóneo, cuyo camión estaba detrás de ellos en la aduana de Sabaya y después les pasó cuando pararon en Huachacalla.
El tramo no es largo hasta Huachacalla y según las declaraciones de los testigos, los vieron cenando ají de fideos en la pensión de doña Ceci, mientras hablaban y reían con mucha complicidad. Existen algunas contradicciones en las declaraciones de los testigos, algunas lagunas y falta de claridad sobre si alguien se acercó a hablarles en la pensión de doña Ceci o si compraron algo de las vendedoras ambulantes, antes de volver a subir al camión.
Los respectivos viudos, inconsolables y a la vez muertos de la rabia – aun que dicen por ahí que es pecado tenerle rabia a un muerto-, no querían pensar en lo ocurrido, apoyados por vecinos y parientes, se mantenían intransigentemente callados. No se sabe, repetían una y otra vez, cuando preguntaban la causa de los descensos.
El camión de don José paró antes del cruce Ancaravi, todos le pasaban y no veían nada raro, excepto que el día clareaba y había que descargar la mercadería en Oruro. Como nunca llegaba don José, con su camión, el dueño de la carga decidió darle alcance en la tarde, a la hora del fuerte ventarrón. Llegando donde estaba parqueado miró a dentro de la cabina y no había nada, pero más al fondo, en el camarote, parecía ver dos cuerpos. Llamó a la policía a la esposa de don José y la noticia había corrido más rápido que el viento altiplánico, armándose el espectáculo…
La verdad es que el momento en que la muerte los encontró fue sin testigos. Empero, la forma en que fueron encontrados a la tarde del día siguiente, generó muchos comentarios sobre aquellas muertes en la agonía de la noche, cuando en hora dudosa y en condiciones discutibles, en el momento en que la luna se deshizo sobre la planicie altiplánica, apenas con sus demonios como testigos mudos. Murieron…
No se sabe si fue locura o si fue amor, pero lo inesperado les sorprendió, nadie sabe lo que pasó, pero los encontraron en el camarote del camión, con rostros felices, cuerpos helados. Si. Ellos estaban allí, inmóviles, desnudos, muertos, ben abrazados y encimados, en plena cópula.
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