El amorío de Barbie


Márcia Batista Ramos

El mundo es ancho y profundo. Tiene miles de historias sueltas en el aire y existe gente dispuesta a contarlas sin pelos en la lengua.

En el mundo hay Barbies que no vienen de la fábrica de juguetes Mattel. Existen Barbies altas y chaparritas, flacas, gordas y chiquititas, solteras, viudas y divorciaditas, feas y de caras bonitas… En fin, en el mundo hay una Barbie para cada gusto, pero, en el centro de América del Sur, entre los paralelos 57º26′ y 69º38′ de longitud occidental del meridiano de Greenwich y los paralelos 9º38′ y 22º53′ de latitud sur, hay una Barbie única, que no reivindica la libertad como en la campaña de Mattel, dónde la creadora de Barbie, Ruth Handler, recuerda que, «tú puedes ser lo que quieras ser». Ya que, para Ruth Handler, la muñeca Barbie siempre ha representado a una mujer que elige por sí misma.

La Barbie en cuestión, apareció en los medios custodiada por un hombre que le decía cuando ella debería hablar, contando su historia donde el amor con el primer mandatario – hombre casado, por cierto- parece algo cotidiano y frívolo como tomarse una gaseosa fría, en un día de calor, en un anuncio televisivo.

Barbie quería ser dignataria de Estado y dijo que, para conmemorar el nuevo cargo, se dejó seducir por su futuro jefazo. Y cuenta, que, en el palacio presidencial, «pasó lo que tenía que pasar» y después del sexo, vino el romance que duró seis meses, pero un embarazo, sin el consentimiento del padre, hizo que el romance termine sin adiós, sin cargo, sin nada.

Empero, estando Barbie en la calle, como en un melodrama barato, una movilidad blanca, sin placas, la atropella y ella pierde el feto que llevaba en el vientre, que si hubiera nacido le daría el poder de torcer la mano del primer mandatario y ser una reina entre tantos plebeyos.

La complejidad, la ambivalencia y los matices surrealistas con sus imágenes irracionales y oníricas salta a la vista cuando habla la Barbie sobre el disfraz de taxista, fetos y otros juegos de poder. A medio relato, de un romance consensuado, recordé a Hemingway que en el cuento “Colinas como elefantes blancos”, relata una conversación entre una joven y su pareja cuando él le menciona la “operación”: “─Y piensas que estaremos bien y seremos felices. ─Lo sé. No debes tener miedo. Conozco mucha gente que lo ha hecho. ─Yo también, dijo la muchacha, Y después todos fueron tan felices”, antes del final. Empero, según Barbie, no hubo una conversación. Entre lágrimas, ella relató el suceso del auto blanco que no tenía placas, que la atropelló –al parecer, intencionalmente- para provocarle la pérdida.

Me hubiese gustado que antes de aparecer ante las cámaras, por lo menos, Barbie hubiese leído algo sobre las representaciones de interrupciones forzosas de embarazo, para, limitadamente, hacer un poco creíble su relato. Honestamente, la crudeza hace daño en las entrañas de quien relata y de quien, como yo, que al no tener nada mejor que hacer, observa la pantomima.

¿Por qué tendría que esperar un roce literario con Lorrie Moore, Ariana Harwicz o Sara Gallardo de alguien que dice todas las bobadas que dijo la Barbie ante el planeta?

Tal vez, la Barbie en cuestión, no sabe que la Barbie de Mattel, en las novelas de Random House, asistió a la secundaria Willows; mientras que en los libros Generation Girl, publicados por Golden Books en 1999, asistió a la escuela secundaria ficticia Manhattan International, localizada en la ciudad de Nueva York. La Barbie del asunto, pensaba tener aptitudes para ser dignataria de Estado sin poder distinguir la V de vaca de la B de burro. La ficción siempre se queda chica ante la realidad repulsiva que nos rodea. “La importancia de no entenderlo todo”, es un libro de artículos de Grace Paley, que no tiene nada que ver con el amorío de Barbie.

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