Amalia Cordero
Corrí junto al sol por el laberinto citadino de disímiles arquitecturas, para disfrutar un sorbo de aire puro, a la luz de la luna. Un buen día en el que pensábamos que no había otra salida, encontré un aire que no se fugaba entre rendijas. Me alcanzó, cargado con la humedad del salitre y el sabor del agua de mar, en una insospechada circunstancia, al aparecer una oferta de trabajo. Hacía dos años que habíamos llegado a la casa de los suegros, corría mil novecientos setenta y dos. Ellos debieron hacer un gran esfuerzo para asimilar cuatro personas, entre las que venían dos niños muy activos, a disolver el silencio, pero esta fue la primera solución que encontramos para acercarnos a la familia. Debíamos mejorar la calidad de vida que teníamos en otra provincia. En esa primera pausa de nuestro viaje se diluyeron los inconvenientes que nos trajeron hasta este lugar. Encauzarnos de nuevo fue un proceso para recordar. Rodeaban el caserío elevadas montañas, entre las que desfilaba una brisa con olor a bosque húmedo y un río que se les escurría en la base, pequeño durante la sequía, estruendoso y amenazante durante las crecidas. Todos conjuraron para un clima sin grandes variaciones que daba vida a un remanso compartido con cuidados jardines en cada vivienda. En ellos y en la decoración, las mujeres descargaban su energía creadora. No tenían otra labor para realizar por no existir centros laborales suficientes, solo una tienda, una escuela y un consultorio. Los hombres en la agricultura. Un paraje para echar anclas al disfrute espiritual.
A pesar de lo atrayente del lugar, otra oportunidad acababa de aparecer. Si íbamos a trabajar como profesores de la escuela de Mar y Pesca, ubicada en la Ciénaga de Zapata, nos facilitaban una vivienda. No faltaron quienes alertaron sobre nuestra decisión. Aseguraban: las condiciones serán muy duras por la lejanía, los mosquitos, los cangrejos. Añadían otras historias que han viajado, en la oralidad pueblerina, cargándose con escenas espeluznantes. Sobre la ciénaga había leído: «Es la Ciénaga un insólito pueblo dentro de la sociedad cubana (...) con costumbres primitivas, pueblo sujeto a grandes privaciones y peligros constantes. Poco se conocía de aquel territorio olvidado del sur de Cuba. Tembladeras, naturaleza virgen donde la población vivía en precarias condiciones. Después de una noche dominada por el enigma al que nos enfrentaríamos, se daba el viaje. Playa Girón nos recibió bajo el sol de junio, en medio de hileras de bosques a las orillas de la carretera, el azul del mar caribeño con su rumor y la brisa cargada de sales que se quedaban en la piel. Era la incógnita despejada. A nuestra vista se exhibía el diente de perro agredido por la espuma de las olas sobre la filosa superficie que anuncia defensa, la arena pedregosa junto a la playa, cocoteros, la uva caleta con sus ramas como brazos abiertos, los almendros y los pinos con su sinfonía. No era ni el fin del mundo ni un punto inhóspito. Me extasió el contraste. La imagen de lugar tenebroso, comenzaba a disiparse. Amalgama de muebles y utensilios: la cama de hierro del matrimonio de mis suegros, una mesa auxiliar que usaban ellos en la cocina y dos taburetes. Varias ollas donadas y un fogón nuevo nos permitieron comenzar con un mínimo de lo imprescindible. Por mucho tiempo constituyeron parte del cimiento familiar. Vaciar el camión fue fácil. Se unieron muchos brazos para abrir los espacios. La primera vivienda, apenas una habitación, una cocina y un baño: especial para una estancia veraniega, no tanto para vivir, pero la independencia que nos proporcionaba ampliaba el espacio que las paredes limitaban. En aquel momento era lo máximo, aunque no dejé de ir seleccionando en silencio, de las demás cabañas la que me gustaba para mejorar. Tuve suerte. La que escogí fue la que me asignaron unos meses adelante. La escuela era el centro cultural de mayor nivel de toda la Ciénaga y una importante fuente de trabajo. Los alumnos también ocupaban cabañas. Mezclados, creció un pueblo con los profesores, sus familias y el resto de los trabajadores que, como nosotros, vieron resuelto un problema. Comenzaba así una nueva vida, no exenta de las costumbres y tradiciones de nuestros ancestros más cercanos. Era una comunidad de jóvenes, con familias recién creadas, en las que había por lo menos dos niños pequeños. Estuvo de moda el espíritu emprendedor que echaba a andar todo lo que nos propusiéramos. Nos ayudaba el entorno: pleno año 1973, el país comenzaba a recuperarse de una difícil etapa que se había iniciado en 1968. Las tiendas habían dejado de exhibir exclusivamente carreteles de hilo. Poco a poco íbamos resolviendo necesidades, aunque todavía se rifaban los números para ordenar la cola de comprar los juguetes de los niños una vez al año. Pero la Ciénaga tenía una situación más favorable, allí distribuían una canasta más surtida, aunque las frutas, los aguacates y algunas viandas debían buscarse a sesenta y dos kilómetros, en Jagüey Grande. En las noches nos habituamos a sentarnos en el anfiteatro, sobre sus asientos de concreto sin espaldar para asistir al cine móvil. No exagero, en dos años una buena parte de las películas clásicas, que llegaron a Cuba, las proyectaron allí.
Todos los alumnos varones becados y la mayoría de las profesoras muy jóvenes. Durante el curso escolar no podíamos bañarnos en la playa. En el aula eran muy disciplinados, se preparaban Pilotos de altura y Maquinistas. El primer entrenamiento era teórico para identificarlos con la vida de navegantes. A las casas donde vivían les llamaban sollados, por demás, las habían deteriorado. Les entregaban los bolsos marineros para las prácticas: unos sacos redondos de lona. Se amarran con un cordón de los que se usan para pescar. O, mejor dicho, un cabo. Les decían, jolongos. Desprendían un olor muy fuerte, sobre todo después de las travesías, que duraban más de un mes. A mi clase de Geografía asistirían los Pilotos de altura. ¿Pilotos? ¿Y qué manejaban ellos? No quise pecar de insuficiente. Tuve paciencia. Fui escuchando. Sutilmente, completé el concepto de que eran los que manejaban el barco y no un avión. Debían conocer Geografía, para saber dónde andaban.
Los Pilotos de altura se distinguían por una mejor presencia y mayor preparación cultural, más ávidos de conocimientos. Tuve que estudiar. A uno de ellos le gustaba intercambiar con los profesores. Nos llamaba por el nombre de la asignatura y, si había una visita de inspección, colaboraba mucho para que todo saliera bien. Los maquinistas se distinguían por ser menos cuidadosos con la presencia, o tenían menos posibilidades de mantenerla por las prácticas en los talleres donde abundaban la grasa y el petróleo. Serían los mecánicos del barco y sus asignaturas fundamentales las técnicas. Ninguna profesión podía realizarse sin la otra, pero se diferenciaban muy bien a simple vista. Disfruté aquella experiencia y la de más de doscientos marineros, que surcan los mares del mundo para que pudieran identificar los lugares que les describí durante las lecciones. A varios los he vuelto a encontrar, mejor me han descubierto ellos. Lo aprendido de mis clases quedó en el surco de la memoria para que me reconocieran. Hemos vuelto a hablar de penínsulas y mares, de puertos y bahías, sobre todo, de los valores del hombre puestos a prueba en las condiciones más difíciles. En aquel lugar se licuaron las expectativas con la realidad y me dieron la naturaleza y la vida con un maravilloso abanico de variedades y matices, no exentos de unos cuantos sustos.
***
Desde que llegamos a Playa Girón, los mosquitos alistaron sus armas y agresivos la emprendieron contra nosotros, forasteros recién estrenados. No valía que los elimináramos en gran número, cuando los enfrentábamos a manotazos continuaban apareciendo hasta que, entrada la noche, el embate cedía. Convivir con ellos fue difícil y, por más que lo intenté, no pude adaptarme a su forma de alimentarse. Los evadía procurando presentarles combate el menor tiempo posible, en lo que ayudaron las mallas en las ventanas. Mis dos hijos, de cuatro y cinco años, acostumbrados a corretear fuera de la casa, decían no sentir las picadas. Nuestro motel estaba junto a la playita que queda entre la costa y el rompeolas, sin peligro, muy bajita. Nos separaba de ella un bosque de pinos. Daban cobija a innumerables insectos y proyectaban sombra. Un día, absorta en la vorágine del trabajo, perdí la noción del tiempo. Al reaccionar descubro que hacía rato no veía a los niños ni los oía correr o discutir, comportamiento muy frecuente en ellos. Salí muy rápido a buscarlos. Fueron minutos en los que me inventé imágenes de la peor desgracia. Los llamaba y no respondían. Se me unieron los vecinos. Nos separamos en varias direcciones, el corazón con sus latidos me ahogaba. Llegó el momento en que no atinaba a gritar, hasta que a punto de desfallecer, los divisé sentados bajo un pino. Hice silencio. Me desplomé en el suelo y me quedé observándolos. Cada uno tenía un brazo apoyado sobre las piernas. Observaban fijamente los insectos posados. Al regreso de su aventura contaron. Habían planeado cazar algún mosquito para saber cómo se alimentan. Les costó lograrlo. Volaban constantemente. La oferta del menú fueron dos bracitos que se quedaron muy quietos, en ningún momento escucharon nuestros llamados. Durante la espera un enjambre sonoro los rodeó: las hembras vampiras, tras el pinchazo, succionaron. Ellos vieron la sangre inflando sus panzas: una revelación de lo que imaginaron magia. En las tardes llevábamos a los niños a nadar un poco. Mientras aprendían hicieron un descubrimiento: por momentos sentían chorros de agua muy fríos que se elevaban desde el fondo y ascendían entre las aguas tibias. Tuve que buscar la explicación del fenómeno. Atentos escucharon que el agua era dulce, de la que permanecía dentro de estas tierras muy húmedas y que los chorros eran manantiales submarinos. Lo más difícil fue tratar de convencerlos de que la explicación era cierta. A pesar de su incredulidad inicial, fue muy agradable escuchar cómo explicaban el fenómeno al resto de sus amigos: se habían convertido en serios comunicadores y yo en una colaboradora de la difusión de las intimidades descubiertas a la naturaleza, un convite más para continuar de aventura. De mi estancia en el lugar lo que nunca llegué a ver fueron las tembladeras, por estar muy alejadas de la costa. Los que nos alertaron de peligros no conocían que esta zona es prolífica en una vegetación que da abrigo a importantes especies endémicas y aves peregrinas que migran, desde cientos de kilómetros, huyendo del frío de sus países. De esos valores, no me reseñaron. Queda aún mucho por contar de aquellos casi tres años. Durante ellos espigué sensaciones de arraigo. Mis raíces invadieron la turba de la Ciénaga como un árbol bien plantado y se alimentaron para que coincida con el criterio de muchos: el que ha vivido allí, se la lleva cuando se va. Tras nuestro propósito inicial, otro buen día volvimos a recoger lo material de nuestras vidas, lo espiritual brotó en nostalgia. Al cerrar la puerta de aquella casa prestada dejé a buen resguardo las huellas sobre las paredes, los olores del amor y el agradecimiento a ese nuestro primer hogar. Asistía a la despedida de una etapa para esta península y al umbral para el reinicio de la explotación turística de sus paisajes. En el nuevo lugar nos esperaba una casa propia. El día que partimos, antes de subir al auto que nos transportó —uno de mis hijos preguntó —¿Podemos regresar por la noche?
Amalia Caridad Cordero Martínez / Cuba
Publicado en Antología Mujeres de Elipsis Editores, Colombia 2021
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