Llueve


Llueve y la línea del altiplano se difumina, se pierde entre las nubes, se alarga la raya hasta el infinito donde también llueve porque llueve y llueve en Antaqawa, llueve en Achocalla, llueve, más allá, en Pucarani y en Peñas, debe estar lloviendo en Vietnam -desde donde me mensajea el Ignatius tomando una cerveza marca Saigón-. Seguro que lloverá también en Laos

Llueve, como llovía, aquel 17 de noviembre de 1972, cuando el general Perón, rompiendo todos los cercos, volvió a su patria, de la que estaba exiliado y proscripto desde 1955 cuando el golpe de los gorilas, y los compañeros para llegar al aeropuerto de Ezeiza para recibirlo, se lanzaban a cruzar a nado el río Matanza que estaba crecido y fatal porque llovía y llovía, como cantaba Favio

Llueve y el tiempo se suspende: la hoyada se sumerge en una irrealidad nutriente donde los muertos reviven y es fácil imaginarlo al Julián Apasa sublevado, cercándolos, altivo, mirándolos desde arriba, desesperándose los de abajo, invocando hipócritas a su dios para que acabe con los indios alzados, los desaparezca, los aniquile: es el karma de la ciudad no- ciudad y se huele más cuando llueve y llueve

Y llueve, llueve en Santa Bárbara, llueve adentro de la casita del Guille y llueve sobre la poética de aquellos, como él, que la escribieron con ardor, con amor, a la ciudad desde la altura que se estiraba hacia la entonces irredenta Llojeta, hacia sus altos de las ánimas, hacia los faldeos de la montaña mágica que la corona y la imanta y ahora que llueve, en medio de las brumas y el destino, está más cerca… Tata querido, estás más cerca… Gastón diría: vámonos, Pablo, vámonos a caminar, vámonos a perdernos en la lluvia.

Pablo Cingolani
Antaqawa, 17 de noviembre de 2024

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