Bendita Santa Apolonia, patrona de pies y calzados, protégeme, aunque ahora vaya descalzo, he perdido mis botas cuando casi pierdo la vida vadeando el río de las esmeraldas que me dejó en pelotas y a pata, pero agradecido por tu dicha derramada sobre mí para que siga andando por los caminos del Amado Príncipe Poderoso del Cielo, invocando siempre tu amparo y tu clemencia y que alguien se apiade de mí y me procure alguna labor que me permita agenciarme zapatos que las piedras lastiman y me hacen doler
Gloriosa dama celestial, Santa Aurelia de los Castigos, evítamelos, ya he sufrido demasiados: casi fallezco en el desierto de espinas, eran tan grandes como dagas y herían igual que ellas, unos bandidos me acosaron y se llevaron mi pluma que es lo único que poseía: no era valiosa sino por el sentimiento y por lo que me permitía anotar en los papeles que junto y rejunto en mis andares y que sólo testimonian la Gloria del Creador y su grandeza
Esa que casi me desgracia en el Cerro de la Sal a donde acudí presto para no desfallecer de hambre, de ahí, con algún socorro, me introduje, con la bendición de Santa Asunta de las Redenciones, patrona de los perseguidos, Santa Mercedes de todos los vientos, a favor y en contra, y la Santa Virgen de Loreto, defensora de mis ancestros, y mi Santa Bárbara eterna en mi corazón, en tierras cerriles, de monte alto, en los países de los chunchos, como los llaman, donde deambulé, por la Gracia de Nuestro Señor, muchos años, tantos que ya no recuerdo cuantos, pero donde siempre encontré amistad y sosiego, debo decirte, Santa Muriel Tempestuosa, porque sé que tú y sólo tú me cuidabas de las acechanzas de la selva y de los tigres que se escondían entre los árboles, más altos que la catedral de Amiens que vi de niño de la mano de mi padre
Allá, entre estos gentiles, no me habitaba el dolor ni la extrañeza. Los sentía prójimos como Nuestro Salvador nos enseñó y próximos en gratitud a Nuestro Padre y compañeros en la misma faena de vivir la vida de acuerdo a la naturaleza que Él nos ha brindado para que prosperáramos y seamos felices, guardo los mejores recuerdos de mi vida con ellos allá en las lejanías y de verdad, Santa Verdad de los Eriales, Santa Paciencia que me cuesta retenerte a mi lado, Santa Revelación que preciso, no sé para qué carajos volví sobre mis pasos
Como sea, por el designio que sea, porque no escuché los clamores de Santa Eulogia, patrona de los arraigos, estoy aquí, borracho y loco, necesitando de tu valioso auxilio, oh Jesús misericordioso, oh valiente Señor de los Arenales, oh Mi Hermano de sufrires y alegrías, oh mi compañero de allí donde me pierdo, pero donde siempre estás Tú, oh mi canción andariega y mi ruego a las nieves y a los abismos para que no me mutilen ni me devoren, oh tus silencios, oh, también, los míos
Padeceré, padeceré como el San Juan de Todas las Cruces, pero padeceré sabiendo que Tú me guías, padecer es vivir y vivir es amar y amar son esos árboles que añoro y a esos seres que amaban a los árboles y los volveré a buscar, calzado o no, porque, ahora sé que La Gracia es más fuerte que mis penas y mis miserias y que Esa Gracia es el don que me concedes y que así debo honrarte, honrarlo y honrarme y que aquí lo dejo escrito y que así sea.
Pablo Cingolani
Antaqawa, 21 de noviembre de 2024
[1] Vagabunda plegaria, también conocida como La plegaria de los peregrinos, fue hallada en un manuscrito de autor anónimo escondida en un baúl de cáñamos depositado en el templo de San Isidro Labrador, en Huaraz, Perú, y que se supone fechada a fines del siglo XVIII. La iglesia fue destruida por el trágico terremoto de 1970. Tomás Juvenal Ardiles, un poeta nacido en el Cusco, la incluyó en Faro andino, una revista de publicación eventual (1932-1935), que hallé en la sección de obras sueltas de la Biblioteca Nacional del Perú, en San Borja, Lima.
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