…mientras Europa quiere armarse
Caminaron desde Caserta, cada uno hasta sus pueblos. Todos cargando sus aventuras, sus desaventuras, sus miserias y sus esperanzas. “¡Mierda!, dijo Giovanni, hemos caminado más de seiscientos kilómetros viendo solo ruinas y escombros, y seres humanos hambrientos, esqueléticos y pelagrosos”, no había posibilidad a otra fuga. Botaron sus uniformes apenas salieron del cuartel, por miedo a los partisanos y por miedo a los alemanes; se pusieron los cuatro trapos civiles que encontraron en una casa abandonada. Estaban cerca de Capua. Siguieron el camino.
Sigo recordando. Mi padre se sentaba a un lado de la estufa a leña, sobre los redondos fierros que ardían iba depositando las castañas, no sin antes haberle hecho un dulce corte con el cuchillo que siempre llevaba en uno de sus bolsillos. Parecía un arte, ésta herida les permitía a las castañas respirar mientras iban cocinando, en unos quince, veinte minutos estaban listas, con un fierro las reunía y poco a poco las iba depositando en una bolsa de papel o en unos cuantos periódicos viejos, ahí las castañas seguían respirando su último aliento y se desprendía de la cascara. Era un placer abrir estas bolsas de papel y oler la fragancia a bosque, a última humedad del monte, a humo genuino. Un vaso de vino tinto acompañaba la noche, mientras empezaba a narrarme la crueldad de la guerra. Hasta mis trece, catorce años escuchaba estos relatos, luego el mucho ruido alrededor hizo desvanecer la inspiración, hizo degradar nuestra voluntad de oír.
En 1941, mi padre tenía veinte años cuando lo reclutaron para la guerra. Pensar hoy en lo que fue esta guerra, pensar en lo que significa una guerra, es así tan lejos de nuestra imaginación, y pensar que muchos de nosotros tenemos guerras a pocas distancias de nuestros hogares. Una vez recorrí en tren algunos de estos lugares, pude también caminarlo, y algunos de ellos logré pisarlos. Montecassino, huele aun a batalla, queda en el aire la atmosfera del terrible bombardeo del ’44, donde la Línea Gustav aun separaba los frentes de batallas; bajé en los Apeninos, entre las provincias de Bologna y de Florencia, para conocer un tramo de la que fue la Línea Gótica; en Roma un gran amigo me llevó a conocer el barrio de San Lorenzo donde en julio del ’43 los Aliados angloamericanos bombardearon el suburbio romano, devastándolo. Trágica ironía de la Historia, mi padre fue salvado por los alemanes aun aliados de los italianos, mientras Roma ardía bajo el fuego de los Aliados. Ares fue el dios de la guerra para los griegos, y Marte lo fue para los romanos, hoy no podemos aceptar más guerras para que haya poesía. Ya no hay más dioses para nuestro estado de ánimo.
Siguieron caminando. Caminos de campos, atajos para fugitivos, senderos ocultos entre abandono y miedo. Se acordaba del 10 de junio del 1940, el día que Italia entró en guerra. Recuerdo que voy enlazando a Vent’anni, estremecedor libro de Corrado Alvaro, la Gran Guerra en un Adiós a las armas italiano según Enzo Siciliano, de como un joven de solamente veinte años vivió la guerra. Donde está el dolor de una época, el trágico estado de ánimo de la juventud de entonces, y el horror.
Tobruk era su destino, esta narración se desplegó durante varias noches al inicio de un invierno. Antes de partir desde el puerto de Nápoles, les hacían oír músicas marciales y la estridula voz de Mussolini, ya percibiendo que iban a enfrentar la parte más dramática de sus vidas. Me habló de la travesía del viaje hacia la costa africana, quien la pasó muy mal, vomitando hasta las vísceras y quien, presintiendo cuanto le esperaba, se fue emborrachando para no sentir el dolor de la inminente catastrófica derrota. No tuvieron ni el tiempo para imaginar una playa, deslumbrar la tierra primordial que recibieron una bienvenida de fuego. Entre los bersaglieri pocos sabían nadar, y los pocos que sabían hacerlo no fueron de garantía de salvataje para quien no sabía hacerlo. Mi padre salvó aun oficial que tampoco sabía nadar, él era de un pueblo de los Alpes y para él era la primera vez que veía el mar.
Me puse a leer libros sobre este periodo histórico, Kaputt de Curzio Malaparte es una joya, todo cuanto escribieron Mario Rigoni Stern y Beppe Fenoglio, Tempo di uccidere dell’inmenso Ennio Flaiano, I piccoli maestri de Luigi Meneghello, donde comprendí realmente que “Las formas verdaderas de la naturaleza son formas de la conciencia”, Servabo de Luigi Pintor y muchos más.
Muchos de estos compañeros no tuvieron la suerte de retornar a sus casas, muchos no se volvieron e a ver nunca más, algunos lograron contar sus aventuras y sus desaventuras a sus hijos, algunos a sus nietos; la memoria se estrecha, engulle banalidades y sufre el olvido colectivo. Una vez en Rimini, siempre me contaba mi padre, eran los años ochenta cuando retornó a ver un camarada del 8° Regimiento Bersaglieri, habían transcurrido más de cuarenta años. Como hubiera querido estar en su estado de ánimo aquel día. ¿Cómo habrá sido aquel encuentro, qué habrán recordado, que se habrán dicho? La guerra, todas las guerras son iguales, algunas son más iguales que otras, pauta de George Orwell, que vale por los seres humanos cuánto vale por sus acciones.
Mi padre llegó hasta su pueblo natal, Cecchini. Encontró la misma miseria que había visto durante los más de seiscientos kilómetros caminados. La guerra es la peor expresión del hombre. Entonces iniciaron a cantar, y cantaban para olvidar, cantaban para recordar, cantaban para construir un nuevo mundo, cantaban siempre. Eran unos cantos alegres, ya despreocupados y simples, por un tiempo fueron también cantos fáciles, “Bella ciao” y “Mamma”, el inicio de un “romanticismo” que nos conduciría a otra época. Transformaciones que hoy saben a incredulidad, a retórica y a melancolía, a nostalgia y a entropía.
Seguía contándome que la Historia va tramando destinos trágicos, a veces absurdos, siempre increíblemente inexplicables. Se puede narrarlos, debemos narrarlos, con la seguridad y la certeza que mañana los tendremos que volver a escuchar, si tendremos la suerte de tener aun alguien que pueda hacerlo, sino leerlos con la esperanza de no mal interpretarlos. Hoy, la manipulación de la palabra permite también esta barbarie. En lugar de un epígrafe pondré esta frase como epilogo: “Los hombres no saldrán de la prehistoria hasta que vayan a morir en obediencia”. La vi muchos años atrás en una calle de la ciudad de Trieste, estaba escrita propio encima de una de las muchas plaquetas que se aplicaron a las paredes de esta ciudad, y de otras muchas ciudades, para recordar los jóvenes que fallecieron en la guerra. Un aire de brutal rareza recorre nuestro planeta. Volvamos a pisar tierra. Un relato de guerra está escrito porque demasiadas guerras hubo.
Maurizio Bagatin, 22 de marzo 2025
Imagen: La única foto que conservo de mi padre en el hospital militar de Bologna en el 1941 o 1942
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