Misterios del afligido

ROBERTO BURGOS CANTOR -.

A medida que el paso de los tiempos y lo irrevocable de los hechos en el inescrutable destino humano, nos conduzca a cambiar la marca que dejaron en los días los santos de la cristiandad, los acontecimientos de la historia, heroicos o viles, las vanidades de nuestro nacimiento, la conmemoración de una carga del corazón, amorosa o dolida, votaremos el calendario. No apretaremos en la brevedad de un año tantos asuntos y nombres que acumulan el polvo ruidoso de la historia. Tal vez seremos generosos y dedicaremos a cada recuerdo un mes y nos liberaremos del corsé ortopédico de los inflexibles 365 días y organizaremos por décadas las rememoraciones para que duren más que una velita de pastel de infancia.

En la formalidad de lo que tenemos volví a pensar, durante el día contra el maltrato a las mujeres, qué ocurría en el mundo para llegar a este extremo que se llenó de motivos para crear, incluso, una palabra referida a la muerte de las mujeres: feminicidio.

Así los viejos tratados de los delitos y los castigos definían: parricidio, uxoricidio, suicidio, magnicidio, infanticidio. Clasificación estadística según la víctima.

Ello me perturbó desde los años de estudios porque ahondaba las diferencias, también en la muerte. Como si eliminar a un ser humano no asesinará a todos. Nos disminuía. Nos envilecía. Nos acobardaba frente a la vida y su exigencia de dignidad y alegría.

Enfrentado a los retos de la realidad me acerqué a los seres de carne y hueso. Por supuesto encontré en el remoto y presente origen de los recuerdos que la primera mujer que me tuvo enfrente, fue mi madre. Repasé la época. Cada vez la veía más.

Sentí un poder de sostén del mundo en sus diversas manifestaciones.

No se trata de actualizar a los poetas de verso fácil y sentimiento necrológico. La esposa de Mao interpretando la revolución cultural, nos muestra la hermandad de los sexos en su condición. O Fedra, o Medea.

En la casa del Cabrero, mientras mi padre, como todos, atendía la vida de la ciudad, quien cuidaba el castillo de los embates del salitre, el viento húmedo que corroía cuanto acariciaba, y lo hacía con una destreza que nunca alteró las rutinas de la cotidianidad, fue mi madre. O la silenciosa lucha con la naturaleza, los mares de leva, que entraban por el patio y volvían la casa un puerto sin muelle ni embarcaciones.

O el talante liberal de la tía paterna que regentaba un hotel y enseñaba a sus huéspedes a comer muelas de cangrejo, cabezas de pescado, higadete con huevo frito encima, homenaje a la sangre africana. A disfrutar del Calypso que interpretaban los jamaiquinos cuando el Caribe, para Cartagena de Indias, era un mundo rechazado por la iglesia y por España.

Nadie más persistente en revelar el misterio del amor que las mujeres. Será esta incomprensión la que conduce a la torpe violencia, a preñar y negar¿?

Ay mamá por qué me pariste macho¿?

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