Cornejas de Bucarest

MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ -.

Al atardecer de la descalabrada Bucarest, miles de cornejas cruzan de manera incesante el cielo, pasan por encima del boscoso parque Herastrau, por el solitario Carol, por el doméstico Cismigiu –el del patinaje del invierno helado y de la nieve, y las colosales glicinas de la primavera– o, más lejos, sobre el cementerio Bellu, el de las leyendas siniestras y los monumentos extravagantes, y se instalan en las ramas a pasar la noche.

Dicen que las cornejas llegan desde las fértiles llanuras del Danubio, pero nadie da razón precisa del fenómeno, con los perros callejeros pasa lo mismo. Por la mañana han desaparecido, aunque todavía pueden verse algunas en los árboles viudos que dejó la destrucción de la ciudad después del terremoto de 1977, como los que crecen junto a la vieja sinagoga Mare y al templo Unirea Sfanta, el museo de la comunidad judía de Bucarest, que exhibe, además de documentos del horror de la Shoah rumana, el catalejo de Julius Popper, el bucarestino buscador de oro en Tierra de Fuego, criminal cazador de indios fueguinos y las monedas que acuñó en los confines del mundo.

Bucarest es una ciudad de bisericas muy hermosas y de sinagogas protegidas como fortalezas. Entre las ruinas del viejo barrio judío todavía cuelgan los coloristas cartelones del Teatro Hebreo, centro de resistencia contra el nazismo. Algo más lejos se escucha el sonido de los martilletes de la toaca, ese tablón que hace las veces de campana, como en la puerta de la recóndita biserica Radu Voda, la más antigua de Bucarest, rodeada del cementerio de sus popes.

Ése es un Bucarest que tiene poco que ver con el de los casinos non stop, los matones, las putas, las limusinas, las discotecas, las boutiques de Kalea Vivtoriei o de los alrededores del mercado Amzei, ni con el inevitable Palacio del Pueblo y su escenografía megalómana.

Hay un Bucarest golfo y nocturno y otro culto en teatros como el Act; y hay un Bucarest más popular, como el que asoma en los comercios de trajes de novia de Lipscani, en los alrededores del estadio del Dinamo y del Circo Globus; y aún otro, solitario, solemne y misterioso, el de las calles por donde vivió el escritor Eliade -Mantuleasa, Armeneasca, Mosilor-, que exhiben todavía el prodigio de la arquitectura Brancoveanu, del XVIII, y la racionalista o modernista de Marcel Iancu, uno de los fundadores del dadaísmo.

Como hay un Bucarest convencional que se asoma a una Europa neoliberal, pero que no logra apagar ese otro secreto, escenario de vidas que ya fueron, en el que abren sus puertas pequeños restaurantes que ofrecen carne de oso y en cuyos patios, a mediodía, se asan las albóndigas mititeis, cerca de las sibilas que iluminan los muros ahumados de la biserica Sfintilor que vio en su esplendor Paul Morand, no lejos del precioso café Ego y su camarera pelirroja.

Del mundo judío reprimido con extrema dureza en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial y en la época de Ceausescu, que redujo a escombros lo que fue el Bucarest conocido y descrito por Gregor von Rezzori en Memorias de un antisemita o por Mihai Sebastian, queda, además de las sinagogas, el cementerio sefardí, en cuyas lápidas truenan los nombres españoles.

A riesgo de tropezar con alguno de los miles de perros vagabundos que recorren sus calles, los mejores hallazgos de Bucarest están todavía en los patios traseros de las edificaciones, donde aparecen bisericas, casas racionalistas más o menos destartaladas, comercios, talleres minúsculos de oficios humildes: uno de los patrimonios arquitectónicos más ricos de Europa.


Bucarest es una ciudad de mercados populosos, como el Matache, con sus mostradores de vino, sus golpes de hacha de verdugo medieval sobre las piezas, sus cubas de encurtidos y sus tragos de licor de ciruela; o como el de Obor, con sus especieros y herbolarias, sus carros de tripicallería y sus montones anaranjados de embutidos, sus sanguinolentos pescados del Danubio y sus pozales de caviar. Era un lugar común entre los viajeros de los años dorados, como Paul Morand, que en Obor empezaba Oriente, un Oriente cada vez más desdibujado si no fuera por los tímidos minaretes que asoman donde menos te lo esperas. Obor, ahora mismo, con su mezcla de razas, sus gitanas fumadoras de pies descalzos y pañolones de colorines, vendedoras de lo invendible y de lo vendible.

Junto al gigantesco Obor salen y llegan los atestados autobuses de la inmigración, los de los sueños y las esperanzas que recorren media Europa, hacia el Oeste hecho Jauja: las calles menos frecuentadas de Dublín o los arrabales madrileños.

Bucarest y sus viajeros dorados del café y restaurante Capsa, como Morand o Agustín de Foxá, o del Athenée Palace, como los Bibescos y su corte ilustrada en la que figuraba el judío Mihai Sebastian. De aquel mundo queda alguna enseña, como la del Gambrinus, donde reinaba el dramaturgo Caragiale, en el bulevar Elisabeta. Todos los restos del pasado interbélico se los ha llevado por delante la especulación salvaje, la que a bandidos de la corrupción política nombra cónsules en España.

Bucarest fue una ciudad de pasajes de inspiración parisina, como el Macca, donde los cafés ofrecen narguilés, o el Pasajul Englesz, el de los antiguos prostíbulos de lujo, hoy una ruina, entre Victoriei y Academiei.


Ciudad de acusados y seductores contrastes, como contrapunto al pomposo artesonado del Circulu Militari, las fachadas de las calles Matei Millu o Campineanu siguen recorridas por los muchos impactos de bala de los combates callejeros de diciembre de 1989, cuya confusión reflejan bien las tumbas del Cementerio de los Héroes donde están enterrados tipógrafos, estudiantes, policías, militares, igualados por la heroicidad del momento. Al sol de invierno, no faltan mujeres arrebujadas que rezan junto a las tumbas y alimentan las velas. Enfrente, entre edificios de la época comunista, surge el minarete de la mezquita. Los turcos nunca se fueron del todo.

En Bucarest se derriba con furia, con prisa, y se construye con parejo empuje. Unos meses bastan para que el paisaje urbano cambie y para que no encontremos lo que habíamos dejado para la próxima. La ciudad que fue se desfigura y moderniza.

Bucarest es la ciudad del rabioso presente -cafés de diseño, acero y cristal en los espejos arquitectónicos donde se reflejan las cúpulas Secesión- y del recuento del pasado; una ciudad entre Oriente y Occidente, dicen, aunque Oriente haya ido poco a poco desapareciendo; una ciudad multiétnica, en la que conviven mal que bien armenios, griegos, húngaros, transilvanos, turcos de origen lejano y gitanos, claro, muchos; una ciudad que engancha, un buen escenario de la errancia ciudadana, ya sea alrededor de los rotundos palacios de Cotroceni o de la avenida de los Aviadores, o entre las callejuelas que el invierno hace sombrías de los barrios de Vitan o Dudesti, donde viven los griegos, pero que en primavera, como todo Bucarest, huelen a lilas, a glicinas luego.


*** Artículo publicado a origen en El País, de Madrid, con el título pintoresco título «Bucarest acelera», el 6-III-2010. Las fotografías las saqué en mi primer viaje, diciembre de 2005.

Texto extraído del blog del autor: https://elsecreterdelindiano.wordpress.com/


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