La Virgen de Acosta Ñú y la redención que necesitamos todos, o de cómo el arte de Lucero puede aproximarnos


PABLO CINGOLANI -.
El 16 de agosto de 1869, cuando la Guerra de la Triple Alianza contra Paraguay agonizaba, cuando el pueblo paraguayo agonizaba por esa guerra infame, que fue también genocidio, se libró la batalla de Acosta Nú o “la batalla de los Niños”. Encabezados por la caballería imperial, 20 mil valientes soldados brasileños enfrentaron a medio millar de veteranos y a 3.500 niños paraguayos. Sólo se contaron cincuenta muertos entre las tropas aliadas. Las atrocidades cometidas contra los pequeños y contra sus madres fueron pura crueldad monstruosa, padecimiento y espanto infinitos. En memoria de esas almas masacradas, se conmemora en Paraguay, esa fecha, el día del Niño. El resto del mundo se ha olvidado de ellos.
¡Oh! qué bellas son las cosas de la tierra. No nos acordamos de nada, porque nada aprendimos nunca. Sin embargo, hemos visto arboles viejos y rocas rojas.
Marcel Schwob: La cruzada de los niños

¿Hay belleza en medio del horror más puro? Sí, porque si no la hubiera, el horror sería insoportable y triunfaría para siempre y nosotros, los seres humanos, no seríamos más que despojos, ruinas, zombies, excremento, nada.

La Virgen de Acosta Nú que pintó Lucero representa eso: la certeza que la belleza, y sólo la belleza, concede.

En el medio del infierno que vivieron los “niños combatientes” (y todas esas mujeres germinales, angustiadas, esperando el desenlace de la batalla y luego muriendo abrazadas con ellos), en el fragor demencial de la masacre, la Madre brilla.

La Madre de los Pequeños, la Madre Universal, la Madre Tierra, la Madre de esos niños inmolados a la salvaje locura de la codicia y el odio a la libertad, la Santa Madre de Todos Nosotros, la Madre Virgen que pintó Lucero, brilla, brilla tan singularmente, que no sólo conmueve -nos conmueve-, sino que nos invita a sentir e indagar sobre lo más íntimo y lo más sincero que atesora la condición humana.

No somos zombies, ni queremos serlo: por eso, la Virgen de Lucero, carga esa belleza que resiste al horror, lo resiente, lo acosa, lo cerca, acaso lo vence.

Esa Virgen también niña, morena, sencilla y a la vez polisémica, la Virgen recargada de colores de tierra y abundosa de sentidos que pintó el artista - no sólo nos inunda de belleza, de esa belleza que trasciende el holocausto y el genocidio para devolvernos la convicción de que somos humanos y que queremos seguir siéndolo-, sino que esa belleza, además, además de todo lo que ya anotamos y que sería suficiente para consagrarla entera, esa belleza, entre nosotros que queremos seguir creyendo en esa humanidad lacerada, en esos niños-ángeles lanzados a la furia y al fuego, esa belleza, digo: esa belleza se transforma, gracias a Lucero, en eso que llamamos, simplemente, Arte.

Es la belleza trasmutada en arte lo que nos salva del horror.

Es el arte y su mística, recorrido como un camino de vida, lo que nos salva de la locura.

Es la vida fraguada de belleza y arte la que restituye la memoria de esos niños inmolados y los ampara, inesperadamente pero, a la vez, con la justicia infinita que sólo nos brinda una estética sincera, lo que te sacude y brilla, insisto, en la obra de Lucero.

Es allí, y sólo allí, donde podemos redimirnos no sólo del horror padecido por esos pequeños, sino de todo el horror, de todo el desencanto que provoca el horror, de todo el miedo que lo alienta, de todo el dolor que es su forja, de esa historia del mundo que no negamos pero que debemos conjurar, debemos dejar que nos penetre y lastime hasta el final, para que alguna vez, resucitemos también, como el galileo, y podamos sanarnos, respirar de nuevo.

Esa huella hacia la redención, ese destino de sanación, es pura pasión: es arte.

Es el rostro de esa Virgen que nos entrega Lucero de sus manos para que la miremos, la miremos infinitamente en su infinita bondad, y nos miremos.

Nos miremos y sintamos a esos niños mártires, en todo su dolor, en todo su padecer pero también en toda la epifanía y la gracia que encierra el acto tan terrible donde ellos sucumbieron, para que podamos conjurar ese horror y no repetirlo jamás, al menos entre nosotros, al menos en nuestras propias vidas.

Creemos, muchas veces, demasiadas veces, que el horror sólo se agita afuera de nosotros, en las guerras asesinas, en el hambre devastador, entre calles y tumbas que sentimos lejanas y ajenas.

No nos detenemos a pensar en el horror más próximo, en el horror más íntimo, en el horror que nosotros mismos podemos incubar adentro nuestro y ejercer contra los que nos son más cercanos, contra nuestros propios niños, sin dar más vueltas.

Mirarnos en ese rostro de Niña Virgen que pintó Lucero es enfrentarnos, también, a eso. A ese horror secreto que es nuestro propio horror.

Siento que si frente a la obra del artista, frente al arte que puede iluminarnos, podemos reflejarnos y perseguir hasta abolirlo y desprendernos de nuestra propia dosis de horror y oscuridad, esa redención que ansiamos, ese liberarnos para vivir más plenos, está ahí, está cerca, está en ese mirar infinito, insisto, a la Virgen Niña..

Es que el arte es una devolución sincera del alma de quien lo expresa, y si esa alma está revestida de devoción y de fe, no sólo el artista se transfigura y transforma con lo que crea, no sólo él recobra y alienta, cada vez más, más claridad conceptual y goce estético, más sensibilidad ética y salud espiritual, sino también nosotros, todos nosotros, los que recibimos, con alegría, lo que el artista nos brinda.

¿Hay belleza en medio del horror más puro? Sí, porque ese es el milagro del arte. Esa es la mística. Del. Arte.

* * *

Conozco a Lucero desde mis 14 años (tengo 52), y sé de su vida y su obra, sé de su esforzado y meritorio itinerario artístico, sé de su apasionada búsqueda de una estética, de una estética propia, que lo represente a él mismo pero también a ese colectivo social con el cual se identifica.

Así, en ese afán, llegó al Paraguay, que también sé que él quiere como si fuera su hogar: allí, en la tierra donde se libró la guerra más injusta de todas, el Crimen Mayor de América, allí, yo también lo sé, Lucero encontró nuevas matrices, nuevos fervores, para su arte.

Renació Lucero, renació como renace, cada año, el Lucero del Alba, tan guaraní y tan de todos.

Y allí, en ese Paraguay que no sólo lo ama él sino que lo amamos todos los que amamos la libertad, su ejemplo de libertad, allí, en medio de la exuberancia de su naturaleza, en medio del frenesí de lo vivo y de lo vital, en medio de la sensualidad que todo ello desprende e impregna, con nuevos bríos, con renovada intensidad, Lucero pintó muchas mujeres, deslumbrantes y bellas como sólo pueden ser las mujeres, pero también empezó a intuir, a descubrir, ese lado sagrado que sólo las mujeres atesoran, porque sólo las mujeres pueden parir la vida, y comenzó, a la vez, a pintar madonas, mujeres santas, mujeres indias y mujeres del pueblo, esas que expresan su santidad con su sola mirada. Su presencia. Su mística.

Por todo ello, me maravillé –y se lo dije en un correo electrónico que no olvidaré jamás- pero no me sorprendí –al fin y al cabo, era su destino, hacerlo- cuando vi, por primera vez, la imagen deslumbradora de la Virgen de Acosta Ñú.

Sentí algo, algo diferente a todo lo que ya había visto y me había deleitado de su obra. Sentí que esa imagen era diferente a las otras, que ese cuadro era diferente a los otros, porque estaba pintado, había nacido y había sido plasmado, enteramente, definitivamente, con el alma, sólo con el alma.

La Virgen de Acosta Ñú es el alma de Lucero.

Lo será siempre.

Es única.

Es irrepetible.

* * *

Solamente.

Una vez.

* * *

Pensé: tanta gracia, tanta bondad, tanta devoción –por la Virgen, por la Madre, por lo que uno siente, por lo que vive y cree-, sólo se puede expresar con el alma, con el alma pura y descarnada de un artista que siente, de un artista que, en este caso, se sintió, a la vez, bendecido e inspirado por las almas, las almitas, de los niños inmolados en los campos de Acosta Ñú y de todos los niños que padecen, en cualquier lugar, a todo momento, siempre.

Sentí un anhelo que quiero compartir con todos: que la Virgen de Acosta Ñú de Lucero ampare a todos los niños, que los cuide y proteja, allí donde estén, allí donde se encuentren y puedan ser lastimados, y que eso sea así, y eternamente, en memoria de los niños flagelados de Acosta Ñú, los niños paraguayos mártires de la guerra más injusta e innoble de todas.

Todo esto lo escribo, ante todo, porque siempre pregoné la redención por el arte, la sanación por lo bello y por lo sublime –sólo el arte, los sintetiza a ambos, a pesar de Kant.

No hay vida, no hay vida plena, no puede haberla, sin ese derecho que todos, todos los seres humanos, portamos y debemos ejercerlo.

Ese es el desafío mayor de nuestro tiempo, desgarrado y cínico, hipócrita e insensible: re-encantarnos con la divinidad que nos devuelva, otra vez, al centro de lo que somos, al centro de la naturaleza, donde Dios o cómo quieran llamarlo, nos nutre con su raíz y su néctar, nos libere de traumas y prejuicios, nos brinde alegría y nos brinde amparo, calor, calma.

Reencontrarnos con la belleza, con la belleza de cada día y la belleza de todos-los-días-de-la-vida (oigo cantar a Spinetta), y la belleza que perdura y se vuelve huella, camino de redención y dicha, dicha perpetua: eso es el arte.

Sólo el arte.

Y afirmo y celebro y final: el arte de Lucero nos concede eso.

Nos obsequia convicción. Nos nutre de sensibilidad, de espiritualidad, de mística, de amor a lo divino y de amor al prójimo. De lo más bello y, a la vez, de lo más sublime. Y, si lo sintieron así hasta aquí y me acompañaron en estas palabras, sientan esto, que es algo irreversible, por lo cual uno escribe, por lo cual uno tiene amigos, por lo cual uno vive: el arte de Lucero nos colma y nos blinda de fe.

El arte de Lucero, en suma, nos devuelve luz, nos conduce a la luz, nos bendice y nos alegra con ella, con la luz del arte y con su propia luz, y eso, es para agradecerlo siempre.

Siempre.
Y que la piel y la memoria de los niños de Acosta Ñú, siempre, siempre, siempre, nos iluminen y que nunca jamás nos olvidemos de ellos y que la Virgen que los protege, también nos cuide a todos nosotros.

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