Palabras a una almita

Pablo Cingolani
Al Guille

Vos, rey, vos mi hermano, vos mi compañero que estas en los cielos, ¿qué se siente allá arriba? ¿Es verdad que es mejor que aquí abajo?
Dime, dime la verdad, dímelo a mí: al mismo que te hizo penar por los salares, te hizo sufrir las cordilleras, te hizo verter lágrimas y verte en ese espejo que eras vos mismo
No te pido disculpas, ni una pizca de arrepentimiento por lo que vivimos juntos, gordo querido: la vida, cuando la compartíamos, tenía, que digo; debía ser así. Una vida peligrosa, una vida que podía parecer insensata -¿Por qué arriesgar el cuero si es mejor quedarse en la cama? ¿Por qué no ver todo el tiempo la tele en vez de irse a vagabundear con una cámara y la vida misma por los desiertos de dios padre, madre, espíritu santo, con la venía de tu santa, mi santa, Santa Bárbara, santa guerrera, como te empujé a que lo hagas porque vos te merecías eso?[1]
No me arrepiento de nada: no me acongojan todas las Puinas que compartimos y todas las Llicas y todas las Sabayas: todo era pura arena, pura desolación pero también era ese maldito encanto que anidaba en tus ojos, en tus imágenes y en tu escritura, rey, almita mía, hermano mayor, padre de muchas de mis locuras, mis intenciones, mis ilusiones, vos mismo
¿Acaso no eras vos el que te chupaste conmigo y con las sirenas del lago Coololo a la vera de nuestras botellas y nuestras vidas compartidas en el medio de la soledad de la puna de Antaquilla a 4600 metros de altura?
¿Acaso no eras vos el que me cebabas con tus historias, dale y que dale con tus historias cinematográficas en un balcón de un hotel en Tarija o al lado del fueguito que nunca se apagó –porque era un fuego fértil: era fuego de leña de thola- en los faldeos del Sajama, más alto aún?
¿Acaso, más cercano a vos mismo, tan próximo que eras vos mismo –allí entendí quien eras y aprendí más de vos que en ninguna otra parte-, no eras vos, el Guille, el mismo, el que me llevabas casi muerto a los bares de tu barrio, de Santa Bárbara –no era solo nuestra santa: era también tu barrio, tu lugar en este puto mundo- para que resucitara con tus palabras? Siempre te lo dije pero te lo vuelvo a repetir: el que sabe contar, sabe vivir y vos me revivías, contándome. Yo te escuchaba, yo revivía. Yo te escuchaba, y te creía. Yo te escuchaba, y gracias a vos y gracias a dios, volvía a creer
Yo, papito lindo, compañero guille, guille querido que estás en los cielos, siempre te busqué cuando necesité un amparo, una guía, una señal, un amigo
Me acuerdo comiendo me acuerdo comiendo come callado –como debe ser- la comida de la Mary cuando yo casi no comía o no tenía nada que comer
Me acuerdo yéndote a encontrar para buscar arreglar mis sentimientos y como vos, mi cuatacho, mi palo donde amarrarme en la tormenta, mi rey, mi hermano, me dabas pita para que no me enrolle y me curtías el mambo hasta el final, hasta que te llevé, una vez, dos veces, mil veces, a dormir en la playa de Copacabana, vagabundeando siempre, gitanos de una vida que nos merecíamos y que la vivimos juntos sacándole todo el jugo vital que pudimos
Aquí o allá
Aquí donde yo me estoy y me sigo
Allá, donde vos estás
Y ahora que estamos juntos
Y te conjugo y te evoco
Porque no hay otra: te extraño
Y aunque sé que mañana te vas a volver a ir
Pero ahora que estás conmigo
- esta noche, frente a una ventana que me brinda la noche eterna e inmutable de La Paz, tu ciudad, tú La Paz, La Paz de Santa Bárbara, no cualquier La Paz
Te abrazo con estas palabras que nacen de mi corazón indómito –ese que te incitó para que veas tu propio corazón sin doma
No me arrepiento de nada, Guille, no me arrepiento de nada, nada, gordo querido, mi almita: sólo te extraño, te echo de menos, ¿cómo no hacerlo si fuiste mis ojos, mi hombro, mi brazo altivo y anhelante, si vos fuiste mi inspiración y mi faro, si vos fuiste esa fe, esa certeza y esa virtud de lo que es profundamente propio, nuestro, verdaderamente popular y creativo como popular, eso que construye patria, patria profunda, patria de arraigos, patria verdadera?
Aquí o allá, mi hermano, seguimos juntos, seguimos juntos y unidos, en la misma herida, en la misma vida, la misma muerte. En la misma huella.

Pablo Cingolani
Antaqawa, 2 de noviembre de 2018, 0:30 am


[1][1] Guardo la estampita sellada (con bendición eclesiástica) de la santa que me regalaste cuando nos conocimos en mi billetera junto a un calendario de 1984 con la foto del general Perón. La he tomado en mis manos y no puede evitarme, por vos, por mí, por todos nosotros, transcribir la oración que está escrita detrás de la imagen. Dice así: “Oh Dios dador de todos los bienes, que en vuestra sierva Bárbara juntasteis a la flor de la virginidad la palma del martirio; por su intersección elevad junto a Ti nuestras almas por medio de la caridad, para que apartados por Tu protección de todo peligro, alcancemos la gloria eterna. Por Jesucristo, Nuestro Señor. Así sea”. Hay una poética en la fe que es irresistible. También tengo cerca de mí, lo puede tocar con mi mano, el rosario de cuentas de metal que me regalaste cuando hice mi primera expedición a la selva. Aguantó en mi cuello cuarenta días de travesía –no es metáfora: es real, cuarenta días calendarios- y el día que cedió y se volcó a la tierra, cayó la lluvia más colosal que te pudieras imaginar. Yo sentí la señal que luego, el Segundino, el yatiri de San Fermín, confirmó: no sigan por el río, van a morir. Le hicimos caso. Tu rosario me salvó la vida.

Publicar un comentario

0 Comentarios