El sentido de nuestra existencia



Guillermo Ruiz Plaza

En el célebre fresco de Rafael La escuela de Atenas, Platón y Aristóteles ocupan el lugar central que les corresponde en la filosofía de Occidente. Lado a lado, de pie, sus figuras parecen simétricas, pero no lo son: Platón señala el cielo y Aristóteles, en cambio, la tierra. Si bien entre el maestro ateniense y su discípulo más brillante existen numerosas convergencias –por ejemplo, ambos son realistas y racionalistas–, no cabe duda de que se oponen en un punto clave: su concepción de la naturaleza de la realidad. En Platón, la realidad que vemos es una ilusión, una sombra proyectada por lo que es –lo eterno e inmutable–, el mundo de las Ideas. En cambio, Aristóteles afirma que la concepción platónica duplica inútilmente la realidad y establece un mundo paralelo que necesita a su vez de explicación. Así, en Aristóteles, la fuente de las cosas no reside fuera de las cosas sino en ellas mismas, de ahí que señale la tierra. A la inversa, Platón señala el cielo porque, para él, las Ideas suscitan las cosas y pueden pasar de ellas, es decir, subsisten de forma independiente. Maestro y discípulo conforman dos realismos que se oponen no solo en la forma de concebir la realidad sino también el saber: mientras Platón busca la verdad en el mundo de las Ideas, Aristóteles se propone hacerlo en nuestra realidad cambiante y corruptible. A la famosa sentencia de Whitehead –“toda la filosofía occidental es una serie de notas a pie de página de la filosofía platónica”– habría que añadir “y del pensamiento aristotélico”, pues Aristóteles está en el origen de la ciencia tal como la concebimos hoy. Por un lado, erige la realidad sensible como objeto de estudio y de conocimiento –en Platón, en cambio, todo saber sobre el mundo sensible es ilusorio y se reduce a “opinión”– y, por otro, establece la ciencia como un conocimiento demostrativo[1].
A mi ver, los filósofos se interrogan sobre la naturaleza de la realidad para responder a la pregunta más antigua que se pueda imaginar, fuente de todas las demás preguntas metafísicas. ¿Qué es la realidad?, ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos y hacia dónde vamos?, todas estas interrogaciones provienen de un enigma común: ¿Tiene sentido nuestra existencia? En Occidente, una multitud de pensadores ha dado una multitud de respuestas al respecto, siguiendo siempre una de las dos líneas antagónicas trazadas, como hemos visto, desde la Antigüedad griega. Sin embargo, ¿cómo abrirse paso en la confusión de las propuestas filosóficas, esos tanteos al borde del abismo? ¿Puede la ciencia guiarnos en esta algarabía milenaria?
Notre existence a-t-elle un sens ? de Jean Staune[2], es una vasta y minuciosa investigación, fruto de veinte años de trabajo, que se plantea el problema con un rigor del todo científico. El autor nos lleva al seno de lo infinitamente grande y de lo infinitamente pequeño, y expone una serie de hechos reconocidos que abren una nueva perspectiva sobre la existencia, dotándola de un encanto que parecía haber perdido bajo el fardo de la ciencia materialista, mecanicista y determinista.
¿De qué serviría la ciencia si no nos acercase a la verdad?, se pregunta Staune. Una ciencia que se limitase a describir sus experimentos, sin meditar sobre sus implicaciones, sería en el mejor de los casos una ciencia mutilada y, en el peor, una anti ciencia. Ciencia y metafísica se necesitan mutuamente. ¿No es lo que proponen el premio Nobel de química Ylia Prigogine e Isabelle Stengers con una “nueva alianza” entre ciencia y filosofía[3]? Esa alianza es, en realidad, antigua: recordemos que los primeros pensadores eran a la vez filósofos y físicos, matemáticos y teólogos. En aquella antigua unidad de la ciencia hay una lección que no hemos conservado. En efecto, la paulatina especialización del saber ha provocado una fragmentación que, paradójicamente, parece alejarnos del conocimiento verdadero: “cada vez más, el conocimiento científico se define como un saber total sobre casi nada[4].” Porque reanuda con aquella unidad perdida, el viaje que nos ofrece Staune resulta vertiginoso. La lectura de Le cosmos et le lotus, del astrofísico Trinh Xuan Thuan, ha completado mi comprensión de las implicaciones metafísicas de los nuevos descubrimientos científicos.
El fin de este ensayo es resumir los puntos más importantes de estos dos libros, que aún no han sido traducidos al español, y compartir las reflexiones que me han suscitado.

El materialismo y el desencanto del mundo
El paradigma materialista –la idea de que la materia es la única realidad y de que todo en el universo está compuesto de conjuntos de partículas materiales y campos físicos–, así como el reduccionismo –la convicción de que las cosas complejas no pueden entenderse sino reduciéndolas a la interacción de sus partes– ha desembocado, como es lógico, en el desencanto del hombre y el mundo, y nos ha arrastrado al nihilismo en el plano filosófico. Así resume esta idea el astrofísico Trinh Xuan Thuan: “Para Newton, el universo no era sino una inmensa máquina compuesta de partículas elementales inertes, que obedecían servil y ciegamente a fuerzas exteriores, y estaba totalmente desprovista de creatividad. El universo era una mecánica bien aceitada, un reloj regulado con precisión y que, una vez puesto en marcha, funcionaba de forma autónoma según leyes estrictamente deterministas[5].” Este determinismo triunfante relegó la fe a un segundo plano y la existencia de Dios pasó a ser una “hipótesis innecesaria”, según la célebre expresión de Laplace. Todo era rigurosamente previsible. Bastaba con descomponer cualquier sistema complejo hasta sus elementos básicos y estudiar el comportamiento de estos para comprender el conjunto. El todo no era, pues, sino la suma de sus partes. Esta visión de la física invadió otros ámbitos: en biología, por ejemplo, los seres vivos se convirtieron en máquinas genéticas, es decir, en un conjunto de partículas y de procesos explicables únicamente en términos de materia y de energía. Así, toda la complejidad del mundo y del hombre se redujo a leyes rígidas y deshumanizantes.
Sin embargo, en el curso de los últimos cien años, a la luz de los nuevos descubrimientos, el materialismo se ha revelado como una simple creencia que ha quedado tambaleante y malherida en el plano científico.

Hacia el fin de la visión materialista
Si una cosa no es sino la suma de sus partes, basta con estudiarlas para comprender la cosa en su totalidad. Si la materia es una cosa inerte, sólida y previsible, lógicamente las partículas que la componen también deberían serlo. Estos preceptos del materialismo, que parecen del sentido común, han estallado en mil pedazos con el descubrimiento, a principios del siglo XX, de la física cuántica[6].
            La FC es el estudio de las partículas elementales, que se sitúan en el plano atómico y subatómico. Los fundadores de la FC, influenciados sin duda por el paradigma dominante de entonces –el materialismo–, consideraban que estas partículas debían ser granos de materia, algo así como diminutos granos de arena que conformaban las cosas. Para confirmar esta hipótesis, los físicos cuánticos estudiaron el comportamiento de las partículas y lo que descubrieron entonces cambió para siempre no solo la ciencia, sino también nuestra visión de la realidad.  

Frente a la certeza materialista, la incertidumbre cuántica
Werner Heisenberg descubrió que, en la escala microscópica, la naturaleza sigue un “principio de incertidumbre”. En efecto, la información que podemos obtener de una partícula elemental nunca estará completa: o bien medimos la posición de un electrón o bien medimos su velocidad, pero saber las dos cosas a un tiempo resulta imposible. Es importante entender que esta indeterminación no depende de nuestros cálculos ni de nuestros instrumentos: es una propiedad fundamental de la materia. “Como la información que podemos obtener de una partícula estará siempre incompleta, su porvenir exacto, que depende de esta información, nos estará siempre vedado […] Habrá siempre algo difuso y azaroso en el destino de los átomos”. Así, en el ámbito microscópico, queda frustrado el sueño materialista de saberlo todo.
El principio de incertidumbre es algo difícil de aceptar para los materialistas, pues refuta su creencia de que, si conocemos las partes de una cosa, podemos explicar de forma satisfactoria su totalidad. Heinsenberg demuestra que, en la escala atómica y subatómica, la naturaleza nos pide renunciar a las certezas y aceptar el dominio del azar: “Como una partícula no podrá jamás darnos a la vez el secreto de su posición y el de su movimiento, no podremos hablar nunca de la trayectoria de una partícula como hablamos de la órbita de la luna alrededor de la Tierra. En un átomo, un electrón no se contenta con seguir de forma obediente una sola órbita, sino que puede estar en todas partes al mismo tiempo[7]”.

La materia no es materia
Una de las clasificaciones fundamentales de la ciencia clásica era la que oponía partículas y ondas. En efecto, muy distintos son un grano de arena –objeto físico que, por pequeño que sea, ocupa un lugar preciso en el espacio– y una ola, movimiento que se propaga en un líquido. ¿Cómo es posible, entonces, que el electrón esté en todas partes al mismo tiempo? Un grano de materia, por mínimo que sea, debería comportarse como tal: inerte y previsible, debería ser fácilmente localizable y medible. Pues no es así. Y esto se debe a que las partículas tienen dos facetas: se comportan como partículas –granitos de arena– y, a la vez, como ondas –olas de agua o rayos luminosos–. Es lo que muestra “el experimento más bello de la física”: el de la doble rendija, también conocido como el experimento de Young[8].  
Simplificando, el experimento es el siguiente: “Imagine usted un muro con dos rendijas horizontales y una pantalla situada detrás del muro”, nos pide Staune[9]. “Agarre usted un fusil y tire balas al azar apuntando hacia las rendijas. Ciertas balas cruzarán por las rendijas y llegarán a la pantalla a partir de cada apertura. Entonces, obtendremos en la pantalla dos áreas en las cuales se encontrarán concentrados los impactos de bala. Si en cambio envía usted un rayo luminoso, como cualquier onda, la luz se extenderá por todo el espacio, pasará al mismo tiempo a través de las dos rendijas y la luz de la primera rendija se topará con la luz de la segunda, lo cual creará, en la pantalla, una sucesión de franjas luminosas, es decir, un patrón de interferencia.” Este patrón es como la firma inequívoca que deja una onda en la pantalla. Eso sucede a nuestra escala, pero ¿a escala microscópica?
“Si hacemos este experimento con electrones enviados uno por uno, pasará lo mismo que con la luz; los electrones se repartirán en las áreas correspondientes a aquellas donde antes encontrábamos la luz: los electrones se comportan como ondas”, continúa Staune. “Aunque no observamos por qué rendija han pasado, sabemos que han pasado por las dos rendijas al mismo tiempo, ya que, a su llegada, producen franjas de interferencia en la pantalla.” Al no entender cómo un electrón puede pasar por dos rendijas a un tiempo e interferir consigo mismo, y suponiendo un error de su parte, los científicos instalan un detector cerca de las rendijas. Un ojo, en cierta forma, que les permitirá saber por cuál de las dos rendijas pasa el electrón. Y entonces, ¡sorpresa! Al ser observados, los electrones pasan de forma aleatoria por una rendija o por la otra, ajustándose al comportamiento que se espera de ellos. Pero la verdadera sorpresa viene después: cuando los científicos quitan el detector, vuelve el comportamiento “anormal” de los electrones, que se comportan como ondas, produciendo un patrón de interferencia en la pantalla.
La conclusión del experimento no deja lugar a dudas: cuando “se siente” observado, el electrón “decide” comportarse como partícula; cuando no, se comporta como onda. En otras palabras, en función de si es observado o no, el electrón (pero también los protones y neutrones y cualquier otro elemento constitutivo de los átomos), se materializa o se desmaterializa “a voluntad”. Y, por supuesto, es la primera vez en la historia de la física que la observación de un fenómeno determina el fenómeno en sí.
Esto es lo que lleva a los físicos a considerar las partículas, ya no como objetos, sino como “densidades de presencia” u “ondas de probabilidad”, lo cual libera a la materia de los prejuicios materialistas: ni es inerte ni es previsible. Como la partícula es la piedra angular de la materia, la deducción es irrefutable: la materia no es lo que pensábamos. La materia no es materia. Lo que nos constituye y constituye todo lo que vemos, es algo más que la materia y también algo más que la suma de  sus partes.
Staune continúa: “Por último, y sobre todo, este fenómeno es no local.” Para explicar este concepto, recurre a una metáfora: “si usted tira una piedra al centro de un estanque circular, la ola producida se propagará en todas las direcciones y tocará al mismo tiempo todos los puntos de la orilla del estanque. Sin embargo, no encontraremos el electrón sino en un solo punto de esta orilla. Esto significa que en el momento en que la onda vuelve a hacerse partícula (ya que al observarlo el electrón “se ve obligado” a mostrarse como tal) todas las posiciones posibles y probables en que podía encontrarse son eliminadas, salvo aquella en la que aparece.” En otras palabras, si no la observas, la partícula se disuelve en el espacio-tiempo como un terrón de azúcar en una taza de té y, potencialmente, puede estar en cualquier punto del agua contenida en la taza. Pero si la observas, la partícula vuelve a hacerse terrón, revelando con exactitud dónde está. Esto resulta vertiginoso, como veremos con la siguiente ilustración de Staune.
Imaginemos la taza de té donde hemos disuelto el terrón-electrón. Ahora vertimos la mitad del líquido en una taza que enviamos a París; luego vertimos la otra mitad en una segunda taza que mandamos a Tokyo. ¿En qué taza se encuentra el terrón-electrón? Al observar la taza en París, lo encontramos allí y solo entonces sabemos con certeza que el terrón no está en la taza de Tokyo. Por supuesto, nuestra lógica nos dirá que antes de observar el terrón en París, este ya estaba allí, y que el té de Tokyo nunca estuvo azucarado. Pero la FC lo desmiente de forma tajante: antes de ser observado en París, existía también la probabilidad de que el terrón apareciera en Tokyo. Aunque parezca mentira, en las dos tazas –sin importar el espacio que medie entre ambas– está esa famosa “densidad de presencia” que es una partícula, de manera que ha sido la observación –es decir, la conciencia del observador– lo que ha permitido que esa densidad se convirtiera en realidad, que la onda se hiciera terrón otra vez, es decir, que materializara su presencia.
Así, las partículas son potencialidades puras, extendidas en todo el espacio, y no tienen posición exacta ni velocidad antes de ser observadas. En otras palabras, es la observación la que les da cuerpo.
Lo que prueba este experimento es que una partícula elemental puede comportarse como esperamos que se comporte, en tanto que “granito de arena”, pero también de forma desconcertante, en tanto que onda. “La partícula, cuando es onda, puede propagarse y ocupar plenamente el espacio vacío del átomo, como las ondas circulares causadas por una piedra lanzada se propagan y ocupan toda la superficie de un estanque.[10]” Es así como un electrón (o un fotón o un neutrón) potencialmente puede estar “en todas partes”: la partícula, al adoptar la forma de una onda que se propaga por el espacio vacío de un átomo como por la superficie de un estanque, está potencialmente en cualquier punto de la orilla “tocado” por la onda. Pero en realidad está en un solo punto, que nuestra observación materializa.
En suma, la materia puede disolverse y, al ser observada, materializarse de nuevo, algo difícil de aceptar incluso para las mentes más abiertas y brillantes. El mismísimo Albert Einstein quiso refutar esta conclusión y, en su intento, originó el segundo experimento más bello de la física, contribuyendo así, indirectamente, a la confirmación de esta nueva y asombrosa visión de la realidad.


El entrelazamiento cuántico
En 1935, junto con sus colegas Podolsky y Rosen, Einstein presentó en un artículo la llamada "paradoja EPR" con el fin de probar que la FC era una teoría incompleta, ya que violaba las leyes del universo tal como lo conocíamos. Sin embargo, muchos años después, desde el experimento realizado en 1982 por Alain Aspect –y comprobado desde entonces en varias ocasiones– la comunidad científica ha confirmado que la paradoja presentada entonces por Einstein para desacreditar a la mecánica cuántica es en realidad una fiel manifestación de lo que ocurre en la naturaleza.
Dos partículas entrelazadas y luego separadas son capaces de “comunicar” entre sí de forma instantánea, sin importar la distancia que las separe y sin que exista ningún canal de transmisión entre las dos. Este fenómeno, que se da no solo entre dos partículas sino también entre dos sistemas de partículas, rompe por completo nuestra manera de entender la materia. Según la teoría cuántica, las partículas tienen la capacidad de "conectarse" de alguna forma con otras partículas alejadas en el espacioEn su artículo de 1935, Einstein llamó al entrelazamiento cuántico, en tono burlón, “acción fantasmal a distancia”, para mostrar hasta qué punto esa teoría resultaba absurda. En efecto, si obedecíamos la lógica de la FC, había que deducir que las partículas entrelazadas “comunicaban” 250000 veces más rápido que la velocidad de la luz. Esto es a priori antinatural –pues Einstein probó que nada puede viajar más rápido que la luz– y, sin embargo, es exactamente lo que sucede a escala subatómica. El entrelazamiento cuántico muestra cómo, aunque existan miles de años luz entre dos partículas entrelazadas, el cambio de estado de la primera afectará a la otra al instante. La “acción fantasmal a distancia” es una propiedad de la materia.
Una de las conclusiones más increíbles a las que nos lleva este experimento es el hecho de que las correlaciones cuánticas trascienden el tiempo y el espacio y las leyes conocidas del universo. En efecto, conforman sistemas no separables y por tanto no locales, como lo muestra el ejemplo de las dos tazas (una en París y otra en Tokyo) que forman parte de un solo sistema de “densidades de presencia”. En los fundamentos de la materia está la prueba de que la realidad se nos escapa. Como especifica Staune, “la realidad fundamental se sitúa más allá del espacio-tiempo.”

Interpretaciones posibles
Esta nueva concepción de la materia es, según los científicos más eminentes, el descubrimiento central del siglo XX, y su efecto lógico sería un cambio de paradigma científico que aún no se ha dado del todo. En este sentido, es significativo el hecho de que a menudo la FC brille por su ausencia en la enseñanza secundaria. En efecto, así como digerir los descubrimientos de Copérnico tomó más de cien años, integrar los descubrimientos de los físicos cuánticos en los otros ámbitos es una tarea pendiente, y el trabajo de Staune es un esfuerzo por acelerar ese proceso tan necesario como ineludible.
Cierto, también la ciencia evoluciona, tantea, se equivoca y continúa su búsqueda. ¿Dónde radica su particularidad con respecto a la filosofía? Hoy es posible debatir las ideas de cualquier filósofo. No es posible, sin embargo, debatir sobre si la tierra gira alrededor del sol o si sucede al revés. En ciencia, hay rellanos seguros en la escalera del saber. La mecánica cuántica forma uno de estos rellanos. Sin sus descubrimientos, la informática sería imposible.
Para Staune, entonces, la FC sugiere que las partículas elementales no están en el espacio-tiempo, pero lo suscitan. Y aquí nos ofrece una imagen sobrecogedora: lo que vemos sería como las sombras que se proyectan en la pared de la caverna en la alegoría de Platón. En La República, el filósofo ateniense describe la condición humana de la siguiente manera: estamos sentados, inmóviles, en una caverna, dándole la espalda a la entrada. Frente a nosotros, en el fondo de la caverna, se proyectan las sombras de personas que pasan en el exterior, delante de la entrada. “Dos mil quinientos años después”, escribe Staune, “la física cuántica nos ha aportado una espectacular confirmación de aquella intuición. Como los hombres de la caverna, estamos sumergidos desde nuestro nacimiento en una terrible ilusión, una ilusión a la cual es casi imposible escapar, que nos lleva a creer que el mundo […] en que vivimos constituye la realidad auténtica, la base de lo que es. Sin embargo, a pesar de su inmensidad y de su complejidad, no es más que una simple proyección de lo que realmente es, tal como las sombras proyectadas en el fondo de la caverna. El mundo verdadero es completamente distinto, primero porque no está situado en el tiempo, el espacio ni la materia, y por tanto no está limitado […] Es un mundo que contiene una infinidad de potencialidades.” Como las partículas cuando “se disuelven” en una onda... Así pues, según Staune, el mundo tiene el aspecto sólido que tiene debido a la acción de nuestras conciencias. Ver o no ver una partícula, en efecto, determina el estadio de la misma, de tal forma que nuestra conciencia define la realidad. Porque es observada, la realidad pasa de un estado de puras latencias a un estado sólido. Porque es observado, el conjunto de las posibles realidades se reduce –tal como la onda que se limita a ser partícula– a una sola realidad: la que vemos.
Esto me recuerda inevitablemente la filosofía de Berkeley, para quien la materia no existe en sí misma. Para el filósofo irlandés, la realidad solo existe en tanto que es percibida por un sujeto, al igual que una partícula que, si no es observada, no tiene posición ni velocidad y es solo una onda de posibilidades.
Si lo real escapa al tiempo y al espacio, significa que lo real original –lo que proyecta nuestra realidad– se sustrae a nuestra observación. Se trata, según Bernard d’Espagnat –uno de los grandes físicos franceses de la segunda mitad del siglo XX–, de una “realidad velada”. Una realidad más vasta que la nuestra, pero invisible, que no podemos conocer sino a través de sus proyecciones. Una realidad que escapa al tiempo, al espacio, a la energía y a la materia, y que, sin embargo, proyecta esta vieja y querida realidad nuestra, en que todo puede pesarse, medirse, tocarse. Sí, la alegoría de la caverna de Platón y su concepción de la realidad como proyección de arquetipos incorruptibles tiene hoy una base científica. Por esta razón, D’Espagnat nos invita a desechar la obsoleta palabra materia y a reemplazarla por otra –más rica y exacta–: la palabra ser.
El principio creador
Un arquero que está en la tierra tira una sola flecha y da en el blanco: un centímetro cuadrado que se encuentra a una distancia de 13,8 mil millones de años luz. ¿Cuál es la probabilidad de que eso ocurra? Ridículo, ¿verdad? Sin embargo, en el plano de las probabilidades, es exactamente lo que sucedió –según lo demuestran potentes simuladores informáticos– en el instante del Big Bang. El astrofísico Trinh Xuan Thuan afirma que, debido a la perfección de todos sus factores iniciales y también presentes, cuesta creer que el universo sea un accidente. En efecto, si en estos simuladores cambiamos cualquier factor, por mínimo que sea el cambio –la velocidad de expansión del universo o la velocidad de la luz, la carga eléctrica del protón o la masa del neutrón, en fin, un mínimo cambio en cualquiera de la quincena de constantes físicas– el resultado es la esterilidad más absoluta. Estos simuladores nos permiten confirmar que el universo es fértil porque es perfecto, es decir, de una finura excepcional en todos sus planos; de no ser así simplemente nada existiría. De millares y millares de universos posibles solo hay uno capaz de suscitar formas de vida, y es el nuestro.
¿Azar o necesidad? La ciencia no puede zanjar este dilema, pero el hecho mismo es sobrecogedor: significa que hoy en día ningún científico puede negar, sin pecar de anti científico, la posibilidad de un principio creador, es decir, de un proyecto. Un proyecto regulado con tanta minuciosidad que no solo ha permitido el surgimiento de la vida sino de la conciencia, en un proceso que ha ido de lo inmensamente pequeño a lo inmensamente grande –un punto minúsculo que ya contenía en potencia millares de galaxias con sus millares de estrellas y planetas–, y que hoy, mientras usted lee estas líneas, sigue su expansión vertiginosa; y de formas simples a otras cada vez más complejas y cuya cúspide sería, por el momento, nuestra conciencia. Por este motivo, se puede afirmar sin rubor que el universo ha seguido y sigue una dirección clara en su evolución. Asimismo, parece muy probable que tendrá un fin (pues se enfría de forma inexorable), aunque este, debido a su lejanía inconcebible, verosímilmente no nos concierna.
Por otra parte, si la idea de un principio creador parece inverosímil, más inverosímil aún resulta la otra, la de un accidente, ya que supondría la creación de un sinfín de universos paralelos. En efecto, si afirmamos que el arquero solo ha tenido suerte, para ser creíbles en el plano matemático es necesario postular una infinidad de tiros, hasta que el arquero dé al fin en el blanco. Sin embargo, como cada tiro errado se convierte en un universo estéril, esta hipótesis nos obliga a plantear la existencia de un multiverso. Así que esta postura, al contrario de la primera, no se basa en ninguna observación (no tenemos noticia de otro universo): es pura ciencia ficción. En el plano lógico, además, tiene las de perder, como lo muestra el principio de la navaja de Ockham[11]: en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más probable; la pluralidad no debe ser postulada sin necesidad.
En suma, si la cosmología clásica, desde Copérnico, había desplazado al hombre de su lugar central en el universo, la cosmología actual le confiere un sitio único en el plano conceptual, pues el universo parece haber sido regulado desde el Big Bang para que algún día surgiera, en el seno mismo de su evolución, una conciencia capaz de comprender y de admirar las sutilezas de su funcionamiento.

Conclusiones
Staune continúa su viaje apoyándose en científicos famosos, como el matemático Roger Penrose, que afirma que la inteligencia humana tiene un acceso directo al mundo platónico de las verdades matemáticas –cuya asombrosa eficacia para entender los mecanismos de la naturaleza y capturar su esencia nadie ha podido explicar de forma racional–. Y luego, en el neurólogo Benjamin Libet, que ha probado a través de célebres experimentos la no identidad entre los estados neuronales y los estados mentales. Hoy sabemos, pues, que el tiempo de la conciencia no corresponde del todo a la actividad neuronal. La hipótesis de Staune es que el cerebro tal vez sea, no el productor, sino el receptor de la conciencia, lo cual haría posible una postura dualista –no solo somos materia sino también espíritu–.
En suma, Staune trata de devolverle al mundo y al hombre un encanto perdido. Para él, abrirnos hacia el misterio y el orden que parece regir ese misterio no es una actitud obscurantista sino lúcida. Así, al final del libro, se plantea la pregunta sobre la existencia de Dios. No un Dios personificado, por supuesto, sino una instancia creadora, Alguien o Algo innombrable, inasible, incognoscible. Cierto, la apasionante investigación de Staune parece devolverle a aquella antigua idea un crédito renovado. También es cierto que si damos ese paso –identificar, por ejemplo, la “realidad velada” a Dios– estamos dando “el gran salto” del que habla Camus[12] y que nos permite escapar de la racionalidad angustiosa, cuyo consuelo parece invalidar todo el proceso que nos ha llevado hasta allí.
Staune lo sabe y establece claramente la frontera entre los hechos científicos y las interpretaciones posibles. La novedad de su postura reside en las pruebas que aporta de que la racionalidad misma, a través de la ciencia, apunta hacia la existencia de un plano de la realidad que escapa a lo racional.
Por otro lado, la lógica matemática nos sugiere –por dar un ejemplo ilustre, a través de los teoremas de incompletitud de Gödel, el genio tan admirado por Einstein– que hay verdades que simplemente no son demostrables y que solo podemos acceder a ellas a través de la intuición. Como tiene un componente que escapa a lo racional, la intuición es un salto. Además, parece ser justamente lo que guía a los filósofos en la elaboración de sus propuestas, por muy lógicos y rigurosos que parezcan sus razonamientos. Esto ha sido reconocido y valorizado en la historia de la filosofía desde Platón hasta Bergson. Para este último, de hecho, la intuición es la única facultad humana que nos permite un acercamiento genuino a la realidad.

¿Podemos dar el gran salto?
 “No hay hechos, solo interpretaciones.” Esta sentencia de Nietzsche nunca perderá vigencia. En efecto, los hechos científicos no hablan por sí solos: hay que interpretarlos. Y esa tarea entraña riesgos. Así, a la pregunta de si nuestra existencia tiene sentido, Staune nos propone varias hipótesis. No nos incita a creer en nada; simplemente, nos demuestra que hoy es posible creer en algo superior sin contradecir la ciencia más rigurosa y actualizada. Al exponer descubrimientos que contradicen el reduccionismo materialista, Staune no apunta necesariamente a la existencia de un plano divino, sino solamente de otro plano de la realidad. Este aparece como un factor determinante para intuir que nuestra existencia no es una casualidad, como creía Monod, sino que se engloba en algo más grande con una dirección discernible: de lo simple a lo complejo, del polvo de estrellas a la conciencia humana.
Las neurociencias han demostrado que lo propio del hombre es la necesidad de encontrar un sentido a lo que hace. La pregunta sobre el sentido de la vida nos resulta ineludible. En la línea aristotélica, Nietzsche nos había acostumbrado a pensar la realidad sin apertura posible hacia cualquier otredad, por mínima que fuera. Y sin embargo, “Dios ha muerto” nunca significó un lamento, sino todo lo contrario: la fiesta dionisiaca y vitalista del hombre solo podía empezar a partir de esa renuncia. Es el caos del universo, y no un supuesto orden, lo que nos salva: el caos, en Nietzsche, es “redentor”. A pesar de todo, en este, el sentido moral de la vida es muy intenso: vivir la vida como si fuera a repetirse indefinidamente, en un eterno retorno, es la declaración de amor más grande que se le puede hacer a la existencia, dotándola de sentido.
Asimismo, Camus afirma que el sentido de la vida es la tensión misma a la que nos aboca la racionalidad. Creía, como René Char, que “la lucidez es la herida más cercana al sol” y que esa herida debía ser la fuente de nuestra dicha. Somos Sísifo que cada día reanuda su ascenso y esa “lucha misma hacia la cima basta para llenar el corazón de un hombre[13].”
Estas filosofías humanistas nacieron como reacción al nihilismo provocado por el anterior paradigma científico, que bien podría resumir la sentencia de Monod: “El hombre sabe al fin que está solo en la inmensidad indiferente del universo de donde ha surgido por casualidad[14]”. Nietzsche y Camus, entre otros, trataron de revestir el enorme vacío abierto por la visión materialista y determinista de la realidad, dotando a la ética de cierta trascendencia. Rehusaron de plano la “razón suficiente” de Leibniz, que consiste en explicar el mundo apoyándose en la Esencia detrás de la existencia, en el Ser detrás de las formas del estar –esa razón de todo que se llama Dios–, y se aferraron a las ramas quebradizas de la inmanencia para no caer al abismo.
Hoy en día, habría que cerrar los ojos ante los últimos descubrimientos –en especial los de la mecánica cuántica– para seguir creyendo en la realidad materialista que llevó a Nietzsche y a Camus, entre otros, a replegarse en una visión cerrada de la existencia. Si no queremos caer en el obscurantismo y a fin de superar los dogmas maltrechos del materialismo puro y duro, debemos adoptar una visión del mundo a la vez realista y abierta. Este realismo abierto consiste en reconocer que, en los fundamentos mismos de lo real, hay algo que escapa al tiempo, al espacio, a la materia y la energía y a las leyes que los rigen. Que, para ser comprendida, la realidad no puede ser segmentada ni menos disecada: la realidad es global, y tanto a escala microscópica como macroscópica –como lo muestra la teoría del caos[15]–, es una grandiosa improvisación. “La mecánica cuántica ha liberado a la materia de sus cadenas a escala atómica y subatómica: ha reemplazado ahí la máquina determinista de Newton por un mundo maravilloso de ondas y partículas regido ya no por las rígidas y limitativas leyes de la causalidad, sino por aquellas, redentoras, del azar”, escribe Trinh Xuan Thuan[16]. Es significativo encontrar en las interpretaciones que este eminente astrofísico hace de la FC un eco evidente del “caos redentor” nietzscheano. Y luego leemos: “A escala macroscópica, es de la teoría del caos que ha llegado el soplo liberador. La incertidumbre cuántica  y el caos liberan a la materia de su inercia. Permiten a la naturaleza dar libre curso a su creatividad. Su destino está abierto, su futuro ya no está determinado […] La melodía [del universo] ya no está compuesta de forma definitiva. Se va elaborando poco a poco. En vez de seguir una partitura de música clásica en la que cada nota tiene su sitio y no puede ser cambiada ni eliminada sin destruir el delicado equilibro de la pieza, la naturaleza toca más bien jazz. Como el jazzman improvisa en torno a un motivo general para producir sonidos nuevos según su inspiración y la reacción del auditorio, la naturaleza se muestra espontánea y lúdica jugando con las leyes naturales y creando novedad. Porque el futuro ya no está contenido en el presente ni en el pasado, el tiempo recobra plenamente su lugar.” Aquí salta a la vista la concepción que tenía Bergson del tiempo, como duración pura, eterna e implacable novedad, cuyo curso hace de cada instante y de cada objeto algo único e indecible, y que resultaría absurdo segmentar. “El Gran Libro Cósmico no está escrito, queda por escribir”, afirma el astrofísico. “En esta nueva visión del mundo, la materia ha perdido su rol central. Son los principios que la organizan y le permiten acceder a la complejidad los que pasan a primer plano.” Y concluye: “De esta forma, el mundo material de las partículas inertes ha dejado paso a un mundo vibrante de erupciones surgidas del espíritu, restaurando así la antigua alianza entre el hombre y la naturaleza.”
Si la realidad, por su naturaleza misma, está abierta, debemos permanecer abiertos si deseamos responder alguna vez, así sea de forma tentativa, a la pregunta más antigua. Para ello, debemos aceptar el carácter imprevisible de la naturaleza y la creatividad de los principios que organizan la materia. Como en Bergson, debemos acercarnos a la realidad verdadera –aquella que velan la costumbre y la razón utilitaria– sabedores de que asistimos, no a la interpretación de una pieza, sino a una improvisación musical o, si se prefiere, a la lectura de un libro que está escribiéndose a sí mismo mientras lo leemos, en interacción con nosotros mismos.
Sí, la vida tiene sentido: ir del nacimiento a la muerte (como, a otra escala, el sol o el universo); la verdadera pregunta, entonces, es si la vida tiene significado, es decir, trascendencia. Ahora bien, si el mundo no puede explicarse solo gracias a las leyes de este mundo, es lógico pensar que la vida no puede justificarse solo desde la vida, y sin embargo, es exactamente lo que hacen Nietzsche y Camus y tantos otros filósofos contemporáneos que han tenido que lidiar con el desencanto moderno. Pero no es el caso de Bergson, para quien un acercamiento verdadero a la realidad implica necesariamente una apertura.
El libro de Staune, detrás del cual bulle toda una comunidad científica, deja la impresión de que hay Algo o Alguien que va sembrando indicios aquí y allá con gran sutileza (de que debajo de este mundo hay un plano original y matemático, como en la filosofía platónica), y que, a la vez, no se deja ver, como haría el creador de un laberinto. Ese símbolo de perplejidad es perfecto para describir el estado actual de la ciencia contemporánea. Hay indicios que nos mueven a pensar que hay un “afuera” –o, más precisamente, un “debajo”: una realidad fundamental–, pero, encerrados en el laberinto, somos incapaces de probarlo. Con todo, hemos avanzado lo suficiente para sospechar que estamos en él. En palabras de Staune: “Hoy sabemos con gran precisión por qué nunca podremos saber ciertas cosas.” Que esta metáfora no nos engañe: ese otro plano no está afuera ni debajo: simplemente, no está, es decir, no se encuentra en el espacio-tiempo; y justamente por ese motivo sería la causa de todo, exactamente como el Dios de Aristóteles. Ese Dios sin el cual es imposible explicar por qué hay algo y no más bien nada, pero del que nada más puede afirmarse.
En Borges, lo asombroso no es tanto la existencia del laberinto, sino el hecho de que alguien haya elaborado una vasta construcción cuyo único objetivo sea el de perderse. A la luz de los nuevos descubrimientos, no es descabellado pensar que el universo tal vez sea un proyecto semejante, tanto en la escala microscópica como en la macroscópica, a aquel ideado por el ingenioso Dédalo. No se trata de una visión pesimista de la existencia, al contrario: “en la idea de laberinto hay también una idea de esperanza o de salvación, ya que si supiéramos con certeza que el mundo es un laberinto, nos sentiríamos seguros” (Conversaciones con Borges, Roberto Alifano, 1984). Y luego: “¿Por qué no pensar que puede haberlo [un centro del universo]; por qué no pensar que ese centro puede ser terrible; por qué no pensar que puede ser demoníaco o divino? […] Es decir, si pensamos que hay un centro, estamos, de alguna manera, salvados. Si ese centro existe, la vida tiene entonces una forma coherente. […] Pero también nos hace pensar que no hay una razón, que no se puede aplicar una lógica, que el universo no es explicable —en todo caso no es explicable para nosotros, los hombres— y ésa es ya una idea terrible.”
Todo indica que, por ahora, tendremos que conformarnos con esta “idea terrible”. Una idea que, a la vez, resulta estimulante. Hoy sabemos por qué este mundo no puede ser explicado enteramente a partir de las leyes de este mundo, como sugieren los descubrimientos de la física cuántica. De ahí que nos cueste tanto digerir sus implicaciones metafísicas: desde que el mundo es mundo, el hombre ha recelado de la oscuridad que lo rodea. Ahora esa oscuridad es palpable tanto en lo infinitamente pequeño como en lo infinitivamente grande. En efecto, la materia negra y la energía oscura, invisibles pero cuya existencia se deduce a partir de sus efectos en el espacio, representarían el noventa y cinco por ciento del universo. Así que los objetos de nuestro conocimiento –la materia, la energía, los campos magnéticos, etc. – constituirían solo una mínima parcela de lo existente: la punta del iceberg. Materia negra, energía oscura, realidad velada, no son sino los nombres que los científicos le han puesto a nuestra grandiosa ignorancia.
Sin embargo, no hay renuncia ni en la ciencia ni en la filosofía, sino una sed insaciable que nada parece desanimar. ¿Por qué? El gran físico Richard Feyman reflexiona: “Cada vez que examinamos un problema en profundidad, el mismo estremecimiento y la misma maravilla renacen en nosotros. Cuanto más sabemos, más denso resulta el misterio, incitándonos a adentrarnos más y más en el problema. Con placer y confianza, y sin miedo de encontrar una respuesta quizá decepcionante, seguimos levantando las piedras para descubrir una extrañeza inimaginable que nos conduce a otras preguntas y otros misterios aún más asombrosos – ¡ciertamente una gran aventura![17]” Por otro lado, leamos a Camus: “Si yo fuera un árbol entre los árboles, un gato entre los animales, esta vida tendría sentido o más bien este problema no lo tendría, porque yo formaría parte de este mundo. Yo sería este mundo al que ahora me opongo a causa de mi consciencia y de mi exigencia de familiaridad[18].” La ciencia nos ha probado que formamos parte de este mundo, nos guste o no, que somos polvo de estrellas tras 13,8 mil millones de años de evolución, y que tenemos un patrón genético que tiene mucho en común no solo con los animales, sino con los árboles y las plantas, incluso con un puñado de harina. Sin embargo, lo que Camus afirma en esas líneas no ha perdido vigencia. Nuestra conciencia es un llamado incesante, una pregunta lancinante sobre el sentido de la existencia. El hombre es el único animal que se asombra ante las propias obras y que se pregunta a sí mismo lo que es, y que, por tanto, se acerca a la muerte con una plena conciencia de la muerte y de la inutilidad aparente de todo esfuerzo. De ahí nace la necesidad metafísica que define al hombre, nos dice Schopenhauer.
Los respectivos trabajos de Staune y de Trinh Xuan Thuan se abren paso en esta dirección, en un nuevo ámbito de investigación en el cual, como hemos visto, no están solos. Si bien “ciencia y religión” ha dejado de ser una alianza imposible, este nuevo campo de estudios parece abocado a estrellarse una y otra vez ante lo que no puede ser probado desde la ciencia. Con todo, nos permite abrir brechas decisivas en el materialismo determinista, para vislumbrar de forma indirecta que, en la composición del mundo, hay un plano de lo real frente al cual –como si se tratara del Dios aristotélico– solo cabe guardar silencio.
Por ahora, tampoco de nuestra vieja y querida realidad se puede decir gran cosa, pues las leyes que la rigen parecen en contradicción total. De hecho, los físicos trabajan desde hace décadas en reconciliar la física cuántica (las leyes de lo microscópico) y la teoría de la relatividad general (las leyes de lo macroscópico): las teorías de la “gravedad cuántica” están todavía en ciernes y ninguna ha sido probada. Pero, aun suponiendo que algún día surja una teoría capaz de englobarlas, no pasaríamos por ello de la descripción de una ley única, es decir, del cómo universal, a la explicación del porqué universal. Del mismo modo que el Bing Bang nos ilumina sobre la forma como se desarrolló el universo desde sus primeros instantes, pero es incapaz de decirnos cómo ni menos por qué se originó. Esta interrogación, en efecto, pertenece exclusivamente al ámbito metafísico. Así, lejos de descartar la filosofía, la ciencia contemporánea confirma su carácter imprescindible.
            Por fin, es indudable que los nuevos descubrimientos no solo han dejado maltrecho el materialismo clásico, sino que nos sugieren la importancia de desarrollar nuestra espiritualidad o, si se prefiere, de expandir nuestra conciencia. Leamos lo que dice al respecto uno de los fundadores de la FC, el premio Nobel Werner Heisenberg: “Considero que la ambición de superar los contrarios, incluyendo una síntesis que abarque la compresión racional y la experiencia mística de la unidad, es la búsqueda, manifiesta o tácita, de nuestra época[19].” Es elocuente que un científico de su talla refrende lo formulado, más de medio siglo antes, por un filósofo crítico de la ciencia, como lo fue Henri Bergson[20].


El enigma mismo
La esencia (del latín esse: ‘ser’) y la existencia (de existere: ‘salir, mostrarse’), parecían irreconciliables. Y sin embargo, si la realidad velada está en el origen de todo lo que vemos, es lícito afirmar que hay un ser detrás de todo estar, una esencia detrás de toda existencia. Es posible intuir que lo visible sale o “se muestra” proyectado por algo de lo cual solo puede afirmarse que es. No la ciencia sino sus implicaciones metafísicas han reconciliado, en este punto, a Platón y a Aristóteles, a las dos corrientes antagónicas y fundadoras del pensamiento occidental.
Como hemos visto, el sentido de nuestra existencia no es algo que esté inscrito en las leyes del universo sino algo que está haciéndose: una improvisación musical. “La cotidianidad nos teje, diariamente, una telaraña en los ojos”, dice Girondo. Para quitar la telaraña que nos impide ver el mundo o, en palabras de Bergson, para “coincidir” con esta realidad, es necesario ir más allá de cualquier respuesta definitiva, cuya fijeza de mármol estaría en desfase con el carácter a la vez inquieto e irreductible de lo real. El pensamiento, nos dice Bergson, no puede aprehender “lo moviente”. En cambio, la expresión artística es el triunfo de la vida a través de la emoción, ya que traduce la esencia creadora de la vida y nos permite entrar en comunión, así sea por un instante, con la realidad verdadera. Solo la intuición nos permite experimentar lo moviente, es decir, la realidad libre de los conceptos y las mutilaciones que implican.
Este regreso a “lo inmediato” no es, sin embargo, exclusivo de los artistas. En efecto, “un ser inteligente lleva en él lo necesario para superarse[21]”, nos dice Bergson. Y también: “La filosofía debería ser un esfuerzo por superar la condición humana.” El esfuerzo filosófico no es exclusivo del filósofo: concierne al hombre común que se interroga sobre el sentido de la existencia y se adentra en una búsqueda personal. Para Bergson, este esfuerzo intelectual debería ser solo un lugar de paso antes de entregarnos a la experiencia intuitiva como modo de acceso privilegiado a la duración pura. No olvidemos que para el filósofo francés la intuición mística es la facultad suprema del ser humano.
Si la creación está creándose sin descanso, para coincidir con ella debemos ser aquellos que se crean a sí mismos. Pero ¿no es exactamente lo que somos? Bien pensado, quizá no haya mejor definición del ser humano: somos los que se crean a sí mismos, improvisando en torno a un motivo general, a medida que pasan los años (destino individual) y los siglos (destino de nuestra civilización). En este sentido, no solo estamos en el laberinto, sino que somos el laberinto. No solo estamos en el enigma, sino que somos el enigma desplegándose. 
La certidumbre de nuestro fin y del fin del universo es una condición imprescindible del sentido de nuestra existencia. En cuanto al significado, si lo que nos define como seres humanos es el enigma más antiguo y sin duda también el último, ¿qué sería de nosotros si pudiéramos resolverlo? “Qué haríamos pregunto sin esta enorme oscuridad”, escribe Blanca Varela. La oscuridad es el origen y el fin de las ciencias y las artes, porque nuestra esencia no está cifrada en ninguna respuesta, sino en la pregunta que nos mueve.
El enigma mismo es la esencia de nuestra humanidad. Porque este, como el Dios aristotélico, parece ser pensamiento puro y eterno presente y nos devuelve de forma sistemática al laberinto –a pesar de o, más bien, gracias a nuestros progresos en la senda del conocimiento–, renunciar a esa búsqueda sería renunciar a lo que nos hace humanos, pero también lo sería apresurarnos a resolverla dando el salto hacia lo divino. Así interpreto ahora aquella línea memorable de Rabindranath Tagore: “la oscuridad no es iluminable, la oscuridad es un modo de ser”.
Somos el despliegue creativo del enigma haciéndose y deshaciéndose dentro y fuera de nosotros. Nuestra esencia reside en la búsqueda, en la “gran aventura” de la que habla Feyman. Somos o deberíamos ser siempre la extrañeza, no la indiferencia ni la conformidad. En este sentido, el papel del arte es crucial. “Un libro, escribe Kafka, “debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros[22].”

Entonces, abiertos e inquietos –realistas, en suma–, dejemos que el enigma fluya en nosotros con la lúcida humildad de los sueños y la autonomía de la música, que nos justifique y a la vez nos revele preciosamente vanos, porque es posible y deseable vivir esta plenitud sedienta que nos arrastra y arrastra el universo entero hacia el fin.




[1] En Los Segundos Analíticos (cuarto libro del Órganon), Aristóteles afirma que todo saber proviene de un conocimiento preexistente. El método inductivo-deductivo es la base del método científico tal como hoy lo entendemos: parte de los hechos para inducir generalidad, de la cual se vuelve a deducir los hechos. Solo alcanzamos el conocimiento científico de una cosa cuando conocemos su causa. Así, establece que la ciencia es un saber demostrativo.
[2] Notre existence a-t-elle un sens ? (Presses de la Renaissance, 2007). Jean Staune (1963) es cofundador de la Universidad Interdisciplinaria de París, en la cual ha participado una veintena de premios Nobel. Es ensayista, investigador independiente y filósofo de la ciencia. Licenciado en matemáticas, informática, filosofía, paleontología, administración y economía. Es abiertamente cristiano.
[3] Ylia Prigogine e Isabelle Stengers, La nueva alianza: metamorfosis de la ciencia (Alianza editorial, 1997).
[4] Trinh Xuan Thuan, Le cosmos et le lotus, Editions Albin Michel, 2011. La traducción es mía. Trinh Xuan Thuan (1948) es un astrofísico vietnamita naturalizado estadounidense que escribe en francés. Pertenece a la Sociedad Internacional de Ciencia y Religión. Ganó el Premio Kalinga de la Unesco y el Premio Mundial Cino del Duca. Es abiertamente budista.
[5] Todas las citas de Trinh Xuan Thuan provienen de su libro Le cosmos et le lotus. Las traducciones son mías.

[6] La física cuántica, desde ahora FC.
[7] Citado por Trinh Xuan Thuan, Ibid.
[8] En 2003, la revista Physics World preguntó a sus lectores cuál era, en su opinión, el experimento más bello de la historia de la física. Ganó el célebre experimento de la doble rendija, una prueba diseñada en 1801 para probar la naturaleza ondulatoria de la luz.
[9] Todas  las citas de Staune provienen de su libro Notre existe-a-t-elle un sens? Las traducciones son mías.
[10] Trinh Xuan Thuan, Ibid. La traducción es mía.

[11] La navaja de Ockham es un principio metodológico y filosófico atribuido al fraile franciscano, filósofo y lógico escolástico Guillermo de Ockham (1280-1349), cuya figura inspiró a Umberto Eco en la creación del protagonista de El nombre de la rosa, Guillermo de Baskerville.
[12] En El mito de Sísifo (1942)
[13] Ibid.
[14] Jacques Monod, Le hasard et la nécessité, 1970.
[15] En sistemas en rigor deterministas (en física, biología, meteorología, etc.), cuyo comportamiento puede ser determinado y predicho al conocer sus condiciones iniciales, una mínima variación en estas –no prevista o imposible de conocer– provoca grandes cambios en el comportamiento futuro de dichos sistemas. Eso hace sencillamente imposible la predicción a largo plazo.
[16] Ibid. La traducción es mía.
[17] Citado por Trinh Xuan Thuan, Ibid.
[18] Ibid.
[19] Across the Frontiers, 1974. La traducción es mía.
[20] Tomo como obra de referencia de Bergson, significativa ya desde el título, L’énergie spirituelle, publicada en 1919, es decir, cincuenta y cinco años antes de la aparición del libro de Heinsenberg.
[21] Bergson, Les deux sources de la morale et la religion (1932). La traducción es mía.
[22] Carta de Franz Kafka a Oskar Pollak (1904).

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