Guillermo Ruiz Plaza
En el célebre fresco de Rafael La escuela de Atenas, Platón
y Aristóteles ocupan el lugar central que les corresponde en la filosofía de
Occidente. Lado a lado, de pie, sus figuras parecen simétricas, pero no lo son:
Platón señala el cielo y Aristóteles, en cambio, la tierra. Si bien entre el
maestro ateniense y su discípulo más brillante existen numerosas convergencias
–por ejemplo, ambos son realistas y racionalistas–, no cabe duda de que se
oponen en un punto clave: su concepción de la naturaleza de la realidad. En
Platón, la realidad que vemos es una ilusión, una sombra proyectada por lo que
es –lo eterno e inmutable–, el mundo de las Ideas. En cambio, Aristóteles
afirma que la concepción platónica duplica inútilmente la realidad y establece
un mundo paralelo que necesita a su vez de explicación. Así, en Aristóteles, la
fuente de las cosas no reside fuera de las cosas sino en ellas mismas, de ahí
que señale la tierra. A la inversa, Platón señala el cielo porque, para él, las
Ideas suscitan las cosas y pueden pasar de ellas, es decir, subsisten de forma
independiente. Maestro y discípulo conforman dos realismos que se oponen no
solo en la forma de concebir la realidad sino también el saber: mientras Platón
busca la verdad en el mundo de las Ideas, Aristóteles se propone hacerlo en
nuestra realidad cambiante y corruptible. A la famosa sentencia de Whitehead
–“toda la filosofía occidental es una serie de notas a pie de página de la
filosofía platónica”– habría que añadir “y del pensamiento aristotélico”, pues
Aristóteles está en el origen de la ciencia tal como la concebimos hoy. Por un
lado, erige la realidad sensible como objeto de estudio y de conocimiento –en
Platón, en cambio, todo saber sobre el mundo sensible es ilusorio y se reduce a
“opinión”– y, por otro, establece la ciencia como un conocimiento demostrativo[1].
A mi ver, los filósofos se interrogan sobre la naturaleza
de la realidad para responder a la pregunta más antigua que se pueda imaginar,
fuente de todas las demás preguntas metafísicas. ¿Qué es la realidad?, ¿quiénes
somos?, ¿de dónde venimos y hacia dónde vamos?, todas estas interrogaciones
provienen de un enigma común: ¿Tiene sentido nuestra existencia? En Occidente,
una multitud de pensadores ha dado una multitud de respuestas al respecto, siguiendo
siempre una de las dos líneas antagónicas trazadas, como hemos visto, desde la
Antigüedad griega. Sin embargo, ¿cómo abrirse paso en la confusión de las
propuestas filosóficas, esos tanteos al borde del abismo? ¿Puede la ciencia
guiarnos en esta algarabía milenaria?
Notre existence a-t-elle un sens ? de Jean Staune[2], es
una vasta y minuciosa investigación, fruto de veinte años de trabajo, que se
plantea el problema con un rigor del todo científico. El autor nos lleva al
seno de lo infinitamente grande y de lo infinitamente pequeño, y expone una
serie de hechos reconocidos que abren una nueva perspectiva sobre la
existencia, dotándola de un encanto que parecía haber perdido bajo el fardo de
la ciencia materialista, mecanicista y determinista.
¿De qué serviría la ciencia si no nos acercase a la
verdad?, se pregunta Staune. Una ciencia que se limitase a describir sus
experimentos, sin meditar sobre sus implicaciones, sería en el mejor de los
casos una ciencia mutilada y, en el peor, una anti ciencia. Ciencia y
metafísica se necesitan mutuamente. ¿No es lo que proponen el premio Nobel de
química Ylia Prigogine e Isabelle Stengers con una “nueva alianza” entre
ciencia y filosofía[3]?
Esa alianza es, en realidad, antigua: recordemos que los primeros pensadores
eran a la vez filósofos y físicos, matemáticos y teólogos. En aquella antigua
unidad de la ciencia hay una lección que no hemos conservado. En efecto, la
paulatina especialización del saber ha provocado una fragmentación que,
paradójicamente, parece alejarnos del conocimiento verdadero: “cada vez más, el
conocimiento científico se define como un saber total sobre casi nada[4].” Porque
reanuda con aquella unidad perdida, el viaje que nos ofrece Staune resulta
vertiginoso. La lectura de Le cosmos et
le lotus, del astrofísico Trinh Xuan Thuan, ha completado mi comprensión de
las implicaciones metafísicas de los nuevos descubrimientos científicos.
El fin de este ensayo es resumir los puntos más
importantes de estos dos libros, que aún no han sido traducidos al español, y
compartir las reflexiones que me han suscitado.
El
materialismo y el desencanto del mundo
El paradigma materialista –la idea de que la materia es
la única realidad y de que todo en el universo está compuesto de conjuntos de
partículas materiales y campos físicos–, así como el reduccionismo –la
convicción de que las cosas complejas no pueden entenderse sino reduciéndolas a
la interacción de sus partes– ha desembocado, como es lógico, en el desencanto
del hombre y el mundo, y nos ha arrastrado al nihilismo en el plano filosófico.
Así resume esta idea el astrofísico Trinh Xuan Thuan: “Para Newton, el universo
no era sino una inmensa máquina compuesta de partículas elementales inertes,
que obedecían servil y ciegamente a fuerzas exteriores, y estaba totalmente
desprovista de creatividad. El universo era una mecánica bien aceitada, un
reloj regulado con precisión y que, una vez puesto en marcha, funcionaba de
forma autónoma según leyes estrictamente deterministas[5].” Este
determinismo triunfante relegó la fe a un segundo plano y la existencia de Dios
pasó a ser una “hipótesis innecesaria”, según la célebre expresión de Laplace.
Todo era rigurosamente previsible. Bastaba con descomponer cualquier sistema
complejo hasta sus elementos básicos y estudiar el comportamiento de estos para
comprender el conjunto. El todo no era, pues, sino la suma de sus partes. Esta
visión de la física invadió otros ámbitos: en biología, por ejemplo, los seres
vivos se convirtieron en máquinas genéticas, es decir, en un conjunto de
partículas y de procesos explicables únicamente en términos de materia y de
energía. Así, toda la complejidad del mundo y del hombre se redujo a leyes
rígidas y deshumanizantes.
Sin embargo, en el curso de los últimos cien años, a la
luz de los nuevos descubrimientos, el materialismo se ha revelado como una
simple creencia que ha quedado tambaleante y malherida en el plano científico.
Hacia
el fin de la visión materialista
Si una cosa no es sino la suma de sus partes, basta con
estudiarlas para comprender la cosa en su totalidad. Si la materia es una cosa
inerte, sólida y previsible, lógicamente las partículas que la componen también
deberían serlo. Estos preceptos del materialismo, que parecen del sentido
común, han estallado en mil pedazos con el descubrimiento, a principios del
siglo XX, de la física cuántica[6].
La FC es
el estudio de las partículas elementales, que se sitúan en el plano atómico y
subatómico. Los fundadores de la FC, influenciados sin duda por el paradigma
dominante de entonces –el materialismo–, consideraban que estas partículas
debían ser granos de materia, algo así como diminutos granos de arena que conformaban
las cosas. Para confirmar esta hipótesis, los físicos cuánticos estudiaron el
comportamiento de las partículas y lo que descubrieron entonces cambió para
siempre no solo la ciencia, sino también nuestra visión de la realidad.
Frente
a la certeza materialista, la incertidumbre cuántica
Werner Heisenberg descubrió que, en la escala
microscópica, la naturaleza sigue un “principio de incertidumbre”. En efecto,
la información que podemos obtener de una partícula elemental nunca estará
completa: o bien medimos la posición de un electrón o bien medimos su
velocidad, pero saber las dos cosas a un tiempo resulta imposible. Es
importante entender que esta indeterminación no depende de nuestros cálculos ni
de nuestros instrumentos: es una propiedad fundamental de la materia. “Como la
información que podemos obtener de una partícula estará siempre incompleta, su
porvenir exacto, que depende de esta información, nos estará siempre vedado […]
Habrá siempre algo difuso y azaroso en el destino de los átomos”. Así, en el
ámbito microscópico, queda frustrado el sueño materialista de saberlo todo.
El principio de incertidumbre es algo difícil de aceptar
para los materialistas, pues refuta su creencia de que, si conocemos las partes
de una cosa, podemos explicar de forma satisfactoria su totalidad. Heinsenberg
demuestra que, en la escala atómica y subatómica, la naturaleza nos pide
renunciar a las certezas y aceptar el dominio del azar: “Como una partícula no
podrá jamás darnos a la vez el secreto de su posición y el de su movimiento, no
podremos hablar nunca de la trayectoria de una partícula como hablamos de la
órbita de la luna alrededor de la Tierra. En un átomo, un electrón no se
contenta con seguir de forma obediente una sola órbita, sino que puede estar en
todas partes al mismo tiempo[7]”.
La
materia no es materia
Una de las clasificaciones
fundamentales de la ciencia clásica era la que oponía partículas y ondas. En
efecto, muy distintos son un grano de arena –objeto físico que, por pequeño que
sea, ocupa un lugar preciso en el espacio– y una ola, movimiento que se propaga
en un líquido. ¿Cómo es posible,
entonces, que el electrón esté en todas partes al mismo tiempo? Un grano de
materia, por mínimo que sea, debería comportarse como tal: inerte y previsible,
debería ser fácilmente localizable y medible. Pues no es así. Y esto se debe a
que las partículas tienen dos facetas: se comportan como partículas –granitos
de arena– y, a la vez, como ondas –olas de agua o rayos luminosos–. Es lo que
muestra “el experimento más bello de la física”: el de la doble rendija,
también conocido como el experimento de Young[8].
Simplificando, el experimento es
el siguiente: “Imagine usted un muro con dos rendijas horizontales y una
pantalla situada detrás del muro”, nos pide Staune[9].
“Agarre usted un fusil y tire balas al azar apuntando hacia las rendijas.
Ciertas balas cruzarán por las rendijas y llegarán a la pantalla a partir de
cada apertura. Entonces, obtendremos en la pantalla dos áreas en las cuales se
encontrarán concentrados los impactos de bala. Si en cambio envía usted un rayo
luminoso, como cualquier onda, la luz se extenderá por todo el espacio, pasará
al mismo tiempo a través de las dos rendijas y la luz de la primera rendija se
topará con la luz de la segunda, lo cual creará, en la pantalla, una sucesión
de franjas luminosas, es decir, un patrón de interferencia.” Este patrón es
como la firma inequívoca que deja una onda en la pantalla. Eso sucede a nuestra
escala, pero ¿a escala microscópica?
“Si hacemos este experimento con
electrones enviados uno por uno, pasará lo mismo que con la luz; los electrones
se repartirán en las áreas correspondientes a aquellas donde antes
encontrábamos la luz: los electrones se comportan como ondas”, continúa Staune.
“Aunque no observamos por qué rendija han pasado, sabemos que han pasado por
las dos rendijas al mismo tiempo, ya que, a su llegada, producen franjas de
interferencia en la pantalla.” Al no entender cómo un electrón puede pasar por
dos rendijas a un tiempo e interferir consigo mismo, y suponiendo un error de
su parte, los científicos instalan un detector cerca de las rendijas. Un ojo,
en cierta forma, que les permitirá saber por cuál de las dos rendijas pasa el
electrón. Y entonces, ¡sorpresa! Al ser observados, los electrones pasan de
forma aleatoria por una rendija o por la otra, ajustándose al comportamiento
que se espera de ellos. Pero la verdadera sorpresa viene después: cuando los
científicos quitan el detector, vuelve el comportamiento “anormal” de los
electrones, que se comportan como ondas, produciendo un patrón de interferencia
en la pantalla.
La conclusión del experimento no
deja lugar a dudas: cuando “se siente” observado, el electrón “decide”
comportarse como partícula; cuando no, se comporta como onda. En otras
palabras, en función de si es observado o no, el electrón (pero también los
protones y neutrones y cualquier otro elemento constitutivo de los átomos), se
materializa o se desmaterializa “a voluntad”. Y, por supuesto, es la primera
vez en la historia de la física que la observación de un fenómeno determina el
fenómeno en sí.
Esto es lo que lleva a los
físicos a considerar las partículas, ya no como objetos, sino como “densidades de
presencia” u “ondas de probabilidad”, lo cual libera a la materia de los
prejuicios materialistas: ni es inerte ni es previsible. Como la partícula es
la piedra angular de la materia, la deducción es irrefutable: la materia no es
lo que pensábamos. La materia no es materia. Lo que nos constituye y constituye
todo lo que vemos, es algo más que la materia y también algo más que la suma
de sus partes.
Staune continúa: “Por último, y
sobre todo, este fenómeno es no local.” Para explicar este concepto, recurre a
una metáfora: “si usted tira una piedra al centro de un estanque circular, la
ola producida se propagará en todas las direcciones y tocará al mismo tiempo
todos los puntos de la orilla del estanque. Sin embargo, no encontraremos el
electrón sino en un solo punto de esta orilla. Esto significa que en el momento
en que la onda vuelve a hacerse partícula (ya que al observarlo el electrón “se
ve obligado” a mostrarse como tal) todas las posiciones posibles y probables en
que podía encontrarse son eliminadas, salvo aquella en la que aparece.” En
otras palabras, si no la observas, la partícula se disuelve en el
espacio-tiempo como un terrón de azúcar en una taza de té y, potencialmente,
puede estar en cualquier punto del agua contenida en la taza. Pero si la
observas, la partícula vuelve a hacerse terrón, revelando con exactitud dónde
está. Esto resulta vertiginoso, como veremos con la siguiente ilustración de
Staune.
Imaginemos la taza de té donde
hemos disuelto el terrón-electrón. Ahora vertimos la mitad del líquido en una
taza que enviamos a París; luego vertimos la otra mitad en una segunda taza que
mandamos a Tokyo. ¿En qué taza se encuentra el terrón-electrón? Al observar la
taza en París, lo encontramos allí y solo entonces sabemos con certeza que el
terrón no está en la taza de Tokyo. Por supuesto, nuestra lógica nos dirá que
antes de observar el terrón en París, este ya estaba allí, y que el té de Tokyo
nunca estuvo azucarado. Pero la FC lo desmiente de forma tajante: antes de ser
observado en París, existía también la probabilidad de que el terrón apareciera
en Tokyo. Aunque parezca mentira, en las dos tazas –sin importar el espacio que
medie entre ambas– está esa famosa “densidad de presencia” que es una partícula,
de manera que ha sido la observación –es decir, la conciencia del observador–
lo que ha permitido que esa densidad se convirtiera en realidad, que la onda se
hiciera terrón otra vez, es decir, que materializara su presencia.
Así, las partículas son
potencialidades puras, extendidas en todo el espacio, y no tienen posición
exacta ni velocidad antes de ser
observadas. En otras palabras, es la observación la que les da cuerpo.
Lo que prueba este experimento es que una partícula elemental
puede comportarse como esperamos que se comporte, en tanto que “granito de
arena”, pero también de forma desconcertante, en tanto que onda. “La partícula,
cuando es onda, puede propagarse y ocupar plenamente el espacio vacío del
átomo, como las ondas circulares causadas por una piedra lanzada se propagan y
ocupan toda la superficie de un estanque.[10]”
Es así como un electrón (o un fotón o un neutrón) potencialmente puede estar
“en todas partes”: la partícula, al adoptar la forma de una onda que se propaga
por el espacio vacío de un átomo como por la superficie de un estanque, está
potencialmente en cualquier punto de la orilla “tocado” por la onda. Pero en
realidad está en un solo punto, que nuestra observación materializa.
En suma, la materia puede
disolverse y, al ser observada, materializarse de nuevo, algo difícil de
aceptar incluso para las mentes más abiertas y brillantes. El mismísimo Albert
Einstein quiso refutar esta conclusión y, en su intento, originó el segundo
experimento más bello de la física, contribuyendo así, indirectamente, a la
confirmación de esta nueva y asombrosa visión de la realidad.
El entrelazamiento cuántico
En 1935, junto con sus colegas
Podolsky y Rosen, Einstein presentó en un artículo la llamada "paradoja
EPR" con el fin de probar que la FC era una teoría incompleta, ya que violaba las leyes del universo tal como
lo conocíamos. Sin
embargo, muchos años después, desde el experimento realizado en 1982 por Alain
Aspect –y comprobado desde entonces en varias ocasiones– la comunidad
científica ha confirmado que la paradoja presentada entonces por Einstein para
desacreditar a la mecánica cuántica es en realidad una fiel manifestación de lo
que ocurre en la naturaleza.
Dos
partículas entrelazadas y luego separadas son capaces de “comunicar” entre sí de
forma instantánea, sin importar la distancia que las separe y sin que exista ningún
canal de transmisión entre las dos. Este fenómeno, que se da no solo entre dos
partículas sino también entre dos sistemas de partículas, rompe por completo
nuestra manera de entender la materia. Según la teoría cuántica, las partículas
tienen la capacidad de "conectarse"
de alguna forma con otras partículas alejadas en el espacio. En su artículo de 1935, Einstein llamó al entrelazamiento cuántico,
en tono burlón, “acción fantasmal a distancia”, para mostrar hasta qué punto
esa teoría resultaba absurda. En efecto, si obedecíamos la lógica de la FC,
había que deducir que las partículas entrelazadas “comunicaban” 250000 veces
más rápido que la velocidad de la luz. Esto es a priori antinatural –pues Einstein probó que nada puede viajar más
rápido que la luz– y, sin embargo, es exactamente lo que sucede a escala
subatómica. El entrelazamiento cuántico muestra cómo, aunque existan miles de
años luz entre dos partículas entrelazadas, el cambio de estado de la primera
afectará a la otra al instante. La “acción fantasmal a distancia”
es una propiedad de la materia.
Una
de las conclusiones más increíbles a las que nos lleva este experimento es el
hecho de que las correlaciones cuánticas trascienden el tiempo y el
espacio y las leyes conocidas del universo. En efecto, conforman sistemas no
separables y por tanto no locales, como lo muestra el ejemplo de las dos tazas
(una en París y otra en Tokyo) que forman parte de un solo sistema de
“densidades de presencia”. En los fundamentos de la materia está la prueba de que
la realidad se nos escapa. Como especifica Staune, “la realidad fundamental se
sitúa más allá del espacio-tiempo.”
Interpretaciones
posibles
Esta nueva concepción de la materia es, según los
científicos más eminentes, el descubrimiento central del siglo XX, y su efecto
lógico sería un cambio de paradigma científico que aún no se ha dado del todo.
En este sentido, es significativo el hecho de que a menudo la FC brille por su
ausencia en la enseñanza secundaria. En efecto, así como digerir los
descubrimientos de Copérnico tomó más de cien años, integrar los
descubrimientos de los físicos cuánticos en los otros ámbitos es una tarea
pendiente, y el trabajo de Staune es un esfuerzo por acelerar ese proceso tan
necesario como ineludible.
Cierto, también la ciencia evoluciona, tantea, se
equivoca y continúa su búsqueda. ¿Dónde radica su particularidad con respecto a
la filosofía? Hoy es posible debatir las ideas de cualquier filósofo. No es
posible, sin embargo, debatir sobre si la tierra gira alrededor del sol o si
sucede al revés. En ciencia, hay rellanos seguros en la escalera del saber. La mecánica
cuántica forma uno de estos rellanos. Sin sus descubrimientos, la informática sería
imposible.
Para Staune, entonces, la FC sugiere que las partículas
elementales no están en el espacio-tiempo, pero lo suscitan. Y aquí nos ofrece
una imagen sobrecogedora: lo que vemos sería como las sombras que se proyectan
en la pared de la caverna en la alegoría de Platón. En La República, el filósofo ateniense describe la condición humana de
la siguiente manera: estamos sentados, inmóviles, en una caverna, dándole la
espalda a la entrada. Frente a nosotros, en el fondo de la caverna, se
proyectan las sombras de personas que pasan en el exterior, delante de la
entrada. “Dos mil quinientos años después”, escribe Staune, “la física cuántica
nos ha aportado una espectacular confirmación de aquella intuición. Como los
hombres de la caverna, estamos sumergidos desde nuestro nacimiento en una
terrible ilusión, una ilusión a la cual es casi imposible escapar, que nos
lleva a creer que el mundo […] en que vivimos constituye la realidad auténtica,
la base de lo que es. Sin embargo, a
pesar de su inmensidad y de su complejidad, no es más que una simple proyección
de lo que realmente es, tal como las sombras proyectadas en el fondo de la
caverna. El mundo verdadero es completamente distinto, primero porque no está
situado en el tiempo, el espacio ni la materia, y por tanto no está limitado
[…] Es un mundo que contiene una infinidad de potencialidades.” Como las
partículas cuando “se disuelven” en una onda... Así pues, según Staune, el
mundo tiene el aspecto sólido que tiene debido a la acción de nuestras
conciencias. Ver o no ver una partícula, en efecto, determina el estadio de la
misma, de tal forma que nuestra conciencia define la realidad. Porque es
observada, la realidad pasa de un estado de puras latencias a un estado sólido.
Porque es observado, el conjunto de las posibles realidades se reduce –tal como
la onda que se limita a ser partícula– a una sola realidad: la que vemos.
Esto me recuerda inevitablemente la filosofía de Berkeley,
para quien la materia no existe en sí misma. Para el filósofo irlandés, la
realidad solo existe en tanto que es percibida por un sujeto, al igual que una
partícula que, si no es observada, no tiene posición ni velocidad y es solo una
onda de posibilidades.
Si lo real escapa al tiempo y al espacio, significa que
lo real original –lo que proyecta nuestra realidad– se sustrae a nuestra
observación. Se trata, según Bernard d’Espagnat –uno de los grandes físicos
franceses de la segunda mitad del siglo XX–, de una “realidad velada”. Una
realidad más vasta que la nuestra, pero invisible, que no podemos conocer sino
a través de sus proyecciones. Una realidad que escapa al tiempo, al espacio, a
la energía y a la materia, y que, sin embargo, proyecta esta vieja y querida
realidad nuestra, en que todo puede pesarse, medirse, tocarse. Sí, la alegoría
de la caverna de Platón y su concepción de la realidad como proyección de
arquetipos incorruptibles tiene hoy una base científica. Por esta razón,
D’Espagnat nos invita a desechar la obsoleta palabra materia y a reemplazarla por otra –más rica y exacta–: la palabra ser.
El
principio creador
Un arquero que está en la tierra tira una sola flecha y
da en el blanco: un centímetro cuadrado que se encuentra a una distancia de 13,8
mil millones de años luz. ¿Cuál es la probabilidad de que eso ocurra? Ridículo,
¿verdad? Sin embargo, en el plano de las probabilidades, es exactamente lo que
sucedió –según lo demuestran potentes simuladores informáticos– en el instante
del Big Bang. El astrofísico Trinh Xuan Thuan afirma que, debido a la
perfección de todos sus factores iniciales y también presentes, cuesta creer
que el universo sea un accidente. En efecto, si en estos simuladores cambiamos
cualquier factor, por mínimo que sea el cambio –la velocidad de expansión del
universo o la velocidad de la luz, la carga eléctrica del protón o la masa del
neutrón, en fin, un mínimo cambio en cualquiera de la quincena de constantes
físicas– el resultado es la esterilidad más absoluta. Estos simuladores nos
permiten confirmar que el universo es fértil porque es perfecto, es decir, de
una finura excepcional en todos sus planos; de no ser así simplemente nada
existiría. De millares y millares de universos posibles solo hay uno capaz de
suscitar formas de vida, y es el nuestro.
¿Azar o necesidad? La ciencia no puede zanjar este
dilema, pero el hecho mismo es sobrecogedor: significa que hoy en día ningún
científico puede negar, sin pecar de anti científico, la posibilidad de un
principio creador, es decir, de un proyecto. Un proyecto regulado con tanta
minuciosidad que no solo ha permitido el surgimiento de la vida sino de la
conciencia, en un proceso que ha ido de lo inmensamente pequeño a lo
inmensamente grande –un punto minúsculo que ya contenía en potencia millares de
galaxias con sus millares de estrellas y planetas–, y que hoy, mientras usted
lee estas líneas, sigue su expansión vertiginosa; y de formas simples a otras
cada vez más complejas y cuya cúspide sería, por el momento, nuestra conciencia.
Por este motivo, se puede afirmar sin rubor que el universo ha seguido y sigue
una dirección clara en su evolución. Asimismo, parece muy probable que tendrá
un fin (pues se enfría de forma inexorable), aunque este, debido a su lejanía
inconcebible, verosímilmente no nos concierna.
Por otra parte, si la idea de un principio creador parece
inverosímil, más inverosímil aún resulta la otra, la de un accidente, ya que
supondría la creación de un sinfín de universos paralelos. En efecto, si
afirmamos que el arquero solo ha tenido suerte, para ser creíbles en el plano
matemático es necesario postular una infinidad de tiros, hasta que el arquero
dé al fin en el blanco. Sin embargo, como cada tiro errado se convierte en un universo
estéril, esta hipótesis nos obliga a plantear la existencia de un multiverso. Así
que esta postura, al contrario de la primera, no se basa en ninguna observación
(no tenemos noticia de otro universo): es pura ciencia ficción. En el plano
lógico, además, tiene las de perder, como lo muestra el principio de la navaja
de Ockham[11]:
en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más
probable; la pluralidad no debe ser postulada sin necesidad.
En suma, si la cosmología clásica, desde Copérnico, había
desplazado al hombre de su lugar central en el universo, la cosmología actual
le confiere un sitio único en el plano conceptual, pues el universo parece haber
sido regulado desde el Big Bang para que algún día surgiera, en el seno mismo
de su evolución, una conciencia capaz de comprender y de admirar las sutilezas
de su funcionamiento.
Conclusiones
Staune continúa su viaje apoyándose en científicos
famosos, como el matemático Roger Penrose, que afirma que la inteligencia
humana tiene un acceso directo al mundo platónico de las verdades matemáticas
–cuya asombrosa eficacia para entender los mecanismos de la naturaleza y
capturar su esencia nadie ha podido explicar de forma racional–. Y luego, en el
neurólogo Benjamin Libet, que ha probado a través de célebres experimentos la
no identidad entre los estados neuronales y los estados mentales. Hoy sabemos,
pues, que el tiempo de la conciencia no corresponde del todo a la actividad
neuronal. La hipótesis de Staune es que el cerebro tal vez sea, no el
productor, sino el receptor de la conciencia, lo cual haría posible una postura
dualista –no solo somos materia sino también espíritu–.
En suma, Staune trata de devolverle al mundo y al hombre
un encanto perdido. Para él, abrirnos hacia el misterio y el orden que parece
regir ese misterio no es una actitud obscurantista sino lúcida. Así, al final
del libro, se plantea la pregunta sobre la existencia de Dios. No un Dios
personificado, por supuesto, sino una instancia creadora, Alguien o Algo
innombrable, inasible, incognoscible. Cierto, la apasionante investigación de
Staune parece devolverle a aquella antigua idea un crédito renovado. También es
cierto que si damos ese paso –identificar, por ejemplo, la “realidad velada” a
Dios– estamos dando “el gran salto” del que habla Camus[12] y
que nos permite escapar de la racionalidad angustiosa, cuyo consuelo parece
invalidar todo el proceso que nos ha llevado hasta allí.
Staune lo sabe y establece claramente la frontera entre
los hechos científicos y las interpretaciones posibles. La novedad de su
postura reside en las pruebas que aporta de que la racionalidad misma, a través
de la ciencia, apunta hacia la existencia de un plano de la realidad que escapa
a lo racional.
Por otro lado, la lógica matemática nos sugiere –por dar un
ejemplo ilustre, a través de los teoremas de incompletitud de Gödel, el genio
tan admirado por Einstein– que hay verdades que simplemente no son demostrables
y que solo podemos acceder a ellas a través de la intuición. Como tiene un
componente que escapa a lo racional, la intuición es un salto. Además, parece
ser justamente lo que guía a los filósofos en la elaboración de sus propuestas,
por muy lógicos y rigurosos que parezcan sus razonamientos. Esto ha sido
reconocido y valorizado en la historia de la filosofía desde Platón hasta
Bergson. Para este último, de hecho, la intuición es la única facultad humana que
nos permite un acercamiento genuino a la realidad.
¿Podemos
dar el gran salto?
“No hay hechos,
solo interpretaciones.” Esta sentencia de Nietzsche nunca perderá vigencia. En
efecto, los hechos científicos no hablan por sí solos: hay que interpretarlos.
Y esa tarea entraña riesgos. Así, a la pregunta de si nuestra existencia tiene sentido,
Staune nos propone varias hipótesis. No nos incita a creer en nada; simplemente,
nos demuestra que hoy es posible creer en algo superior sin contradecir la ciencia
más rigurosa y actualizada. Al exponer descubrimientos que contradicen el
reduccionismo materialista, Staune no apunta necesariamente a la existencia de
un plano divino, sino solamente de otro
plano de la realidad. Este aparece como un factor determinante para intuir que
nuestra existencia no es una casualidad, como creía Monod, sino que se engloba
en algo más grande con una dirección discernible: de lo simple a lo complejo,
del polvo de estrellas a la conciencia humana.
Las neurociencias han demostrado que lo propio del hombre
es la necesidad de encontrar un sentido a lo que hace. La pregunta sobre el
sentido de la vida nos resulta ineludible. En la línea aristotélica, Nietzsche
nos había acostumbrado a pensar la realidad sin apertura posible hacia
cualquier otredad, por mínima que fuera. Y sin embargo, “Dios ha muerto” nunca
significó un lamento, sino todo lo contrario: la fiesta dionisiaca y vitalista
del hombre solo podía empezar a partir de esa renuncia. Es el caos del
universo, y no un supuesto orden, lo que nos salva: el caos, en Nietzsche, es “redentor”.
A pesar de todo, en este, el sentido moral de la vida es muy intenso: vivir la
vida como si fuera a repetirse indefinidamente, en un eterno retorno, es la
declaración de amor más grande que se le puede hacer a la existencia, dotándola
de sentido.
Asimismo, Camus afirma que el sentido de la vida es la
tensión misma a la que nos aboca la racionalidad. Creía, como René Char, que “la
lucidez es la herida más cercana al sol” y que esa herida debía ser la fuente
de nuestra dicha. Somos Sísifo que cada día reanuda su ascenso y esa “lucha
misma hacia la cima basta para llenar el corazón de un hombre[13].”
Estas filosofías humanistas nacieron como reacción al
nihilismo provocado por el anterior paradigma científico, que bien podría
resumir la sentencia de Monod: “El hombre sabe al fin que está solo en la
inmensidad indiferente del universo de donde ha surgido por casualidad[14]”.
Nietzsche y Camus, entre otros, trataron de revestir el enorme vacío abierto
por la visión materialista y determinista de la realidad, dotando a la ética de
cierta trascendencia. Rehusaron de plano la “razón suficiente” de Leibniz, que
consiste en explicar el mundo apoyándose en la Esencia detrás de la existencia,
en el Ser detrás de las formas del estar –esa razón de todo que se llama Dios–,
y se aferraron a las ramas quebradizas de la inmanencia para no caer al abismo.
Hoy en día, habría que cerrar los ojos ante los últimos
descubrimientos –en especial los de la mecánica cuántica– para seguir creyendo
en la realidad materialista que llevó a Nietzsche y a Camus, entre otros, a
replegarse en una visión cerrada de la existencia. Si no queremos caer en el
obscurantismo y a fin de superar los dogmas maltrechos del materialismo puro y
duro, debemos adoptar una visión del mundo a la vez realista y abierta. Este realismo abierto consiste en reconocer
que, en los fundamentos mismos de lo real, hay algo que escapa al tiempo, al
espacio, a la materia y la energía y a las leyes que los rigen. Que, para ser
comprendida, la realidad no puede ser segmentada ni menos disecada: la realidad
es global, y tanto a escala microscópica como macroscópica –como lo muestra la
teoría del caos[15]–,
es una grandiosa improvisación. “La mecánica cuántica ha liberado a la materia
de sus cadenas a escala atómica y subatómica: ha reemplazado ahí la máquina
determinista de Newton por un mundo maravilloso de ondas y partículas regido ya
no por las rígidas y limitativas leyes de la causalidad, sino por aquellas,
redentoras, del azar”, escribe Trinh Xuan Thuan[16].
Es significativo encontrar en las interpretaciones que este eminente
astrofísico hace de la FC un eco evidente del “caos redentor” nietzscheano. Y
luego leemos: “A escala macroscópica, es de la teoría del caos que ha llegado
el soplo liberador. La incertidumbre cuántica
y el caos liberan a la materia de su inercia. Permiten a la naturaleza
dar libre curso a su creatividad. Su destino está abierto, su futuro ya no está
determinado […] La melodía [del universo] ya no está compuesta de forma
definitiva. Se va elaborando poco a poco. En vez de seguir una partitura de
música clásica en la que cada nota tiene su sitio y no puede ser cambiada ni
eliminada sin destruir el delicado equilibro de la pieza, la naturaleza toca
más bien jazz. Como el jazzman improvisa en torno a un motivo general para
producir sonidos nuevos según su inspiración y la reacción del auditorio, la
naturaleza se muestra espontánea y lúdica jugando con las leyes naturales y
creando novedad. Porque el futuro ya no está contenido en el presente ni en el
pasado, el tiempo recobra plenamente su lugar.” Aquí salta a la vista la
concepción que tenía Bergson del tiempo, como duración pura, eterna e
implacable novedad, cuyo curso hace de cada instante y de cada objeto algo
único e indecible, y que resultaría absurdo segmentar. “El Gran Libro Cósmico
no está escrito, queda por escribir”, afirma el astrofísico. “En esta nueva
visión del mundo, la materia ha perdido su rol central. Son los principios que
la organizan y le permiten acceder a la complejidad los que pasan a primer
plano.” Y concluye: “De esta forma, el mundo material de las partículas inertes
ha dejado paso a un mundo vibrante de erupciones surgidas del espíritu,
restaurando así la antigua alianza entre el hombre y la naturaleza.”
Si la realidad, por su naturaleza misma, está abierta, debemos
permanecer abiertos si deseamos responder alguna vez, así sea de forma
tentativa, a la pregunta más antigua. Para ello, debemos aceptar el carácter
imprevisible de la naturaleza y la creatividad de los principios que organizan
la materia. Como en Bergson, debemos acercarnos a la realidad verdadera
–aquella que velan la costumbre y la razón utilitaria– sabedores de que asistimos,
no a la interpretación de una pieza, sino a una improvisación musical o, si se
prefiere, a la lectura de un libro que está escribiéndose a sí mismo mientras
lo leemos, en interacción con nosotros mismos.
Sí, la vida tiene sentido: ir del nacimiento a la muerte
(como, a otra escala, el sol o el universo); la verdadera pregunta, entonces,
es si la vida tiene significado, es decir, trascendencia. Ahora bien, si el
mundo no puede explicarse solo gracias a las leyes de este mundo, es lógico
pensar que la vida no puede justificarse solo desde la vida, y sin embargo, es
exactamente lo que hacen Nietzsche y Camus y tantos otros filósofos
contemporáneos que han tenido que lidiar con el desencanto moderno. Pero no es
el caso de Bergson, para quien un acercamiento verdadero a la realidad implica
necesariamente una apertura.
El libro de Staune, detrás del cual bulle toda una
comunidad científica, deja la impresión de que hay Algo o Alguien que va sembrando
indicios aquí y allá con gran sutileza (de que debajo de este mundo hay un
plano original y matemático, como en la filosofía platónica), y que, a la vez,
no se deja ver, como haría el creador de un laberinto. Ese símbolo de
perplejidad es perfecto para describir el estado actual de la ciencia
contemporánea. Hay indicios que nos mueven a pensar que hay un “afuera” –o, más
precisamente, un “debajo”: una realidad fundamental–, pero, encerrados en el
laberinto, somos incapaces de probarlo. Con todo, hemos avanzado lo suficiente
para sospechar que estamos en él. En palabras de Staune: “Hoy sabemos con gran
precisión por qué nunca podremos saber ciertas cosas.” Que esta metáfora no nos
engañe: ese otro plano no está afuera ni debajo: simplemente, no está, es decir, no se encuentra en el
espacio-tiempo; y justamente por ese motivo sería la causa de todo, exactamente
como el Dios de Aristóteles. Ese Dios sin el cual es imposible explicar por qué
hay algo y no más bien nada, pero del que nada más puede afirmarse.
En Borges, lo asombroso
no es tanto la existencia del laberinto, sino el hecho de que alguien haya
elaborado una vasta construcción cuyo único objetivo sea el de perderse. A la
luz de los nuevos descubrimientos, no es descabellado pensar que el universo tal
vez sea un proyecto semejante, tanto en la escala microscópica como en la
macroscópica, a aquel ideado por el ingenioso Dédalo. No se trata de una visión
pesimista de la existencia, al contrario: “en la idea
de laberinto hay también una idea de esperanza o de salvación, ya que si
supiéramos con certeza que el mundo es un laberinto, nos sentiríamos seguros” (Conversaciones con Borges, Roberto
Alifano, 1984). Y luego: “¿Por qué no pensar que puede haberlo [un centro del
universo]; por qué no pensar que ese centro puede ser terrible; por qué no
pensar que puede ser demoníaco o divino? […] Es decir, si pensamos que hay un
centro, estamos, de alguna manera, salvados. Si ese centro existe, la vida
tiene entonces una forma coherente. […] Pero también nos hace pensar que no hay
una razón, que no se puede aplicar una lógica, que el universo no es explicable
—en todo caso no es explicable para nosotros, los hombres— y ésa es ya una idea
terrible.”
Todo indica que, por ahora, tendremos que conformarnos
con esta “idea terrible”. Una idea que, a la vez, resulta estimulante. Hoy
sabemos por qué este mundo no puede ser explicado enteramente a partir de las
leyes de este mundo, como sugieren los descubrimientos de la física cuántica. De
ahí que nos cueste tanto digerir sus implicaciones metafísicas: desde que el
mundo es mundo, el hombre ha recelado de la oscuridad que lo rodea. Ahora esa
oscuridad es palpable tanto en lo infinitamente pequeño como en lo
infinitivamente grande. En efecto, la materia negra y la energía oscura, invisibles
pero cuya existencia se deduce a partir de sus efectos en el espacio,
representarían el noventa y cinco por ciento del universo. Así que los objetos
de nuestro conocimiento –la materia, la energía, los campos magnéticos, etc. – constituirían
solo una mínima parcela de lo existente: la punta del iceberg. Materia negra, energía
oscura, realidad velada, no son sino los nombres que los científicos le han
puesto a nuestra grandiosa ignorancia.
Sin embargo, no hay renuncia ni en la ciencia ni en la
filosofía, sino una sed insaciable que nada parece desanimar. ¿Por qué? El gran
físico Richard Feyman reflexiona: “Cada vez que examinamos un problema en
profundidad, el mismo estremecimiento y la misma maravilla renacen en nosotros.
Cuanto más sabemos, más denso resulta el misterio, incitándonos a adentrarnos más
y más en el problema. Con placer y confianza, y sin miedo de encontrar una
respuesta quizá decepcionante, seguimos levantando las piedras para descubrir
una extrañeza inimaginable que nos conduce a otras preguntas y otros misterios aún
más asombrosos – ¡ciertamente una gran aventura![17]”
Por otro lado, leamos a Camus: “Si yo fuera un árbol entre los árboles, un gato
entre los animales, esta vida tendría sentido o más bien este problema no lo
tendría, porque yo formaría parte de este mundo. Yo sería este mundo al que ahora
me opongo a causa de mi consciencia y de mi exigencia de familiaridad[18].”
La ciencia nos ha probado que formamos parte de este mundo, nos guste o no, que
somos polvo de estrellas tras 13,8 mil millones de años de evolución, y que
tenemos un patrón genético que tiene mucho en común no solo con los animales,
sino con los árboles y las plantas, incluso con un puñado de harina. Sin
embargo, lo que Camus afirma en esas líneas no ha perdido vigencia. Nuestra
conciencia es un llamado incesante, una pregunta lancinante sobre el sentido de
la existencia. El hombre es el único animal que se asombra ante las propias
obras y que se pregunta a sí mismo lo que es, y que, por tanto, se acerca a la
muerte con una plena conciencia de la muerte y de la inutilidad aparente de
todo esfuerzo. De ahí nace la necesidad metafísica que define al hombre, nos
dice Schopenhauer.
Los respectivos trabajos de Staune y de Trinh Xuan Thuan se
abren paso en esta dirección, en un nuevo ámbito de investigación en el cual,
como hemos visto, no están solos. Si bien “ciencia y religión” ha dejado de ser
una alianza imposible, este nuevo campo de estudios parece abocado a
estrellarse una y otra vez ante lo que no puede ser probado desde la ciencia. Con todo, nos permite
abrir brechas decisivas en el materialismo determinista, para vislumbrar de
forma indirecta que, en la composición del mundo, hay un plano de lo real frente
al cual –como si se tratara del Dios aristotélico– solo cabe guardar silencio.
Por ahora, tampoco de nuestra vieja y querida realidad se
puede decir gran cosa, pues las leyes que la rigen parecen en contradicción
total. De hecho, los físicos trabajan desde hace décadas en reconciliar la
física cuántica (las leyes de lo microscópico) y la teoría de la relatividad
general (las leyes de lo macroscópico): las teorías de la “gravedad cuántica”
están todavía en ciernes y ninguna ha sido probada. Pero, aun suponiendo que
algún día surja una teoría capaz de englobarlas, no pasaríamos por ello de la
descripción de una ley única, es decir, del cómo
universal, a la explicación del porqué
universal. Del mismo modo que el Bing Bang nos ilumina sobre la forma como
se desarrolló el universo desde sus primeros instantes, pero es incapaz de
decirnos cómo ni menos por qué se originó. Esta interrogación, en efecto,
pertenece exclusivamente al ámbito metafísico. Así, lejos de descartar la
filosofía, la ciencia contemporánea confirma su carácter imprescindible.
Por fin, es indudable que los nuevos descubrimientos no
solo han dejado maltrecho el materialismo clásico, sino que nos sugieren la
importancia de desarrollar nuestra espiritualidad o, si se prefiere, de
expandir nuestra conciencia. Leamos lo que dice al respecto uno de los
fundadores de la FC, el premio Nobel Werner Heisenberg: “Considero que la
ambición de superar los contrarios, incluyendo una síntesis que abarque la
compresión racional y la experiencia mística de la unidad, es la búsqueda,
manifiesta o tácita, de nuestra época[19].”
Es elocuente que un científico de su talla refrende lo formulado, más de medio
siglo antes, por un filósofo crítico de la ciencia, como lo fue Henri Bergson[20].
El
enigma mismo
La esencia (del latín esse:
‘ser’) y la existencia (de existere: ‘salir,
mostrarse’), parecían irreconciliables. Y sin embargo, si la realidad velada
está en el origen de todo lo que vemos, es lícito afirmar que hay un ser detrás de todo estar, una esencia detrás de toda existencia. Es posible intuir que
lo visible sale o “se muestra” proyectado por algo de lo cual solo puede
afirmarse que es. No la ciencia sino sus implicaciones metafísicas han
reconciliado, en este punto, a Platón y a Aristóteles, a las dos corrientes
antagónicas y fundadoras del pensamiento occidental.
Como hemos visto, el sentido de nuestra existencia no es
algo que esté inscrito en las leyes del universo sino algo que está haciéndose:
una improvisación musical. “La cotidianidad nos teje, diariamente, una telaraña
en los ojos”, dice Girondo. Para quitar la telaraña que nos impide ver el mundo
o, en palabras de Bergson, para “coincidir” con esta realidad, es necesario ir
más allá de cualquier respuesta definitiva, cuya fijeza de mármol estaría en
desfase con el carácter a la vez inquieto e irreductible de lo real. El
pensamiento, nos dice Bergson, no puede aprehender “lo moviente”. En cambio, la
expresión artística es el triunfo de la vida a través de la emoción, ya que
traduce la esencia creadora de la vida y nos permite entrar en comunión, así
sea por un instante, con la realidad verdadera. Solo la intuición nos permite
experimentar lo moviente, es decir, la realidad libre de los conceptos y las
mutilaciones que implican.
Este regreso a “lo inmediato” no es, sin embargo,
exclusivo de los artistas. En efecto, “un ser inteligente lleva en él lo
necesario para superarse[21]”,
nos dice Bergson. Y también: “La filosofía debería ser un esfuerzo por superar
la condición humana.” El esfuerzo filosófico no es exclusivo del filósofo:
concierne al hombre común que se interroga sobre el sentido de la existencia y
se adentra en una búsqueda personal. Para Bergson, este esfuerzo intelectual
debería ser solo un lugar de paso antes de entregarnos a la experiencia
intuitiva como modo de acceso privilegiado a la duración pura. No olvidemos que
para el filósofo francés la intuición mística es la facultad suprema del ser
humano.
Si la creación está creándose sin descanso, para
coincidir con ella debemos ser aquellos que se crean a sí mismos. Pero ¿no es
exactamente lo que somos? Bien pensado, quizá no haya mejor definición del ser
humano: somos los que se crean a sí mismos, improvisando en torno a un motivo
general, a medida que pasan los años (destino individual) y los siglos (destino
de nuestra civilización). En este sentido, no solo estamos en el laberinto,
sino que somos el laberinto. No solo estamos en el enigma, sino que somos el
enigma desplegándose.
La certidumbre de nuestro fin y del fin del universo es
una condición imprescindible del sentido de nuestra existencia. En cuanto al
significado, si lo que nos define como seres humanos es el enigma más antiguo y
sin duda también el último, ¿qué sería de nosotros si pudiéramos resolverlo? “Qué
haríamos pregunto sin esta enorme oscuridad”, escribe Blanca Varela. La
oscuridad es el origen y el fin de las ciencias y las artes, porque nuestra
esencia no está cifrada en ninguna respuesta, sino en la pregunta que nos mueve.
El enigma mismo es la esencia de nuestra humanidad. Porque
este, como el Dios aristotélico, parece ser pensamiento puro y eterno presente y
nos devuelve de forma sistemática al laberinto –a pesar de o, más bien, gracias
a nuestros progresos en la senda del conocimiento–, renunciar a esa búsqueda
sería renunciar a lo que nos hace humanos, pero también lo sería apresurarnos a
resolverla dando el salto hacia lo divino. Así interpreto ahora aquella línea
memorable de Rabindranath Tagore: “la oscuridad no es iluminable, la oscuridad es
un modo de ser”.
Somos el despliegue creativo del enigma haciéndose y
deshaciéndose dentro y fuera de nosotros. Nuestra esencia reside en la
búsqueda, en la “gran aventura” de la que habla Feyman. Somos o deberíamos ser
siempre la extrañeza, no la indiferencia ni la conformidad. En este sentido, el
papel del arte es crucial. “Un libro, escribe Kafka, “debe ser el hacha que
rompa el mar helado dentro de nosotros[22].”
Entonces, abiertos e inquietos –realistas, en suma–,
dejemos que el enigma fluya en nosotros con la lúcida humildad de los sueños y
la autonomía de la música, que nos justifique y a la vez nos revele preciosamente
vanos, porque es posible y deseable vivir esta plenitud sedienta que nos arrastra
y arrastra el universo entero hacia el fin.
[1] En Los Segundos Analíticos (cuarto libro
del Órganon), Aristóteles afirma que todo saber proviene de un conocimiento
preexistente. El método inductivo-deductivo es la base del método científico
tal como hoy lo entendemos: parte de los hechos para inducir generalidad, de la
cual se vuelve a deducir los hechos. Solo alcanzamos el conocimiento
científico de una cosa cuando conocemos su causa. Así, establece que la ciencia
es un saber demostrativo.
[2] Notre existence a-t-elle
un sens ? (Presses de la Renaissance, 2007). Jean Staune (1963) es cofundador de la Universidad
Interdisciplinaria de París, en la cual ha participado una veintena de premios
Nobel. Es ensayista, investigador independiente y filósofo
de la ciencia.
Licenciado en matemáticas, informática, filosofía, paleontología,
administración y economía. Es abiertamente cristiano.
[3] Ylia Prigogine e Isabelle Stengers, La nueva alianza: metamorfosis de la ciencia
(Alianza editorial, 1997).
[4] Trinh Xuan Thuan, Le cosmos et le lotus, Editions Albin
Michel, 2011. La traducción es mía. Trinh Xuan Thuan (1948) es un
astrofísico vietnamita naturalizado estadounidense que escribe en francés.
Pertenece a la Sociedad Internacional de Ciencia y Religión. Ganó el Premio
Kalinga de la Unesco y el Premio Mundial Cino del Duca. Es abiertamente
budista.
[5] Todas las citas de Trinh Xuan Thuan
provienen de su libro Le cosmos et le
lotus. Las traducciones son mías.
[6] La
física cuántica, desde ahora FC.
[8] En 2003,
la revista Physics
World preguntó a sus lectores cuál era, en su opinión, el
experimento más bello de la historia de la física. Ganó el célebre experimento de la doble rendija, una
prueba diseñada en 1801 para probar la naturaleza ondulatoria de la luz.
[9]
Todas las citas de Staune provienen de
su libro Notre existe-a-t-elle un sens?
Las traducciones son mías.
[10] Trinh
Xuan Thuan, Ibid. La traducción es
mía.
[11] La navaja de
Ockham es un principio metodológico y filosófico
atribuido al fraile franciscano, filósofo y lógico escolástico Guillermo
de Ockham (1280-1349), cuya figura inspiró a Umberto Eco en
la creación del protagonista de El nombre
de la rosa, Guillermo de Baskerville.
[15] En
sistemas en rigor deterministas (en física, biología, meteorología, etc.), cuyo
comportamiento puede ser determinado y predicho al conocer sus condiciones
iniciales, una mínima variación en estas –no prevista o imposible de conocer–
provoca grandes cambios en el comportamiento futuro de dichos sistemas. Eso
hace sencillamente imposible la predicción a largo plazo.
[17] Citado por Trinh Xuan Thuan, Ibid.
[20] Tomo
como obra de referencia de Bergson, significativa ya desde el título, L’énergie spirituelle, publicada en
1919, es decir, cincuenta y cinco años antes de la aparición del libro de
Heinsenberg.
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