Por Concha Pelayo
Hoy he ido a recoger setas con amigos. Era mi primera vez. En coche nos dirigimos al lugar que había elegido el experto. No puede haber riesgos. Llegamos a nuestro destino tras una hora de viaje. Un hermoso pinar en pendiente por donde el sol se filtraba entre los pinos. Comenzamos nuestro ascenso caminando entre ramas caídas, piedras que las recientes lluvias arrastran haciendo dificultoso el camino y pequeñas ramitas secas de los propios árboles. Precisamente las setas se esconden debajo del abundante ramaje caído, nunca junto a las piedras cubiertas de musgo.
Nos desperdigamos por el bosque, separándonos unos de otros, cada cual con su pensamiento. Yo recordé, de pronto, a un tullido que me encontré en el Bosque de Valorio hace bastantes años cuando iba a correr. Estaba solo, parado entre los árboles y se apoyaba en dos muletas. De pronto, arrojó una al suelo y con la otra comenzó a aporrear un árbol descargando una ira que, entonces, no comprendí. Yo lo observaba a distancia sin saber qué hacer ni qué pensar. El tullido seguía aporreando al árbol hasta que al cabo de un rato se paró, tiró la muleta al suelo y con los brazos extendidos abrazó el tronco del árbol como pidiéndole perdón. Comenzó a llorar sin consuelo y así permaneció un buen rato.
Mientras mis ojos iban mirando el terreno para ver si descubría alguna seta pensé en aquél tullido. No volví a verlo más, pero he recordado durante muchos años la escena y siempre llego a la misma conclusión: nada nos consuela como la naturaleza, como ese río saltarín que corre desbocado ante nuestros ojos, como ese humo que se escapa por la chimenea de una casita perdida en el bosque, como ese tañido triste de la campana de la iglesia, como esa sensación de bienestar indescriptible cuando nuestra espalda se apoya sobre la corteza del árbol y se siente su latido junto al de nuestro corazón.
Hoy, el bosque me ha reconfortado, ha alejado de mí la ira que a veces me tortura, porque las cosas simples de la vida tienen su propio secreto y misterio pues son a veces las cosas más urgentes por hacer, las que llenan y le dan color a la existencia. Decía Confucio que: “Lo urgente no deja tiempo para lo importante".
Conseguimos llenar tres cestas de setas. Comimos, pese al frío, junto al Río Negro, al aire libre, dejándonos llenar de aire limpio.
10 Comentarios
Poética y oxigenante narración. Ese regreso esporádico y necesario a la naturaleza constituye un aliento de vida, una confirmación rotunda del sentido de vivir.
ResponderEliminarPocas cosas destruyen tanto la fina auscultación de nuestros sentidos como el barullo urbano, como ese trepidante y agresivo caminar en busca de cosas que al final de poco nos sirven. A veces necesitamos caminar por las callejas infinitas de las metrópolis para sentirnos invisibles y contemplar rostros que luego nunca volveremos a ver. Quizás hasta valga la pena perderse en las librerías y bibliotecas públicas, beber variedades de café, oír una ópera, sentarse en la silenciosa oscuridad de los cine-arte, sentir el frescor de una nave eclesial, recorrer las pinacotecas y hacer el amor con una amante ocasional. Pero antes y más allá de eso, el brutal agobio de la soledad urbana nos agarra de las solapas y nos sacude con fuerza, haciéndonos preguntas difíciles de responder.
Veo ese bosque frío, ese tullido descargando su comprensible ira, ese aromático humo con esencias de hogar, el tañido de las campanas, el crujido de la hierba bajo los pies y esas manos no enteramente seguras cogiendo setas. Porque para quien no es enteramente experto en setas, comerlas será como jugar a una pequeña ruleta rusa.
Un relato prodigioso.
Un fuerte abrazo, querida Concha.
La madre naturaleza como tenemos a bien llamarla, es sin duda uno de mis grandes amores y consuelos. Me ha evitado caer en la locura (a cuya puerta he tocado varias veces pero se me ha negado la entrada), rodeándome de pequeños y grandes milagros. Es en ella en quien cabe casi toda mi fe.
ResponderEliminarUn placer leerte por aquí, Concha. Te abrazo fuerte.
Crecí muy cerca de un bosque en el centro-sur de Chile y creo comprender muy bien tus afectuosas palabras hacia el respiradero de la naturaleza, Concha. Diariamente y durante casi dos décadas caminé por entre ese tupido bosque de la pluviselva. A veces el frío era más intenso que afuera y había que ir buscando esos rayitos de sol que lograban atravesar el ramaje. Me convertí a muy temprana edad en una experta buscadora de setas, que aquí les llamamos hongos o callampas. Sabía perfectamente cuales eran las comestibles y cuales las venenosas. No puedo explicar cómo sucedió, pero hoy ya no tengo ese conocimiento. No soy capaz de distinguir apropiadamente entre los hongos y por lo mismo sólo me dedico a admirarlos. Mi hijo pequeño se entretiene mucho buscándolos, pero ante mi temor, me he esforzado en recalcarle que muchos son venenosos. Todos cuidamos a las vidas que más amamos.
ResponderEliminarEs una hermosa historia, Concha.
letras oxigenantes de Concha para sus amigos... muchas gracias...
ResponderEliminarGracias a todos vosotros para conmigo, por vuestro apoyo y por vuestro cariño. Vuestras palabras son para mí un estímulo. Os guardo un rincón privilegiado en mi corazón.
ResponderEliminarBesos.
A través de tus palabras me transportas a tu bosque Concha. Nuestros bosques chilenos también están llenos de sorpresas. Si no nos encontramos con hongos, capaz que nos topemos con frutillas blancas o una sabrosa murtilla.
ResponderEliminarSaludos.
En Chile es muy apreciada una seta que crece en los ramajes del roble austral (Nothofagus Obliqua) Se llama "Digüeñe", y sólo es posible encontrarla desde los últimos días de agosto y hasta comienzos de octubre, dependiendo de la latitud. Es una delicia culinaria y una de las bases primaverales de la comida mapuche.
ResponderEliminarSe le come como ensalada, con cilantro picado, y también como acompañamiento encebollado.
He tenido el privilegio de buscarlas y comerlas desde muy pequeño, y creo que hay pocos alimentos más sabrosos que esta extraña seta circular.
Pero si ese es uno de mis platos preferidos Jorge. ¿Sabes si acaso germinan en otros lados?
ResponderEliminarYo los recolectaba cuando iba a un campo cerca de Lonquimay, me los comía así no más, tal como los sacaba y a veces les echaba un poco de sal. Qué sabrosura, mucho mejor que los champiñones y lo bueno es que no se confunden con otras callampas porque son los únicas que crecen en los robles y son blancos y redondos.
Concha, tu historia es bellísima.
Saludos
Un maravilloso viaje a través de tus palabras. Seguramente la única forma en la que podré conocer lugares tan lejenos como este.
ResponderEliminarGracias!
Hermoso. Por sencillo y fresco, nos hace respirar el campo. Siento la paz y un deseo perenne de libertad. No es sólo es el hecho de volver al bosque e intentar impregnarse de la naturaleza, sino también de buscarse uno mismo y encontrarse, como diría algún personaje de Hermann Hesse: “Hacer un viaje hacia sí mismo”. Esa sensibilidad de Concha es unitiva y nos sonsaca a hurgar en lo grandioso de nuestra humildad. Esa imagen del tullido reconciliándose con el árbol rebasa cualquier filosofía, cualquier cientificismo. Es la confirmación de saber que, aun cuando seamos complejos, tenemos siempre la posibilidad del amor. Gracias, amiga: realmente hermoso, un abrazo, Manuel
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