Un sobreviviente
En un par de semanas con Marcela definitivamente nos iríamos a vivir juntos a mi casa museo.
Ya estaba haciendo las tratativas con el banco para convencerlos que me dieran el crédito para comprar la vieja casa de adobe de fines del 1800, muda testigo del desarrollo de la ciudad. Nido de fantasmas buenos que se movían por las habitaciones protegiéndome.
Pero esta vez ni esos fantasmas pudieron protegerme. A medida que con mi amigo caminábamos a ciegas por la casa que amenazaba con desplomarse en cualquier segundo, sentía bajo mis pies no solo los restos del adobe sino además, mis preciados objetos que sucumbían definitivamente al peso de mi cuerpo concentrado en mis zapatillas.
No lo tengo claro. Hay imágenes que tengo bloqueadas. Recuerdo mi cámara fotográfica en el suelo, el comedor a metros de la muralla, como una cómoda y el piano. “Mira la fuerza del terremoto. El piano se movió como un metro de la muralla”, me dijo Rodrigo pensando en los trescientos kilos del instrumento.
No supe cómo, pero en mis manos apareció la linterna. Pensamos en nuestras Marcelas y en nuestras familias. Sobre el mismo término de la pesadilla tomamos mi auto. En la calle no había luz. A lo lejos se escuchaban llantos, murmullos. Estábamos tan sensibles que escuchábamos hasta los abrazos.
Primero constatamos que los padres de Rodrigo se encontraban en buenas condiciones. Tiritaban. Pero estaban sanos y salvos. Una invasión de muebles se había instalado en el living, pero eso era un simple detalle ante la buena noticia de que se mantenían con vida.
“Señoras… señores… no tenemos palabras… Hemos sido protagonistas de una tragedia. No tenemos ninguna información. No sabemos de epicentros ni muertos ni construcciones en el suelo… Solo sabemos que estamos aquí, con ustedes, sobre el cerro Condell para transmitir y llevar una voz de compañía a sus hogares…”, dijo el locutor de la única radio que había logrado improvisar una señal en medio de la tragedia.
Se hablaba de un grado 9 Richter en Talca, de una ciudad de Constitución en el suelo. De un epicentro aún no determinado. De las informaciones entregadas por norteamericanos. Los mismos que venían advirtiendo esta historia desde hacía un par de años.
No había luz. Los autos corrían como desesperados, como en una ciudad sitiada en medio de la guerra.
Esquivábamos escombros en el auto. Si es que efectivamente no estábamos soñando, todo se parecía a las películas en que la Tierra era invadida por extraterrestres. Por un segundo me sentí Tom Cruise en La Guerra de los Mundos luchando por mi vida conduciendo en medio de las ruinas.
“Esto es una pesadilla, hermano”, le dije a Rodrigo que se agarraba la cabeza al ver las casas desplomadas. Sin planearlo nos fuimos a recorrer hasta donde llegáramos, a constatar los efectos de lo que poco a poco se iba confirmando una catástrofe en la ciudad donde corren aguas negras.
Vino el primer golpe directo al mentón: la iglesia San Francisco como objeto de una bomba aérea. Símbolo de la historia curicana para creyentes y no creyentes.
La radio seguía disparando datos sobre el horror. “Y nosotros que con Marcela casi nos quedamos en Pichilemu, balneario en buena parte arrasado por el terremoto”, le confesé a mi amigo. Nos había hecho volver un turno extra que me había pedido como favor un colega del diario…
El diario. La Dama de Papel. La Prensa. Por instinto también llegamos a ella. Los escombros de su fachada aplastaban sin remedio la camioneta blanca que utilizábamos para repartir los diarios en la región.
Un puntazo en el pecho quiso por unos minutos no dejarme respirar. La Prensa en el suelo. Pensé en que de alguna u otra forma saldríamos adelante y que no nos quedaríamos sin trabajo.
“Nos hablan del peligro inminente de tsunami”, disparó la radio. Los teléfonos celulares Entel, la empresa más confiable, eran una verdadera mierda. Días después con las réplicas de nuevo la señal se vendría abajo y con la improvisación de comerciales llorones pensarían en comprarse la confianza semi perdida de la gente.
Mis padres estaban bien. Habían pasado el remezón feroz abrazados en la cama en posición fetal como esperando que fuera el destino quien tuviera la última palabra para ellos. A mi madre le preocupaba mi hermano, que estaba en Santiago, su nieta, hija de mi hermano, que se encontraba en Curicó y sobre todo mi hermana, que esa noche había salido con unas amigas y de quien no se sabía nada. Ya lo dije: los celulares eran una mierda.
Nuestra misión en Copito de Nieve: averiguar sobre mi sobrina y mi hermana y seguir nuestro periplo camino a nuestras Marcelas.
Mi Marcela estaba bien. Aún impactada por la tragedia. Estaba conectada a la realidad gracias a una radio a pilas. Junto a su madre y hermana, pasaban los nervios acompañándose. Esa noche yo volvería tarde a dormir con ella. Le había avisado de mi encuentro con Rodrigo. Teníamos mucho que hablar y contarnos y ella por mientras dormía sabiendo que yo me encontraba en buena compañía.
El terremoto la despertó. Su casa bailaba frenética. No podía encontrar las llaves para abrir la puerta principal. Rendida ante ello, cerró los ojos esperando el fin… del terremoto o de lo que fuera. No pude estar con ella y eso de cierta manera no me lo perdono. Pero había sido una parte del guión escrito por el destino y había que asumirlo.
Me notó como extraviado. Mi mirada no expresaba nada. Estaba pálido y como huérfano de algo que ni ella ni yo teníamos claro. Al día siguiente Marcela vería su academia de danza ubicada en Membrillar, víctima de otra bomba de guerra. Eso la mantuvo triste de ahí en adelante. Y le hizo bajar diez kilos…
Marcela Mariposa no estaba en casa. Había salido en busca de nosotros. Sabía de la casa de museo de adobe y nos imaginó debajo de los escombros, lentos para responder ante lo que ella calculaba, habían sido varias y varias copas de ron en medio de las anécdotas, la música y la marihuana.
La radio, en la ciudad sin luz y sitiada, nos armaba el rompecabezas sobre lo sucedido.
Era cierto: se trataba de una pesadilla. Gran parte del país había sido sacudido con furia, con rabia, sin ni siquiera una gota de piedad.
Ya se hablaba que Iloca y Dichato habían desaparecido ante la ocupación atroz del mar que cobraba su original territorio. También del cataclismo en Constitución.
“¡Ya hueón! Ahora nos vamos a dedicar, aunque nos demoremos toda la noche, a sacar tus reliquias y muebles al patio”, ordenó Rodrigo.
Yo era un robot. Un muerto viviente. No sabía qué diablos en realidad estaba sucediendo. Mis cosas eran amenazadas por las grietas de las murallas y yo no sabía qué diablos hacer, si largarme a llorar, si agarrar un hacha y destruirlo todo de una vez, si volver donde Marcela o si salvar todo lo que más pudiera. Días después agradecería la diligencia de Rodrigo, a quien le debo haber salvado mis cosas. O por lo menos gran parte de ellas.
Ya estaba haciendo las tratativas con el banco para convencerlos que me dieran el crédito para comprar la vieja casa de adobe de fines del 1800, muda testigo del desarrollo de la ciudad. Nido de fantasmas buenos que se movían por las habitaciones protegiéndome.
Pero esta vez ni esos fantasmas pudieron protegerme. A medida que con mi amigo caminábamos a ciegas por la casa que amenazaba con desplomarse en cualquier segundo, sentía bajo mis pies no solo los restos del adobe sino además, mis preciados objetos que sucumbían definitivamente al peso de mi cuerpo concentrado en mis zapatillas.
No lo tengo claro. Hay imágenes que tengo bloqueadas. Recuerdo mi cámara fotográfica en el suelo, el comedor a metros de la muralla, como una cómoda y el piano. “Mira la fuerza del terremoto. El piano se movió como un metro de la muralla”, me dijo Rodrigo pensando en los trescientos kilos del instrumento.
No supe cómo, pero en mis manos apareció la linterna. Pensamos en nuestras Marcelas y en nuestras familias. Sobre el mismo término de la pesadilla tomamos mi auto. En la calle no había luz. A lo lejos se escuchaban llantos, murmullos. Estábamos tan sensibles que escuchábamos hasta los abrazos.
Primero constatamos que los padres de Rodrigo se encontraban en buenas condiciones. Tiritaban. Pero estaban sanos y salvos. Una invasión de muebles se había instalado en el living, pero eso era un simple detalle ante la buena noticia de que se mantenían con vida.
“Señoras… señores… no tenemos palabras… Hemos sido protagonistas de una tragedia. No tenemos ninguna información. No sabemos de epicentros ni muertos ni construcciones en el suelo… Solo sabemos que estamos aquí, con ustedes, sobre el cerro Condell para transmitir y llevar una voz de compañía a sus hogares…”, dijo el locutor de la única radio que había logrado improvisar una señal en medio de la tragedia.
Se hablaba de un grado 9 Richter en Talca, de una ciudad de Constitución en el suelo. De un epicentro aún no determinado. De las informaciones entregadas por norteamericanos. Los mismos que venían advirtiendo esta historia desde hacía un par de años.
No había luz. Los autos corrían como desesperados, como en una ciudad sitiada en medio de la guerra.
Esquivábamos escombros en el auto. Si es que efectivamente no estábamos soñando, todo se parecía a las películas en que la Tierra era invadida por extraterrestres. Por un segundo me sentí Tom Cruise en La Guerra de los Mundos luchando por mi vida conduciendo en medio de las ruinas.
“Esto es una pesadilla, hermano”, le dije a Rodrigo que se agarraba la cabeza al ver las casas desplomadas. Sin planearlo nos fuimos a recorrer hasta donde llegáramos, a constatar los efectos de lo que poco a poco se iba confirmando una catástrofe en la ciudad donde corren aguas negras.
Vino el primer golpe directo al mentón: la iglesia San Francisco como objeto de una bomba aérea. Símbolo de la historia curicana para creyentes y no creyentes.
La radio seguía disparando datos sobre el horror. “Y nosotros que con Marcela casi nos quedamos en Pichilemu, balneario en buena parte arrasado por el terremoto”, le confesé a mi amigo. Nos había hecho volver un turno extra que me había pedido como favor un colega del diario…
El diario. La Dama de Papel. La Prensa. Por instinto también llegamos a ella. Los escombros de su fachada aplastaban sin remedio la camioneta blanca que utilizábamos para repartir los diarios en la región.
Un puntazo en el pecho quiso por unos minutos no dejarme respirar. La Prensa en el suelo. Pensé en que de alguna u otra forma saldríamos adelante y que no nos quedaríamos sin trabajo.
“Nos hablan del peligro inminente de tsunami”, disparó la radio. Los teléfonos celulares Entel, la empresa más confiable, eran una verdadera mierda. Días después con las réplicas de nuevo la señal se vendría abajo y con la improvisación de comerciales llorones pensarían en comprarse la confianza semi perdida de la gente.
Mis padres estaban bien. Habían pasado el remezón feroz abrazados en la cama en posición fetal como esperando que fuera el destino quien tuviera la última palabra para ellos. A mi madre le preocupaba mi hermano, que estaba en Santiago, su nieta, hija de mi hermano, que se encontraba en Curicó y sobre todo mi hermana, que esa noche había salido con unas amigas y de quien no se sabía nada. Ya lo dije: los celulares eran una mierda.
Nuestra misión en Copito de Nieve: averiguar sobre mi sobrina y mi hermana y seguir nuestro periplo camino a nuestras Marcelas.
Mi Marcela estaba bien. Aún impactada por la tragedia. Estaba conectada a la realidad gracias a una radio a pilas. Junto a su madre y hermana, pasaban los nervios acompañándose. Esa noche yo volvería tarde a dormir con ella. Le había avisado de mi encuentro con Rodrigo. Teníamos mucho que hablar y contarnos y ella por mientras dormía sabiendo que yo me encontraba en buena compañía.
El terremoto la despertó. Su casa bailaba frenética. No podía encontrar las llaves para abrir la puerta principal. Rendida ante ello, cerró los ojos esperando el fin… del terremoto o de lo que fuera. No pude estar con ella y eso de cierta manera no me lo perdono. Pero había sido una parte del guión escrito por el destino y había que asumirlo.
Me notó como extraviado. Mi mirada no expresaba nada. Estaba pálido y como huérfano de algo que ni ella ni yo teníamos claro. Al día siguiente Marcela vería su academia de danza ubicada en Membrillar, víctima de otra bomba de guerra. Eso la mantuvo triste de ahí en adelante. Y le hizo bajar diez kilos…
Marcela Mariposa no estaba en casa. Había salido en busca de nosotros. Sabía de la casa de museo de adobe y nos imaginó debajo de los escombros, lentos para responder ante lo que ella calculaba, habían sido varias y varias copas de ron en medio de las anécdotas, la música y la marihuana.
La radio, en la ciudad sin luz y sitiada, nos armaba el rompecabezas sobre lo sucedido.
Era cierto: se trataba de una pesadilla. Gran parte del país había sido sacudido con furia, con rabia, sin ni siquiera una gota de piedad.
Ya se hablaba que Iloca y Dichato habían desaparecido ante la ocupación atroz del mar que cobraba su original territorio. También del cataclismo en Constitución.
“¡Ya hueón! Ahora nos vamos a dedicar, aunque nos demoremos toda la noche, a sacar tus reliquias y muebles al patio”, ordenó Rodrigo.
Yo era un robot. Un muerto viviente. No sabía qué diablos en realidad estaba sucediendo. Mis cosas eran amenazadas por las grietas de las murallas y yo no sabía qué diablos hacer, si largarme a llorar, si agarrar un hacha y destruirlo todo de una vez, si volver donde Marcela o si salvar todo lo que más pudiera. Días después agradecería la diligencia de Rodrigo, a quien le debo haber salvado mis cosas. O por lo menos gran parte de ellas.
3 Comentarios
Magnífico relato, le hace justicia a la primer parte. Excelente blog, saludos.
ResponderEliminarEmpecé a leer desde esta a la otra, el efecto mágico se preserva. Muy bueno. Me encantó.
ResponderEliminarUna impactante continuación de esta pesadilla colectiva. Clara, secuencializada, emotiva. Siento que se recuerda, se escribe, se lee y se relee con lágrimas aflorantes y nudos atropellados en las gargantas.
ResponderEliminarParece increíble que en cosa de segundos todos los que nos vimos involucrados repasásemos la fortaleza estructural de las casas de nuestros seres amados. Temimos por muchas vidas, pero al final (y salvo en las costas), la mayoría de las personas sabían actuar para sobrevivir.
Soberbio, amigo Jiménez.