La historia del Abuelo Final –le digo así porque cada vez que ve una película en la televisión se la pasa diciendo “fin” aunque quede un buen rato para que aparezcan las letras que dicen The End- no podría contarse en palabras muy pirulas, porque él no tiene nada de pirulo. El Abuelo final, que es papá de mi Mamá y del Tío Ricardo, no siempre ha estado en ese sillón con un chal en las piernas mirando televisión, escuchando los tangos de la radio o leyendo revistas Selecciones. Antes fue ascensorista y, según dicen en el cerro, el mejor de todos porque no había quien le hiciera el peso manejando los carros para arriba y para abajo. Eso cuando estaba tranquilo, porque con el asunto del vino la cosa se ponía bien distinta.
Antes de que naciera mi mamá, el Tío Ricardo y hasta yo mismo, el ascensor del cerro Santo Domingo estuvo a punto de cerrar por un accidente terrible en uno de sus carros. En ese tiempo había menos micros que ahora, por lo que el ascensor era lo más usado para subir desde el plan, o sea el primer piso del planeta, hasta alguna parte del cerro donde están las casas. También para hacer ese mismo camino al revés, desde el cerro hacia la tierra firme. El Abuelo Final llevaba poquito tiempo manejando el ascensor cuando pasó la tremenda desgracia. Antes había trabajado en el ascensor Los Lecheros, pero la dueña del Santo Domingo, que se llama Mariíta y es la prima ricachona de la abuelita Eliana, lo contrató con un mejor sueldo. Ella salió ganando porque, además de manejar carros, el Abuelo Final sabía repararlos cuando se enredaba el mecanismo que los hacía moverse. Y eso pasa bien seguido, porque los fierros de los ascensores de Valparaíso, de tan antiguos, se van poniendo todos los días un poco más oxidados.
El día del accidente los carros subían y bajaban del cerro, llenitos de gente, alguna hasta de pie, otras con bolsas con frutas, verduras y comida como pescados y bisteques. De repente, el carro que bajaba empezó a aumentar la velocidad sin que el Abuelo Final apretara algún botón o moviera las palancas del control. De tan rápido que venía, pasó de largo la caseta de madera y la boletería del plan y se metió en el comedor de la casa de la Mariíta. Muchas personas quedaron heridas y otras también muertas, aunque de eso no estoy muy seguro porque yo no había nacido como para haberlos contado uno por uno.
Cuando todos se recuperaron de la tragedia, salvo los que quedaron muertos, el Abuelo Final copió una idea que leyó en una revista Selecciones –es lo único que lee, creo que ya lo dije- para cambiar los controles por otros nuevos que le obedecieran con puro mover palancas desde la sala de manejo. Así, sin tener que pararse del asiento, una pura persona podía cobrar los boletos, mover los carros, abrir y cerrar las puertas de los dos lados. Yo conocí hace poquito cómo funcionaba todo eso. Como el Abuelo Final ya no puede moverse del living de la casa, me lo enseñó el Tío Chago, su hermano gemelo, por lo que viene a ser casi como mi abuelo. Ahora es él quien maneja el ascensor, pero con menos plata en los bolsillos por el asunto de la recesión.
“Él era muy inteligente –me dijo el Tío Ricardo sobre el Abuelo Final-. Pero debió usar su talento para ayudar a los demás. Si hubiera tenido más educación, se habría dado cuenta que lo utilizaron para aprovecharse de la gente”.
El Tío Ricardo no quiere a la Mariíta, porque cuando era chico nunca lo trató bien. Si iba de visita a su casa con la Abuela Eliana o la Tía Julia, le daba la mitad de un huevo en el almuerzo y de postre medio plátano. Eso me lo dijo la Tía Julia que se acuerda de varias cosas, algunas más importantes que otras. Pero nadie es perfecto, en su caso, perfecta.
La Mariíta comunicó la noticia de los cambios que vendrían al personal del Ascensor Santo Domingo el mismo día de la fiesta de inauguración de los nuevos controles y palancas. A los que no iba a necesitar más, se los dijo por escrito en unos sobres de color azul y eso parece que los hizo sulfurarse. De pasada, le echaron toda la culpa al Abuelo Final y le gritaron “vendido” y otras cosas más. Yo no sé que habrá vendido el Abuelo Final como para que se enojaran tanto con él, aparte de arreglar las piezas del ascensor que se estaban cayendo por la pura ley de gravedad.
Durante el almuerzo de inauguración, el Abuelo Final tomó mucho vino con la chiva de que estaba atragantado con un pedazo de pescado frito. Por eso se le acabó ligerito la paciencia con sus ex amigos que no paraban de gritarle insultos desde bien cerquita. Sin pedirle permiso a nadie, levantó la mesa donde estaban todos sentados, con garrafa, vasos, platos y la hizo volar cerro abajo. Después agarró del cuello a todos los que se le cruzaron por delante y les dio de cachuchazo limpio. Los boleteros se rindieron altiro y se fueron para sus casas con la cola entre las piernas. El Mecánico, más porfiado que el resto, intentó darle pelea, creyéndolo cansado. Pero el Abuelo Final sólo necesitó recuperar energía con otro trago de vino al seco y de ahí directo al cuello. Estaba tan enojado que abrió la ventana que daba a los rieles del ascensor y asomó la mitad del cuerpo del Mecánico por el cuadradito, mientras lo sujetaba de los cordones de los zapatos. Para qué decir el griterío de viejos y viejas curados que se armó. Si la Mariíta y la Abuelita Eliana no le hubieran quitado al Mecánico de entre las manos, el Abuelo Final lo tiraba cerro abajo para darle compañía a la mesa, los platos, la comida y los guarenes. Eso sí que habría terminado sus días en la cárcel con un muerto a sus espaldas.
“Me importa un cuesco todo lo que andan diciendo de mí, mijo –me contestó el Abuelo Final, cuando le pregunté si de verdad era un vendido. En ningún momento levantó la vista de la Selecciones para hablarme, lo que me dice que no puso demasiada atención a lo que yo le estaba preguntando.
El Abuelo Final habla brusco. Por eso en la casa no lo quieren mucho, aunque les dé pena verlo ahora tan pacífico. Necesita hasta que le den la comida en la boca y lo acompañen al baño. Es que todos recuerdan cuando se volvía loquito con la tomatera, como pasó en la inauguración del nuevo Santo Domingo. Ni siquiera los gatos se salvaban. Y resulta que Valparaíso está lleno de gatos. Si se le cruzaban en el camino, los tomaba de la cola y los tiraba contra las paredes. A mí me cuesta imaginarlo, pero todo esto me lo dijo la Tía Marta, que es su hija, y la Tía Julia, que no es nada de él, pero como crió a la Abuelita Eliana viene a ser como su suegra. Por eso se llevan tan mal. Cuando quise preguntarle por esto a la Abuelita Eliana, se puso a llorar y no me dijo nada. Pero con lo que ya sé me basta y sobra para entender los muchos acontecimientos de mi familia.
La Tía Julia es la más fácil para sacarle información. Cuando se pone a hablar como si fuera un robot, nadie la para. Algunas cosas que dice me las grabo en la cabeza, pero las otras se pierden no más. Aunque no sé que tan bueno es saber que el Abuelo Final haya sido como todos dicen que fue. De partida, cuando conoció a la Abuelita Eliana no la dejó seguir estudiando en la escuela porque le metió un hijo en la guata. Y ese hijo era mi mamá. Después vino otro hijo que era el Tío Ricardo. Como se habían encargado tantas guaguas, la Tía Julia quiso arreglarlo todo con un matrimonio. Pero había un problema. El Abuelo Final ya se había casado antes con otra señora y todos terminaron enojados con todos. Lo que no entiendo es para qué le hizo guaguas a mi Abuelita Eliana y no a su señora. Yo creo que fue porque su señora ya había dado muchos hijos, entre ellos algunos tíos y tías que no conozco, y quería una guagua con una cara distinta. Aquí el asunto se pone todo enredado y me pierdo un poquitito.
Cuando al Abuelo Final le dio el famoso ataque al cerebro, renunció al ascensor, y no le quedó más que esperar sentado a que el Tata Dios lo venga a buscar, viendo películas que él cree que se terminan cuando todavía les falta un rato, escuchando tangos en la radio o leyendo sus Selecciones.
Claro que al resto de la gente no le va a importar que eso pase, porque el Tío Chago se encargará se seguir moviendo el ascensor Santo Domingo para arriba y para abajo. Desde que el Abuelo Final metió sus manos, funciona como relojito. O sea, funciona bien. Lo que me tiene más contento es que el Tío Chago prometió dejarme manejar las palancas del ascensor cuando sea más grande, porque este trabajo necesita gente que sepa hacer bien las cosas.
8 Comentarios
Adoré el relato. Lo felicito y saludos cordiales a todos.
ResponderEliminarFabuloso. Me pareció como un fragmento de una novela bien interesante. Mantiene la atención todo el tiempo. De esos relatos que se agradece leer.
ResponderEliminarAbrazos
Laura
Impecable narración, me gustó muchooo¡
ResponderEliminarAbuelos, tíos y toda la parentela en una buena historia que contar dicen mucho de nosotros para bien o mal =)
ResponderEliminarEs habitual que nos perdamos en esa maraña de tíos y tías de primero, segundo y tercer grado, algunos tan cercanos y otros tan lejanos, pero unidos por una historia medianamente común. Ellos son los que adornan, a veces muy tangencialmente, nuestra historia familiar. Ante nuestros sentidos de niño, todos los datos que vamos recibiendo nos permiten ir armando complejos rompecabezas genealógicos. Las versiones sobre un mismo hecho son siempre distintas, incluso en la versión cambiante de una misma persona. De esta forma, ese pasado familiar muta en cada nuevo rumor, en cada nuevo pensamiento.
ResponderEliminarNo cabe duda que el Abuelo Final cargaba con el carácter de fuego de un hombre latino, lleno de códigos de comportamiento envueltos de dureza. Y esos códigos siempre conllevaban una vida aún más difícil para quienes lo debían acompañar.
La mirada narrativa del niño está muy bien lograda. El término “puro”, muy chileno, se repite en cada frase, tal como hablan los impresionados niños chilenos. Su claridad e inocencia para observar su mundo, nos deja entrever perfectamente a los lectores esa alternancia entre sorpresa y crueldad. Finalmente, el verdadero drama descrito implícitamente recae en los adultos, aquellos que ya hemos logrado percibir el extraño funcionamiento de las vidas de las personas.
Recuerdo esos ascensores que se empinan casi verticalmente por los cerros de Valparaíso, verdaderos desafíos al vértigo paralizante que a veces nos ataca, y que han sido tantas veces retratados en todas las artes conocidas.
Es un honor leerte amigo, porque sé que parte de tu ser sigue viviendo en aquellos cerros, en aquellas poblaciones que desafían a las leyes de Newton, la misma ciudad que ha sido bombardeada por españoles, asaltada por corsarios, tomada por inversionistas ingleses, arrasada por terremotos, incendiada tantas veces, la misma cuya poesía visual nos ofrecen tan vívidamente las películas“ Valparaíso, mi amor”, “Ya no basta con rezar” y “La luna en el espejo”, o los selectos relatos de Carlos León. La misma que ahora está nuevamente inmortalizada por tus pictóricas letras.
Felicitaciones, amigo Rodríguez.
Una historia inolviable para quienes las vivieron y también para quien la lee porque llega sin escalas directo al corazón. Y.. claro! Me hizo recordar mis propias historias con mis tíos y abuelos maternos que son los afectos más cercanos que tengo luego de mi familia directa.
ResponderEliminarTe felicito! Abrazos!!!
Ya renuncio a encontrar nuevas formas de expresar mi admiración por esa manera de describir la vida de las personas de una forma tan natural que cualquiera se sienta identificado con ellas, aunque ésta viva a miles de kilómetros y dentro de una cultura diferente, pero al fin y al cabo, ¿no somos todos los seres humanos iguales dentro de nuestras diferencias?
ResponderEliminarGracias, Claudio, por recordarme en cada nuevo escrito tuyo que hay al menos otro ser humano con el que me puedo identificar.
Un abrazo.
Relato sabroso, exquisito, con ese humor etílico que tantas veces hemos compartido en mi casa-museo.
ResponderEliminarCada vez que leo un delirio tuyo, aprendo algo nuevo y vuelvo a creer en la vida.
Abrazos, hermano mío, JP Jiménez