Mi abuela y el falangista


ENCARNA MORÍN -.

En el año treinta y seis estalló la guerra. En la isla de Lanzarote. los falangistas, al mando de un tal Elías, hacían batidas nocturnas, en busca de presuntos disidentes del régimen. Si acertaban a pasar delante de la recién recogida cosecha de papas, al día siguiente, se presentaban para requisarla o "comprarla" aunque jamás nadie viera el dinero.

“¡Santander, nuestra es!” tocaban en el postigo de las ventanas de las casas y gritaban en la madrugada. Todos se tiraban a la calle, medio dormidos y con frío, halando de los niños, no fueran a pensar que de rojos se trataba. Llegaron los reclutamientos forzosos a jóvenes, tan niños, que aquello fue un infanticidio. En la batalla del Ebro murieron muchos de ellos, que no tenían arte ni parte en esa guerra. Los llantos desconsolados de las madres y padres rompían el silencio de la noche en el pueblo a oscuras.

Mi abuela se alegró en el fondo de su alma de que su niño fuera tan pequeño, que de ninguna manera iban a llevárselo de su lado. Con los vítores de la guerra y con los curas a la cabeza, ella, sumisa en casi todo, siempre se negó a ir a misa y cumplir con los fervores religiosos. Su mantilla negra se la puso en contadas ocasiones para ir a la iglesia, casi siempre en algún funeral. Era medio agnóstica, aunque ni loca lo iba a admitir.

-¿El infierno dices? ¿Alguien que estuvo allí volvió para contarlo? Nadie lo ha visto nunca.

De esta manera, logró sembrar en mí la duda. Quizá para contrarrestar, me mandaba a misa cada domingo.

Transcurría la guerra, y entre los atropellos de Elías, el falangista, y los rumores de que el maestro andaba preso y a punto de morir, ella decidió cerrar la lonja. Para nada servía mantenerla abierta. Dejaba pérdidas. Aumentando los fiados sin poder sostenerlos. Nadie tenía dinero. Por aquel entonces, el contacto con el ausente marido emigrado a Argentina seguía vivo. No desapareció de la noche a la mañana.

Un día, "don" Elías se presentó en la casa. Sus visitas hacían temblar al vecindario. El motivo era una extraordinaria cabra que tenía mi abuela, con unas ubres tremendas. Un perfecto ejemplar que daba litros de leche cada día.

-Vengo a ver una cabra que dicen que está muy bonita -dijo el capo.

-Pase y mírela- respondió ella.

-Quiero comprarla.

-No está en venta don Elías -de dónde sacó la voz rotunda y la mirada fría, nadie lo supo jamás-. En algún punto de su inexistente conciencia él supo que aquello era cruzar los límites de lo permitido. No insistió, curiosamente. Se fue por donde mismo vino. Mi abuela se jugaba todo en esa carta ¿Qué leche le iba a dar al niño?

Se ganó la vida durante la guerra haciendo alpargatas por encargo. Le traían las suelas, sacadas de gomas viejas de camiones, y la tela. En unos días estaban listas unas buenas alpargatas que mi abuela hacía velozmente. También hacía esteras de palma, bordados y manteles. Primorosos manteles calados en malla de hilo fino. Tejidos en telares de madera. Noches y noches, a la luz de la vela, calando manteles que luego iban a parar a “la península”. Obras de arte, sacadas de sus manos, que nunca han estado en un museo.

El cuartel estaba cerca de la casa, los militares le encargaban aquellos hermosos manteles bordados que nunca más volvió a hacer en los años sucesivos. Sus habilidades manuales les salvaron la vida a ella y a su hijo. En la huerta plantaban las papas, las lentejas, el millo para el gofio… no fue fácil.

La guerra civil española no fue fácil para nadie. Las islas se vieron tan sorprendidas como el resto del país, pero alineadas a la fuerza con los golpistas. Mucha buena gente se encontró formando parte de uno de los bandos, sin opción para elegir. Nadie quiere recordar la guerra.

Terminada la guerra civil, mi abuela, la injertadora oficial de rosales del pueblo, ya tenía fama de que curaba a las plantas y que hasta hablaba con ellas. Su patio era un vergel, en medio de tanta sequedad. Vecinas y caminantes se paraban a ver sus rosales y sus plantas o a pedirle unas flores o algún esqueje, que casi nunca conseguían que pegara.

Sigo asociando a ella el olor a los nardos. Unos bulbos enterrados, que cuando llegaba mayo florecían, bajo la sombra de una pared, cerquita del aljibe, regalándonos unas hermosas y tímidas flores de olor penetrante. Nunca una flor olió mejor que el nardo.

Las hortensias fueron siempre su flor imposible. Jamás logró que alguna viviera por más de una semana. No lo entendía, por qué la Flor de Mundo -así les llamamos en Canarias-, no se le daba.

La historia de la humanidad tiene voz de madre. De madres que han resuelto tirar adelante con sus hijos, pese a la adversidad o gracias a ella, mujeres valientes y silenciosas que han sabido estar, sin hacer ruido, cada vez que algo afectaba al mundo. Madres que han defendido el amor y la dulzura por encima de toda violencia. Mujeres poderosas que sacan una fiera dormida cuando alguien toca a uno de sus cachorros. De ellas descendemos.

Publicar un comentario

10 Comentarios

  1. Hay flores que son esquivas, como señoritas caprichosas que se resisten ante ciertos cumplidos. Vuestra evocación de tu abuela la sigue enalteciendo. En cada escrito nuevas señales de su nobleza, nuevos registros de la dureza de esos días. Y esa cabra lechera, que se escapó jabonada del hambre falanjista.

    Bello escrito.

    Un abrazo grande.

    ResponderEliminar
  2. Esta es mi abuela paterna "la orientala" metro cincuenta de vitalidad. Durante toda su vida no fue ni viuda ni casada ya que su marido emigró hacia Argentina cuando aún si hijo no había nacido. Jamás volvió por circunstancias de la vida...

    ResponderEliminar
  3. Raúl de la Puente6/8/12

    Mi abuela hablaba con las plantas, incluso las reprendía cuando no se mostraban radiantes o las animaba cuando las veía cabizbajas.
    Emotiva historia de vida
    Mis respetos

    Raúl

    ResponderEliminar
  4. Con las líneas finales agradecés por todos a las mujeres que se ponen al frente de una familia para llevarla adelante. Con ellas universalizás una historia personal rica y llena de ternura. Gracias por compartirte de esa manera.

    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  5. Un pedazo de historia universal en cada recuerdo suyo asociado a un familiar. Buenísimo!

    ResponderEliminar
  6. Los pueblos son los protagonistas de la historia... con caras, nombres y hasta anécdotas. Es importante no olvidar quienes somos y de donde venimos.
    Abrazos amigas y amigos.

    ResponderEliminar
  7. No pude resistir la tentación de leerlo ahora Encarna: Has tenido la virtud de hacerme llorar, y verla ahí a tu madre con los rosales y plantándole cara al "señorito" que quería comprar la cabra. Qué dignidad!

    ResponderEliminar
  8. Gracias a ti, Carlos! No era mi madre, era mi abuela, pero pasé muchos años con ella...lecciones de supervivencia nos da la vida constantemente, solo hay que estar atentos y mirar.
    Un abrazo

    ResponderEliminar
  9. Anónimo9/8/12

    Emotiva historia como todas las que Ud.escribe. La lectura de su cálido y tierno relato trajo a mi memoria la imagen de mi abuela materna refrescando, con un balde de agua, sus numerosas plantas a las que cuidaba con esmero y cariño, y éstas le respondían dando unas hermosas flores.

    Paco Rafael

    ResponderEliminar