Durante muchos años estuve esperando al ratón de los dientes pero nunca llegó. Llegué a pensar que el pobre se habría caído de algún mueble y se había roto el cuello o que un gato se lo había comido.
Mi madre me leía historias fantásticas que solían erizarme los vellos más delgados del cuerpo, y por la televisión me llenaba los ojos y el corazón con programas como Dimensión Desconocida o las historias fantásticas de Ray Bradbury. Julio Verne era mi compañero de alcoba, y mi padre me sentaba sobre sus rodillas para dibujar gatos panzones en su escritorio. Ese fue el mundo en el que crecí, los cuentos que me llenaron el alma de figuras hermosas y colores inimaginables, historias en las que creí más tiempo del que era prudente.
Conforme crecí, a nadie se le ocurrió decirme que el ratón Pérez no vendría más porque había perdido todos mis dientes de leche, que los huevos de dinosaurio (como llamaba mi madre tiernamente a las albóndigas para lograr que me las comiera) eran un platillo demasiado exótico para nuestra mesa y un día mi madre dejaría de servirlo. Nadie se ocupó de aclararme que Santa Claus no acostumbra comprar juguetes para los niños mayores (maldito gordo avaro), y tampoco hubo quién tuviera corazón para decirme que la Luna no era de queso.
Conforme fueron pasando los años y por fin me di cuenta (yo solita) de todas esas cosas, dejé de guardar celosamente mi último molar debajo de la almohada con la esperanza de ver por la mañana una moneda reluciente en su lugar. Tuve que dejar de imaginarme cómo diablos habían logrado cazar aquellos cavernícolas con tan rudimentario armamento a un Tiranosaurio Rex y darle muerte, para que el señor carnicero del mercado pudiera moler su carne, venderle a mi madre un kilo y luego verlas servidas en mi plato rodeadas de caldo caliente. Hasta dejé de fingir que cumplía once años cada siete de febrero para ver si podía engañar a Santa un año más, y cancelé la preparación del plato de queso fundido más grande de la historia.
Los años siguieron pasando y comprendí cómo es de desentendida la gente que nos rodea y que tanto dice amarnos. Nadie me dijo que las películas musicales dejarían de gustarme por que mi apreciación en la adultez sería más aguda. Que dejaría de chuparme los dedos al comer un pastel porque me daría vergüenza que los demás invitados se me quedaran mirando. Que sería mas importante ponerme zapatos de tacón y ropas ajustadas para agradar a los demás, aunque yo me sintiera endemoniadamente incómoda y no pudiese sentarme libremente en cualquier lugar. Que no hay sapos que se conviertan en príncipes cuando una los besa, y que no tenía que cargar aquel collar con dientes de ajo todo el tiempo porque Drácula no vive en el D.F. Que a veces hay que ir contra uno mismo con tal de conseguir algo.
A alguien se le olvidó decirme todo eso y creo que yo me di cuenta demasiado tarde.
Mi madre me leía historias fantásticas que solían erizarme los vellos más delgados del cuerpo, y por la televisión me llenaba los ojos y el corazón con programas como Dimensión Desconocida o las historias fantásticas de Ray Bradbury. Julio Verne era mi compañero de alcoba, y mi padre me sentaba sobre sus rodillas para dibujar gatos panzones en su escritorio. Ese fue el mundo en el que crecí, los cuentos que me llenaron el alma de figuras hermosas y colores inimaginables, historias en las que creí más tiempo del que era prudente.
Conforme crecí, a nadie se le ocurrió decirme que el ratón Pérez no vendría más porque había perdido todos mis dientes de leche, que los huevos de dinosaurio (como llamaba mi madre tiernamente a las albóndigas para lograr que me las comiera) eran un platillo demasiado exótico para nuestra mesa y un día mi madre dejaría de servirlo. Nadie se ocupó de aclararme que Santa Claus no acostumbra comprar juguetes para los niños mayores (maldito gordo avaro), y tampoco hubo quién tuviera corazón para decirme que la Luna no era de queso.
Conforme fueron pasando los años y por fin me di cuenta (yo solita) de todas esas cosas, dejé de guardar celosamente mi último molar debajo de la almohada con la esperanza de ver por la mañana una moneda reluciente en su lugar. Tuve que dejar de imaginarme cómo diablos habían logrado cazar aquellos cavernícolas con tan rudimentario armamento a un Tiranosaurio Rex y darle muerte, para que el señor carnicero del mercado pudiera moler su carne, venderle a mi madre un kilo y luego verlas servidas en mi plato rodeadas de caldo caliente. Hasta dejé de fingir que cumplía once años cada siete de febrero para ver si podía engañar a Santa un año más, y cancelé la preparación del plato de queso fundido más grande de la historia.
Los años siguieron pasando y comprendí cómo es de desentendida la gente que nos rodea y que tanto dice amarnos. Nadie me dijo que las películas musicales dejarían de gustarme por que mi apreciación en la adultez sería más aguda. Que dejaría de chuparme los dedos al comer un pastel porque me daría vergüenza que los demás invitados se me quedaran mirando. Que sería mas importante ponerme zapatos de tacón y ropas ajustadas para agradar a los demás, aunque yo me sintiera endemoniadamente incómoda y no pudiese sentarme libremente en cualquier lugar. Que no hay sapos que se conviertan en príncipes cuando una los besa, y que no tenía que cargar aquel collar con dientes de ajo todo el tiempo porque Drácula no vive en el D.F. Que a veces hay que ir contra uno mismo con tal de conseguir algo.
A alguien se le olvidó decirme todo eso y creo que yo me di cuenta demasiado tarde.
10 Comentarios
Esos huevos de dinosaurio, con razón se extinguieron. Son los designios del crecer. Buena historia.
ResponderEliminarLuis
Vamos creciendo, madurando o bien nos van incorporando al medio. Nuestras necesidades se reacomodan y nos volvemos funcionales a la sociedad. Nos quitan nuestros cuentos, nuestros juegos y la inocencia se pierde cada día un poco más. Así nos convertimos en gente de "bien". Qué mal!
ResponderEliminarTierno y certero.
Saluditos
Un conjunto de decepciones que se vienen de golpe a partir de los nueve o diez años para cada niño. A algunos les ocurre antes y a otros un poco después, pero lo claro es que no hay cómo escapar al derrumbe de ese castillo de naipes de la infancia.
ResponderEliminarMe encantó tu escrito, Lilymeth.
Un abrazo
Lily, no has dejado nada en el tintero. Todas las fantasías fueron desapareciendo como los pequeños dientes desaparecían de tu boca. Aunque nadie te advirtiera de todas esas cosas, tú sigues siendo aquella niñita ingénua y tierna.
ResponderEliminarPreciosa narración. Un beso grande.
Lily, no has dejado nada en el tintero. Todas las fantasías fueron desapareciendo como los pequeños dientes desaparecían de tu boca. Aunque nadie te advirtiera de todas esas cosas, tú sigues siendo aquella niñita ingénua y tierna.
ResponderEliminarPreciosa narración. Un beso grande.
Yo comía pochoclos, todos los que quisiera, pero no me hacían regalos. Papá Noel no se aventuraba a menudo hasta las poblaciones más pobres.
ResponderEliminarUn agrado leerla
Raúl
Lamentablemente, yo dejé de creer por mí misma y antes de lo que hoy hubiese deseado. Para contrarrestar la falta de ilusiones en mi niñez me inventé mis propios mitos y leyendas, mis propios cuentos de (anti)hadas así como también razones alternativas para vivir y ser como soy... En ellos creo hasta el día de hoy y no necesito que nadie me diga en qué debo dejar de creer! Así la voy remando día a día.
ResponderEliminarMe encantó! Un abrazo.
A mis chiquis que nadie le mate las fantasías ni les revele ningún secreto, se lo tengo prohibido a los ecepticos de la familia. Ya habrá tiempo para madurar y adaptarse, mientras que nadie se los diga!
ResponderEliminarNunca falta el que le cuenta al chico que papa noel no existe.
ResponderEliminarMaravilloso y limpio escrito sobre el fin de la niñez. Son muchas decepciones juntas.
ResponderEliminarAbrazos
Claudia