Por Pablo Cingolani
“El mal que aqueja a la República Argentina es la extensión;
el desierto la rodea por todas partes y se le insinúa en las entrañas…” anotó
Sarmiento en el libro fundamental de la Argentina del siglo XIX, Facundo. Civilización y barbarie.[2]
Tamaña definición –y un libro entero para defenderla- ha
ayudado a signar un derrotero histórico y cimentar una mirada sobre el país que
perdura hasta hoy: la visión antipopular de la Argentina, la visión liberal
sobre su gente, sus problemas y cómo resolverlos.
“El Facundo” de Sarmiento es la síntesis perfecta y
contradictoria a la vez de ese posicionamiento que llevaría a su autor, a declaraciones
tan extremas como las expresadas en una famosa carta que dirigió a Mitre,
fundador del periódico La Nación
–vocero histórico de los liberales europeístas- y otro de los ideólogos claves
de la Argentina hecha a la imagen y semejanza de lo extranjero.
En esa carta de 1861, Sarmiento sentenció y recomendó que "No
trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer
útil al país. La sangre es lo único que tienen de seres humanos”. [3]En
dos líneas, se despacha todo un manifiesto racista y genocida.
Dije que Sarmiento era contradictorio. En el referido Facundo, anotó también: “Los argentinos,
de cualquier clase que sean, civilizados o ignorantes, tienen una alta
conciencia de su valer como nación; todos los demás pueblos americanos les
echan en cara esta vanidad, y se muestran ofendidos de su presunción y
arrogancia. Creo que el cargo no es del todo infundado, y no me pesa de ello.
¡Ay del pueblo que no tiene fe en sí mismo! (…)”.[4]
Más adelante, Sarmiento agrega: “¡Cuánto no habrá podido
contribuir a la independencia de una parte de la América la arrogancia de estos
gauchos argentinos que nada han visto bajo el sol mejor que ellos, ni el hombre
sabio ni el poderoso? El europeo es para ellos el último de todos, porque no
resiste a un par de corcovos del caballo”. Esto lo escribió en 1845. Paisaje e
identidad se traman en estos párrafos memorables…
Ese amor y odio conjugados en la misma pluma, ha servido
tanto para justificar matanzas infames contra el pueblo argentino como para
idealizar a Sarmiento como un paladín de la libertad y del progreso. Habría que
leer más a Sarmiento; sus palabras se han fundido con el bronce de los
monumentos que lo recuerdan y en las placas de todas las calles, avenidas,
pueblos y ciudades que llevan su nombre.
¿Qué decir de él en 2012
que ya no se haya dicho? Que sería bueno, insisto, que se lo lea, y que
de allí nazca la convicción colectiva permanente de que no puede construirse
una Nación sin Pueblo, no puede, en el caso que nos ocupa, construirse una
Argentina sin argentinos.
Sobre la Argentina como Desierto, Sarmiento, el polemista,
escribió algunos lugares comunes como esta distinción entre llanura y montaña.
Dice: “muchos filósofos han creído también que las llanuras preparaban también
las vías al despotismo, del mismo modo que las montañas prestaban asidero a las
resistencias de la libertad”.
Lo mismo vale para la comparación que establece entre la
pampa argentina y los desiertos de Asia, “algo hay en las soledades argentinas
que trae a la memoria las soledades asiáticas…”, y empieza, como en letanías, a
comparar la tropa del gaucho con la caravana del beduino, la ropa con la ropa,
la supuesta brutalidad con la supuesta brutalidad.
La idea del desierto, ya lo dijimos, es también cultural y
política. Para “unificar” la Argentina, lo primero que hicieron Sarmiento y los
demás liberales fue limpiar los desiertos “conocidos” de gauchos, alzados,
rebeldes y montoneras –que así se llamaban los ejércitos populares que
enfrentaron durante más de medio siglo la idea que Argentina se construyera
mirando a Europa y dándole la espalda a sus propios habitantes. En eso estaban,
cuando Sarmiento le escribió a Mitre, pidiéndole que mate a todos los que
pueda.
Cuando acabaron con la última montonera, cuando acabaron con
Felipe Varela, y masacraron al último montonero, ahora tocaba acabar con los
desiertos “desconocidos”: la Pampa, la Patagonia y el Chaco, que eran
territorios donde vivían pueblos indígenas libres, no incorporados a la
sociedad nacional, no integrados.
Se procedió, entonces, a invadir militarmente uno a uno esos
territorios que como fue bautizada la campaña de exterminio más famosa de todas,
eran considerados como “desiertos” (aludo a la autodenominada por el general
Roca como Conquista del Desierto de 1879). También mataron a todos los que fue
necesario, y a los que sobrevivieron los confinaron o, en el caso de muchas
mujeres indias, las llevaron a Buenos Aires para que trabajen de sirvientas, de
esclavas de los hogares de los propios invasores y genocidas.
Finalmente, el desierto desapareció del imaginario argentino.
Hoy a nadie se le ocurriría decir que entre Buenos Aires y Mendoza, por
ejemplo, hay un desierto. Pero el desierto sigue ahí, entre los pliegues
geológicos de la nacionalidad y la identidad argentinas, al menos entre los que
no olvidamos tanta ignominia y tanto desprecio hacia lo nuestro, hacia lo que
consideramos como propio.
Pablo Cingolani
Río Abajo, 29 de octubre de 2012
[1]
Este texto nace a partir de intentar responder un comentario preciso y precioso que el
escritor chileno Jorge Muzam hizo con referencia a otro texto mío (Busca tu
desierto). Transcribo el comentario aludido, que no tiene desperdicio:
“Argentina, en cierta medida, también es un gran desierto, un océano terrestre,
donde la mirada se pierde en un horizonte plano (salvo las ciudades y pueblos
cercanos a la cordillera). Leyendo este texto me preguntaba si quizá esta misma
sensación de inmensidad, de llaneza infinita, había incidido en la conformación
de un carácter tan peculiar como el de los argentinos. Son elucubraciones
tangenciales y quizá inconducentes que nacen de la lectura de un texto
excelente como éste”.
[2]
Todas las citas del Facundo,
corresponde a la edición de EUDEBA de 1961, que fue la primera completa que se
editó en el siglo XX. Dentro de lo escueto de este texto, habría que dejar
sentado que la contrafigura literaria de Facundo,
es el poema Martín Fierro (1872), de
José Hernández, otro clásico de la literatura argentina y latinoamericana.
[3] Carta de
Domingo Faustino Sarmiento a Bartolomé Mitre en 1861, en la que Sarmiento le
pide a Mitre un cargo en el Ejército y le aconseja no economizar sangre de
gauchos. Fuente: Jorge Perrone, Diario de
la Historia Argentina, Tomo II. Tomada de Biblioteca Escolar de Documentos
Digitales, http://biblioteca.educ.ar
[4]
La identificación entre el paisaje y el carácter nacional lo retoma, por
ejemplo, Martínez Estrada en su Radiografía
de la Pampa (1933), otro libro fundacional como Facundo.
Imagen: Florencio Molina Campos. "Volviendo".
7 Comentarios
Es un continente, dice de Argentina el presidente uruguayo, José Mujica. Cuánto territorio, tanta llaneza. Hasta los chicos se aburren en las carreteras pues sólo ven vacas y planicies.
ResponderEliminarSu artículo es una buena forma de entenderlos a ustedes, nuestros hermanos.
Saludos desde Chile
Raúl
El racismo desplegado en Facundo me hizo recordar el racismo desplegado en una obra histórica fundacional del estado chileno.
ResponderEliminarMás que a través de obras estrictamente literarias (aunque también lo son, y escritas con gran destreza y colorido narrativo), Chile fue esculpido por historiadores conservadores provenientes de la oligarquía terrateniente.
Hasta el día de hoy, la clase dirigente consulta a estos fabuladores, les cree a pie juntillas, y con sus visiones muchas veces descabelladas intenta refutar a la historiografía marxista que se tomó las principales academias.
Un breve extracto de ejemplo:
“La eliminación del negro fue un gran bien para la raza chilena. Las manifestaciones intelectuales y morales de sus mestizos no fueron alentadoras”. Francisco Antonio Encina, Historia de Chile.
Excelente visión del sentido de la argentinidad. Al menos así lo he entendido en una primera lectura. El desierto argentino generó una locura especial en sus hombres.
Un abrazo, amigo Pablo.
La conquista del "desierto" es uno de los episodios más tristes de nuestra querida Argentina. ¿Desierto? Fue un genocidio. Los teóricos de la modernización del país proponían poblar el "desierto" que se suponía deshabitado. No eran numerosos los habitantes, pero había habitantes previos a esta postulación. Esta avanzada sobre el valioso suelo tuvo intereses económicos políticos, intereses inescrupulosos como siempre. Si hasta ahora no se lo dice claramente es porque la historia la escriben los que ganan.
ResponderEliminar"Sarmiento apóstata, arbitrario, indiferente a los fantasmas del pasado que aparta de sí con exorcismos y caprichos de alta factura literaria." Ese es el Sarmiento según Alberbi y el que yo interpreto re-leyendo la historia argentina. Cuesta mucho salirse de los moldes que te meten en la educación formal pero al final se puede uno hacer ideas propias y reinterpretarlo todo.
ResponderEliminarExcelente escrito.
A este selecto texto le aporto letras de le reputada pluma de Sarmiento:
ResponderEliminar"¿Lograremos exterminar los indios? Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar. Esa calaña no son más que unos indios asquerosos a quienes mandaría colgar ahora si reapareciesen. Lautaro y Caupolicán son unos indios piojosos, porque así son todos. Incapaces de progreso. Su exterminio es providencial y útil, sublime y grande. Se los debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado”.
(“El Progreso”, 27 de septiembre de 1844)
Estos que querían conquistar el desierto, a ellos todo mi repudio.
“En las provincias viven animales bípedos de tan perversa condición que no sé qué se obtenga con tratarlos mejor”. Lo escribió Sarmiento en un informe enviado a Mitre en el año 1863. Justo estaba trabajando sobre eso.
ResponderEliminarArgentina estaba desierta de ideas que nos condujeran a un verdadero progreso. Me tocó leer y leer análisis varios del Facundo del que rescato por lo breve y claro las palabras del filósofo J.P. Feinmann
ResponderEliminar"Facundo proponía la entrada del Progreso (el gran valor del siglo) en el país poseído por la certeza de esa utopía: el Progreso del imperio sería el Progreso del mundo neocolonial. Había una sola senda: la senda de la complementación con la economía y la cultura europeas. Siguiendo esta senda, por ahora detrás de ellos, alguna vez los alcanzaríamos. El Progreso era para todos. Era el tren de la Historia. Algunos ocupaban por ahora la retaguardia. Otros la vanguardia. Pero ese tren era para todos. Porque había una sola vía y por ella marchaban los países imperiales y los neocoloniales. En algún momento sus marchas se igualarían y el mundo sería el del trato entre países de un mismo nivel en la escala del progreso. Sarmiento no sospechaba (nadie lo hizo) que no había un solo carril. Que los países imperiales marchaban por uno. Y los neocoloniales por otro. Que nunca se unirían. Estamos en el siglo XXI y la dulce historia del progreso de toda la humanidad está destruida. Las desigualdades son más crueles que nunca. En resumen: la introducción de la lógica técnico-imperial en los países nuevos no los llevó a la prosperidad sino al atraso. Esa razón técnico-imperial sólo fortaleció –en nuestro país– a la ciudad de Buenos Aires y selló una subalternidad (tomo este término de Gayatri Spivak) que aún continúa. La miseria en la Argentina es una realidad cruel y hasta monstruosa. Las luchas civiles que Buenos Aires emprendió en nombre de la civilización y el progreso sólo dieron como resultado el arrasamiento de los gauchos, de los negros y de los indios. La repartición de la propiedad de la tierra en pocas manos y también un manejo de la política privativo de esas mismas clases respaldadas por un ejército que le sabrá ser fiel hasta los extremos de la Argentina concentracionaria de 1976-1983. Los gobiernos populistas de Yrigoyen y Perón serían abatidos por golpes cívico-militares que restaurarían a los dueños de la “abundancia fácil” (que se consideran, muy naturalmente, los dueños del país porque poseen la tierra) y todo seguirá su camino “racional”.
/Feinmann lee Facundo desde la Escuela de Frankfur: Facundo, el filósofo/