a Ligia
Los Hasidim caminan por la mañana, vestidos de negro, hacia el Sabbath. A pie, porque Yavé, o como se nombre, prohíbe los vehículos en día santo. Los hombres con anchos sombreros; los niños de esmirriada cabeza también con anchos sombreros, rígidos como paraguas. Mujeres y muchachas de largos faldones, piezas de colección de las abuelas que pasan de generación en generación, que vienen de Lublín y Vitebsk a Denver, por lo general tras sangriento reguero. Tacones altos de zapatos quizá calzados desde 1920. Ahorro y anacronismo. Tradición. Los hasiditas apresuran el paso, bajando por la avenida Mississippi, temprano, a orar.
A mí no hay dios que me haga andar a pie en sábado o domingo. Son extendidos los caminos del trabajo para hacer caso a las voces de la nada, fantasmas que omitió el cerebro desde la pequeña infancia: ni confirmado estoy. Poco puedo oír palabras perdidas en el aire.
Miro por la ventanilla igual que si observara la campiña donde labran los campesinos desde el ventanal de un tren. Intercambiamos miradas. Ellos con luengas barbas. No me toca su altanera actitud de elegidos, al fin de cuentas no voté yo por ellos en elección alguna… Subo el volumen; los mexicanos, la Raza según se catalogan a sí mismos, dirían “súbele al radio”, solo que este es un portátil de discos compactos -no una radio- donde canta Cesaria Evora, la “diva de los pies descalzos”, irreductible e irreverente como me gustan las morras, y ella es morra vieja, y fea, y bizca, pero encantadora en ritmo y canto, ajena a los valores puritanos de Estados Unidos, fumando y con un vaso de cachaça en el estrado, burlando los cartelones de prohibido fumar.
Nada tan contradictorio como los adustos hebreos y la mujer que contonea su voluminoso cuerpo con cadencia y seducción. El ágil saxo menor de un acompañante marca los pasos, dos-uno, dos-uno, y el brazo izquierdo estirado en el vacío coge la ausencia de un pareja bailador. Es Cesaria Evora en Denver, albur del otoño, calores que se desgajan en frío mientras en el Paramount Theatre el público, compuesto en su mayoría por sudamericanos y luso parlantes, baila en los pasillos mornas caboverdesas que si se lee son piezas musicales de tristeza similar a la del fado y que sin embargo incitan a moverse.
Ya de antiguo, en viaje al reino de Lesotho, enclave negro de una blanca Sudáfrica, el avión escala en Ilha do Sal, Cabo Verde, y cuesta imaginar que alumbre ritmo yermo semejante. Por generalizar algunos afirman que el origen es la herencia negra y trivialidades así, cuando en realidad este grupo isleño abraza una síntesis de culturas entre esclavistas y esclavizados, blancos y negros, zambos y pardos, franceses, españoles, portugueses, guineanos. Síntesis que en fútbol, fanatismo más que deporte allí, idolatra de acuerdo a la cronología primero a Eusebio, luego a Pelé y después a Maradona; tierra donde las radios que se escuchan no vienen de Lisboa sino de Bahía.
Música de Cabo Verde: Amandio Cabral, Gabriela Mendes, Boy Gé Mendes, Tito Paris, Maria Alice, Mayra Andrade, y la ya inmortal diva negra, Cesaria Evora, que en voz juega con jerga entremezclada con su propia sangre, con lengua escondida e incomprensible, refugio de los esclavos que viera Flora Tristán.
Cesaria canta que un día va a “voltar” a Salamansa. Salamansa es un puñado de rocas peladas con una cumbre, Monte Verde, que de verde poco tiene. La entiendo, aunque mi nostalgia podría ser comprensible a medias, porque la Bolivia del recuerdo no está más; no todavía desierto, pero ahí. Entonces, con la magia del momento, de teclados que nos acercan en fracciones de segundo, el escritor Darwin Pinto arroja encantamientos que hablan de repúblicas de tamarindos escondidas en el fondo de algo cuya percepción ronda: una jaca, una hamaca, pura sodade, saudade, saudosa maloca…
No conocimos –hablo en plural porque era tiempo en que vivíamos en conjunto en los bordes del Café Fragmentos de Cochabamba- a Cesaria en los bistrós de París ni en las playas de sal que carga de Cabo Verde mi memoria, sino en las atardecidas que se hacían alba festejando en los patios de la calle Ecuador. Jimmy, Huáscar, Magda, Cristina, Miriam, José Manuel, María Renée, otros cuyos nombres borré de los cuadernos, y, sobre todo, Ligia, que en las canciones de la Evora hallaba el sentido manifiesto que la obligaba a sambar, así no supiera como alegaba entonces.
Extraña simbiosis, como todas las que ocurren en el valle: mornas con tequila, Gladys Moreno junto a Neil Young. Raimón cantaba en catalán y las notas de Carlos Puebla anudadas en piernas y brazos danzantes sobre una alfombra que fuera gris. Visca la vida, acordándome de Joan Salvat Papasseit. Visca la vida. Que viva.
Quince años después el agua corrió mucha por los ríos, arriba y abajo de los puentes. La calle Ecuador, la última vez que la visité, se hallaba oscura, pero no con la oscuridad hermosa de los poetas o los ladrones. Con otra, extraña, ni siquiera amedrentadora… moribunda. El cartel del Fragmentos a punto de deshacerse, acompañado de una lucecilla demasiado modesta, intentando lo inadvertido del enfermo terminal. Suena un calypso antiguo, this is what I want them to know… de pesadumbre de puta.
En la parte posterior del teatro hablamos con la magnífica Cesaria Evora; en balbuceos franco-portugueses a falta de su inglés, ayudados por los músicos cubanos del grupo, aquellos que sobrevivieron el escrutinio de la visa. Una mujer sencilla, sin duda temperamental, alerta de su fama y ajena en cierta manera a ella. Unos minutos, un par de fotos, manos pequeñas y rugosas de quien fregara pisos; sutil confidencia entre humildes si desean ponerlo en ese plano.
Cesaria significa un hito de nuestra vida. Punto de partida de una experiencia alucinante y terrible, que tuvo vino, sangre, arena donde los roles de toro y matador se confundieron repetidas veces y ambos casi terminamos muertos. Comenzó bailando Petit Pays y se afianzó en el rincón mínimo de nuestra casa.
16/08/2011
Publicado en Ideas (Página Siete/La Paz), 21/08/2011
Publicado en Semanario Uno 423 (Santa Cruz de la Sierra), 19/08/2011
Imagen: Cesaria Evora en un poster, 2003. Diseño de Emek.
8 Comentarios
Extraordinario. Poético. Original.
ResponderEliminarSaludos
Fascinante crónica, relato, historia. Qué placer caminar junto a ud. con sus letras.
ResponderEliminarSaludos!
Gracias, Cosette y Rumi. Tuve la suerte de conocer a Cesaria Evora por un corto espacio de tiempo cuando vino a Denver. Una mujer extraordinaria y ni hablar de su música: inolvidable.
ResponderEliminarLa idea de la síntesis es excelente.
ResponderEliminarA través de sus palabras y ya en nuestra imaginación, Cesaria Evora es ahora legendaria.
Muy bueno
Saludos
Más allá de lo que cada uno piense de los hasidim, su solemnidad ritual es extraordinariamente hermosa, estéticamente arrobadora.
ResponderEliminarTe leo observando momentáneamente el mundo desde tu conciencia, como meterse en el cerebro de John Malcovich. En el fondo eso es lo que buscamos los lectores, honestidad creativa, una voz que aunque vea la televisión, riegue las plantas o escriba un enorme libro, nunca pierda la continuidad de su mirada.
Palabras que me conmueven: "albur", "desgaja", o ese maravilloso concepto del tiempo referido al agua que corre bajo el puente.
Un abrazo amigo.
Una forma narrativa impecable que me lleva con ud. a conocer los mismos parajes y las mismas personas. Fantástica forma de trasmitir una vivencia.
ResponderEliminarMe gustó MUCHO. Saludosss!!
Dentro de la mente de John Malkovich es una película que me gustó mucho, Jorge. Y creo que eso hacemos todos al leer, unas veces más que ptras, algunos autores más que otros. meternos dentro del que escribe y escribir con él.
ResponderEliminarMe place, Sofía, que viajes conmigo.
Abrazos.
Gratisimo leerle, un recorrido musical y personal que lo hacen sentir muy cerca. Me gusta eso y me gusta encontrarme con estas lecturas.
ResponderEliminarBeijos