Fue en 1975, de viaje a Córdoba, que en un alto del tren, en Tupiza, tuve conciencia de aquella comida llamada tamal. No compartía las descripciones que la literatura mexicana había puesto en mi imaginación, pero las mujeres locales gritaban fuera de las ventanillas “tamales, tamales”. No mayores que una bola de pelota vasca, envueltos en chala de maíz, con relleno de cerdo y de pollo, arvejas, zanahorias y salsa picante, resultaron muy sabrosos. A través de los años, y durante el intenso corto período que en mis veintes dediqué al contrabando en la frontera argentina, aguardaba el rechinar de los frenos, casi siempre alrededor de las nueve de la mañana, que junto a los eucaliptos anunciaba la villa de Tupiza. 1984, la última vez, en grupo, camino de Buenos Aires. La fecha de Orwell nos lanzaba en una elíptica de libertad, quimera, hambre de mundo. Y tamales redondos…
Deshojados los calendarios por décadas, conviví, aún lo hago, con una firme, compleja, contradictoria sociedad mexicana en los Estados Unidos, desdeñando para siempre la falacia de un solo México, por ser esa tierra continental, diversa, inagotable.
Compañeros de trabajo, del borde entre Oaxaca y Veracruz, me invitaron bocados envueltos en hojas de banano. El tamal era blanco, casi incoloro o transparente, con una hierba negra en medio de fuerte sabor y cuyo nombre o descripción no conservo (tal vez hoja santa). Fueron el preámbulo de un mole dulzón y picante -distinto al que comimos en Puebla durante la semana de festejo de la lengua francesa, doblemente recién casado yo, amaneciendo en el mercado con un conjunto norteño que aporreaba una y otra vez la alegre canción de los caminos de Michoacán-, seguido de abundante cerveza y chiles que conjurarían más tarde los mil y un infiernos.
Dicen que México cuenta entre 500 y 5000 variedades de tamal. Lo creo. Ya los mencionaba Bernardino de Sahagún. Habré conocido una decena: algunos amarrados en ambos extremos, largos; otros cuadrados, rectangulares, con hilo o no, en hojas secas de maíz remojadas para flexibilidad, en verdes de elote, en las de plátano y plantas que desconozco. Los amigos de la sierra de Guerrero los ofrendaban en fiestas de cumpleaños, mientras sus relatos iban de ejecuciones y bailes, donde los hombres colgaban del hombro mortales cuernos de chivo (AK47), a juramentos y venganzas inmemoriales. Que cuántas muertes traes, y cuándo las cobras…
El tamal se ha expandido. En Bataan los llaman bubutos, y los pinoy, término derogatorio para los filipinos de USA, que va perdiendo este sentido y se hace general, los preparan con harina de arroz, pollo, jamón, semilla de achuete (achiote), leche, cubriéndolos a veces con frutos de mar y etcéteras de la amplia gama de alimentos isleños. Aunque el maíz sea casi obligatorio, la culinaria popular, dependiendo de su espacio geográfico, lo ha reemplazado: tamales de quinua tiene el altiplano peruano, de guineos verdes, ñames, auyamas (zapallos o lacayotes), yuca, plátano macho Puerto Rico y las islas del Caribe grande, donde se denominan pasteles de hoja; tamales de frijol; de Filipinas con arroz, cacahuate y leche de coco, y el extenso rango de tamales del África negra, venidos de la exploración y la conquista, del largo, libre o forzado, intercambio cultural
Oaxaca. Sus comidas, según un viajero norteamericano, no pertenecen a la realidad mundana, parecen legados extraterrestres; “cocina elaborada y audaz”, dice Italo Calvino en Bajo el sol jaguar. El sabor de un tamal oaxaqueño, de los muchos, bañado en mole negro, mixtura de chile chilhuacle y chocolate, desafía la imaginación. Lo hacen sus pueblos, lenguas, leyendas, su música que en La Sandunga renueva historias de sacrificio y dolor.
Se necesitarían libros para indagar o recorrer la geografía del tamal. En regiones de Bolivia, Perú y Argentina se lo suele confundir con la huminta/humita que se prepara con grano fresco y no con harina. Conviven ambos y pertenecen a un mismo legado pero son distintos. En la huminta el choclo no es sometido, como se hace por lo general con los tamales, a la nixtamalización del maíz, que, para preservarlo, consiste en hervirlo con cal viva, lo que permitirá larga supervivencia del alimento, tanta que a los guerreros aztecas se les proveía de tamales secos en las campañas de conquista.
Los hay salados y dulces; picantes y sin sabor (cuando el tamal se empleaba en rituales de purificación). En Costa Rica llaman a los de harina pura, sin relleno, tamales mudos, tal vez por la ausencia cantarina de diversidad. En Sinaloa los apodan tamales tontos, en un peculiar enlace entre lo puro y lo soso. Allí, en la tierra de los narcocorridos y reinas del sur, se preparan con piña y verdura, y hay extraños tamales barbones con langostinos cuyas patas y barbas sobresalen de la masa.
Durante una recepción prodigada por un exitoso empresario boliviano en Lakewood, Colorado, estribaciones de las Rocosas, conocí el zacahuil, del sur de Tamaulipas, el tamal más grande cocinado en bandeja, no envuelto. Hicieron uno, inmenso, para la centena de invitados, con la originalidad de cambiar la carne de puerco por la de venado, siendo temporada de caza. Era una suerte de guiso en fuente, delicioso a pesar de su no tan buen aspecto.
Colombia, El Salvador, Guatemala, Nicaragua, incluso Brasil con la dulce pamonha, son algunos de sus lugares de preparación. El tamalli nahua ha recorrido un gran trecho, hasta los asturianos del Nuevo Mundo que lo hacen con jamón crudo y fabas; los purépechas lo acondicionan con zarzamora salvaje.
Varían sus colores. Teñidos con ingredientes naturales para eventos infantiles, casi siempre con achiote por el bello carmesí, que me recuerda las fantásticas humintas de ají colorado de mi abuela, ya desaparecidas en Cochabamba. Todo un ritmo de sabor. No en vano la Orquesta Aragón, cubana por excelencia, canta la historia de Olga, que vendía tamales con pimienta en las calles de la nunca olvidada Cienfuegos.
12/09/11
Publicado en Ideas (Página Siete/La Paz), 18/09/2011
Imagen: Tamales en el Códice Florentino
6 Comentarios
Resulta impresionante leer sobre la enorme variedad alimenticia americana. Riqueza que debe incentivarse, alentar su consumo, para que no nos inunden de hamburguesas y derivados de Molsanto, verdaderos Frankenstein cancerosos de la gastronomía.
ResponderEliminarBuen artículo. Abrazos.
Interesante crónica, relato, evocación. Me gustaría poder probar un tamal algún día. En Argentina la comida mexicana es sólo conocida por la televisión, nos quedamos pegados a esos comentarios y referencias sin poder hacernos una idea clara de lo que se llevan a la boca. Personalmente me encantan las referencias culinarias en los relatos y cuando éstos giran en torno a ellos mucho mejor. Creo que la comida aromatiza y saboriza las historias de una manera particular ya que activan nuestros sentidos mientras nos deslizamos por las letras. Además aportan a la creación del entorno y dan cuenta del trasfondo sociocultural de quienes le son propias.
ResponderEliminarMuy bueno, excelente! Te felicito.
Un gustazo leerte!
Recuerdo que con esa idea, hace muchos años, teníamos con una amiga la idea de hacer programas de turismo culinario para nuestra región y dar a conocer a los visitantes lo mejor de la cocina de influencias guaraníticas y su fusión con la española de los colonos.. pero no fue. Me quedé con las ganas!
ResponderEliminarEspero no quedarme con las ganas de probar un tamal y por ello he de ponerme a investigar recetas o procurar en guía algún antro donde me proveean de uno.
Una sabrosa herencia indígena (hasta donde sé). Parece una variación más compleja de la humita que comemos en Chile, que sólo contiene choclo molido, cebolla, sal y hojas de albahaca.
ResponderEliminarLlegar a probar todas esas variedades sí que es un gran desafío.
Me encantó este escrito, amigo Claudio. La historia culinaria es una de las formas más sabrosas y profundas de conocer a un pueblo.
Un abrazo
Una percepción del alma culinaria chilena, convertida en un largo poema por Pablo de Rokha. Dejo un fragmento:
ResponderEliminarCuando comienza la llovizna, hay vacas difuntas llorando
en los acantilados y braman las quebradas.
Es riquísimo el mate con carne y de rescoldo bien tostadas las hallullas,
porque cuando llueve a cántaros es frita la papa salada la que nos impone
su apetitoso régimen de aguardiente,
se platica la amistad nacional fumando aquellos cigarros
de los años pasados o antepasados, de provincia en provincia,
en nuestras hermosas casas, que hoy habitan la ortiga, la ratonería
y el polvo del tiempo, o los mariconazos,
y aun se echan huevitos y papas a la ceniza,
enumerando a todos los difuntos familiares y al río con navíos
del letal lugar natal, forjado por cantos de gallos tremendamente,
eternamente, horriblemente remotísimos.
Es natural un caldo de cabeza, aclarando los domingos de Valparaíso,
sobre el Puerto brumosamente viejo.
Son el mapuche y el afroibero sanguinarios y religiosos los que sepultan
en nosotros nuestros enormes muertos,
embriagándonos en ritos feroces,
si la dolorosa borrachera funeraria deviene asesinato,
y en alcohol y sangre el chileno ahoga el complejo de inferioridad
de los inmensos pueblos pequeños, y su enorme alegría
tan desesperada y tremante, y el roto engulle bramando,
el garbanzo con gorgojos.
Un trago de guindado de antaño sienta muy bien a quien emprende,
de noche, una gran jornada a montura.
Cuando los arrasó la inundación y el huracán, a tempestad eléctrica
oloroso, los azotó con palos de fuego, impiadosamente,
los huasos costinos lagrimean el poroto con chorizos
que su mujer distinguió en la vieja y de greda callana negra, entre
el desastre y las pilchas llovidas, a los que alegró con infinitos
y ardientes huevos tremendamente fritos y de gran cebolla brotes,
comiéndolo con el puñal a la cintura y revólver de catástrofes,
pero el huaso muy rico y muy bruto lo aliña con limón tronador,
entre tinajas y bateas, desde el pecho de racimo polvoroso
de la vendimia, y la caricia
de las vendimiadoras le revienta uvas chilenas en la barba.
Si murieron por ejemplo, sus relaciones y sus amistades de la infancia
y Ud. retorna a la provincia despavorida y funeral, arrincónese,
solo en lo solo,
cómase un caldillo de papas, que es lo más triste que existe y da
más soledad al alma,
y beba vinillo, no vino, el vinillo doloroso y aterrado que le darán
a los que van a fusilar, los carceleros o el fraile infame
que lo azotará con el crucifijo ensangrentado.
De: Epopeya de las bebidas y comidas de Chile. Pablo de Rokha.
Muy bueno el poema de Pablo de Rokha. Lo había leído hacía mucho.
ResponderEliminarEs increíble la cantidad de programas de tv dedicados a la gastronomía hoy. hay unos de antología en México. Más y más la comida como representación cultural va ganando espacio. Bien merecido por cierto. Qué más íntimo que la culinaria para hablar de los pueblos. Iré recopilando algunos textos míos sobre ello. Mañana supongo que sale uno en la prensa de La Paz. Lo pondré en Plumas... Abrazos y gracias.