ENCARNA MORÍN -.
No dejo de observarla, me fascina. Ni siquiera quiero saber cuál es su tono de voz. Tampoco necesito conocer su nombre ni donde pasa el tiempo en sus largas ausencias. No preciso ningún dato fiable o creíble que la transforme en humana, vulgar y corriente. No sé si duerme bajo un puente o si en realidad elije una nube o un lecho de flores cada noche. Ignoro en qué rastro consigue sus largas y floreadas faldas ni cuál es el contenido de su bolso, que sostiene fuertemente asido con su mano desocupada. Desconozco quien corta su pelo o como logra pintarse las uñas de sus dos manos. No se tampoco si es zurda o diestra, si vive con alguien o si no tiene familia. Su edad es indefinida, aún así no quiero arriesgarme a suponer cuantos años tendrá.
Todas esas preguntas sin respuesta la convierten en una especie de ser de otro mundo. Creo que la he tropezado alguna vez en mis sueños persecutorios, cuando de pronto me he visto en mitad de la calle sin ropa o cuando a modo de pesadilla bajo una escalera pendiente y empinada por la que temo caer sin control.
En esos sueños repetitivos y angustiosos la he divisado ocupada en su tarea sin reparar en mi descontrol, sin percatarse de mi drama. Me da la espalda, igual que lo hace con los conductores en su carretera cada día. Me ignora. Me mira de reojo, desde el azul intenso, sin embargo no me ve. No quiere ver a nadie. Ni siquiera sabe que la admiro, como a Benedetti, a Saramago, al Principito, a Tom Sawyer, a doña Melitona mi maestra… todos mis héroes de adulta y de niña, resumidos en sus parterres de geranios rosa y rojo.
Lo cierto es que….
Coleccionaba poemas de amor. Los memorizaba todos y se los recitaba a sí misma. Soñaba con que era la musa de un poeta. Al caer la noche, se tumbaba vestida en la cama de puro cansancio.
El día se le pasaba deambulando de acá para allá. No recordaba su nombre, ni siquiera su edad. Iba cada mañana a limpiar los geranios de los parterres de la autovía. Unas plantas más muertas que vivas, que depositaron allí unos jardineros cuando se inauguró la carretera y vinieron los políticos. Se empeñaba a conciencia en quitarles malezas y gusanos en una ardua jornada de trabajo. Después, paraba en un comedor social donde podía saciar su hambre frugal sin problemas, conseguir ropa limpia y una buena ducha.
Los conductores la miraban con curiosidad, a veces, hasta con sorna. Paraban cuando el semáforo se ponía rojo y se preguntaban si esta mujer estaba loca, limpiando geranios llenos de hollín bajo un sol de justicia como si le fuera la vida en ello, con sus faldas estridentes, su pelo rapado y sus labios pintados de un rojo intenso.
Para ella, el resto de los mortales eran invisibles. Le preocupaban sus flores y los pulgones.
Todos creían que hablaba sola, pero eran los veinte poemas de amor y la canción desesperada de Pablo Neruda. Le gustaba especialmente el número quince, que se lo repetía una y otra vez:
...Déjame que te hable también con tu silencio
claro como una lámpara, simple como un anillo.
Eres como la noche, callada y constelada.
Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo…
Si por casualidad dejaba en el suelo su vasito de agua, la gente le arrojaba monedas. Pero ella no era una mendiga. Se sabía la musa de un poeta, eso lo recordaba precisamente. Cuando él falleció… ella enloqueció de dolor.
3 Comentarios
Onírico, real o las dos cosas, es un hermoso relato.
ResponderEliminarSaludos
Una nueva versión de Penélope. Nada más hermoso que una mujer que ama para siempre, hasta la locura.
ResponderEliminarInmutable, obcecada en el cuidado de sus geranios.
ResponderEliminarPoético y triste relato sobre la soledad, el abandono y el silencio inescrutable de los que han decidido ensimismarse.
Un abrazo grande mi querida Encarna.