Por Pablo Cingolani
Uno escribe para conjurar, para contener, o para desatar, para propiciar. Uno escribe porque está vivo. Y sí, coincido con Ramón: uno que está vivo escribe también por los que se fueron, escribe con ellos, los que nos dejan. Escribir no es alquimia. No es destreza. No es elite o no debería serlo. Escribir debería ser algo tan normal como tomarse un vaso de agua. Todos deberíamos escribir. Así sean cartas. ¡Cómo se las extraña, che! El otro día fui a una oficina de filatelia, y las estampillas eran tan bonitas, que daban ganas de llevárselas a todas con uno, o de volver a escribir una carta en papel, meterla en un sobre algodonado, pegar la estampilla con la lengua y enviarla hasta la tumba de Stevenson. Uno escribe para recordar, para no olvidar o para dejar que las palabras vuelen, en ofrenda, allí donde sólo ellas saben llegar.
* * *
Tan esplendoroso estaba hoy el día a las siete de la mañana, tan radiante el sol elevándose desde detrás de los cerros, tan limpio el universo de cualquier acechanza, tanta serenidad transmitía el canto de los pájaros, que di de comer a los animalitos, di de tomar un poco de sol a los cachorritos de la perra Dana, y salí rumbo a un lugar señalado, un lugar al cual ya había sentido que debía ir —porque además ya lo había escrito; escribir es emoción, es la anticipación de la emoción—, un lugar tan singular como sólo son los lugares que uno encuentra, que uno halla, que uno siente de ellos, caminando.
No hay cómo caminar para aprender geografía. No hay cómo caminar para entender lo que es la tierra, lo que son las montañas y los ríos, todo lo que al GPS se le escapa, siempre se le va a escapar, pinche aparatito. No haré aquí una defensa de la caminata, del valor espiritual y terapéutico de caminar —que, por si acaso, ya lo hicieron decenas, desde los griegos a Thoreau.
Lo que sí anotaré es esto: que los Andes —y escribo desde los Andes; escribir es también un lugar— es un espacio que se ha desenvuelto siempre, ancestralmente, como un camino, taki le dicen los aymaras. Digo que la configuración espacial en los Andes no es estática, es dinámica, pero basada en la disposición absoluta que han tenido sus moradores para caminar, para caminarlos. Entonces, uno puede creer que los Andes son una cordillera y unas punas, nada menos cierto. Los Andes son un camino, son miles de caminos, son encrucijadas de caminos.
A eso último se le llama apacheta, y sólo llegando a ellas caminando, se puede sentir su inmenso poder concentrado. No hay lugares así en las ciudades. Una esquina —por más emblemática que sea en la urbe que fuere—, es una esquina, y nada más. Habrá más placas colgadas o más dealers merodeando o más gente comprando pizza, pero nada más. Una esquina no tiene poder. Carece de la concentración de poder que le otorga a la apacheta ser una coordenada cósmica en el espacio, en la soledad absoluta y la hondura abisal de ese mismo espacio. Por eso, la apacheta no es un montón de piedras juntas nomás; es la voluntad manifiesta del hombre, del ser humano, pero especialmente del hombre de y en los Andes, de armonizar ese espacio, de tramar una relación con él, de sentirlo parte de uno y que el espacio también se habite de uno, de ser uno con el espacio, y eso, mamita, eso sí que tiene poder.
Fue así que el otro día, cuando me enteré de su fallecimiento, fui a la apacheta más cercana a mi casa a despedirme de la Cristina Lincopan, pero hubo tanto rayo disparándose por aquí y por allá y asustando a las vizcachas, que sentí que hasta la Pachamama estaba enojada con la partida precipitada de la joven longko mapuche.
Cuando volví, por la noche, me puse a escribir una plegaria en homenaje a mi amiga —escribir es reencontrarse. Y, en esas líneas, la despedí por agua y prometí que ella volvería vertiente. Bueno, hoy cuando salí de la casa, como dije, ya sabía a dónde iría: buscaría la vertiente, la buscaría a Cristina entre los cerros, llegaría allí caminando y el día eran tan espléndido y radiante que uno sentía que también podía volar, y acaso lo hice mientras la fui a buscar.
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Tan esplendoroso estaba hoy el día a las siete de la mañana, tan radiante el sol elevándose desde detrás de los cerros, tan limpio el universo de cualquier acechanza, tanta serenidad transmitía el canto de los pájaros, que di de comer a los animalitos, di de tomar un poco de sol a los cachorritos de la perra Dana, y salí rumbo a un lugar señalado, un lugar al cual ya había sentido que debía ir —porque además ya lo había escrito; escribir es emoción, es la anticipación de la emoción—, un lugar tan singular como sólo son los lugares que uno encuentra, que uno halla, que uno siente de ellos, caminando.
No hay cómo caminar para aprender geografía. No hay cómo caminar para entender lo que es la tierra, lo que son las montañas y los ríos, todo lo que al GPS se le escapa, siempre se le va a escapar, pinche aparatito. No haré aquí una defensa de la caminata, del valor espiritual y terapéutico de caminar —que, por si acaso, ya lo hicieron decenas, desde los griegos a Thoreau.
Lo que sí anotaré es esto: que los Andes —y escribo desde los Andes; escribir es también un lugar— es un espacio que se ha desenvuelto siempre, ancestralmente, como un camino, taki le dicen los aymaras. Digo que la configuración espacial en los Andes no es estática, es dinámica, pero basada en la disposición absoluta que han tenido sus moradores para caminar, para caminarlos. Entonces, uno puede creer que los Andes son una cordillera y unas punas, nada menos cierto. Los Andes son un camino, son miles de caminos, son encrucijadas de caminos.
A eso último se le llama apacheta, y sólo llegando a ellas caminando, se puede sentir su inmenso poder concentrado. No hay lugares así en las ciudades. Una esquina —por más emblemática que sea en la urbe que fuere—, es una esquina, y nada más. Habrá más placas colgadas o más dealers merodeando o más gente comprando pizza, pero nada más. Una esquina no tiene poder. Carece de la concentración de poder que le otorga a la apacheta ser una coordenada cósmica en el espacio, en la soledad absoluta y la hondura abisal de ese mismo espacio. Por eso, la apacheta no es un montón de piedras juntas nomás; es la voluntad manifiesta del hombre, del ser humano, pero especialmente del hombre de y en los Andes, de armonizar ese espacio, de tramar una relación con él, de sentirlo parte de uno y que el espacio también se habite de uno, de ser uno con el espacio, y eso, mamita, eso sí que tiene poder.
Fue así que el otro día, cuando me enteré de su fallecimiento, fui a la apacheta más cercana a mi casa a despedirme de la Cristina Lincopan, pero hubo tanto rayo disparándose por aquí y por allá y asustando a las vizcachas, que sentí que hasta la Pachamama estaba enojada con la partida precipitada de la joven longko mapuche.
Cuando volví, por la noche, me puse a escribir una plegaria en homenaje a mi amiga —escribir es reencontrarse. Y, en esas líneas, la despedí por agua y prometí que ella volvería vertiente. Bueno, hoy cuando salí de la casa, como dije, ya sabía a dónde iría: buscaría la vertiente, la buscaría a Cristina entre los cerros, llegaría allí caminando y el día eran tan espléndido y radiante que uno sentía que también podía volar, y acaso lo hice mientras la fui a buscar.
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Tengo un amor profundo por las quebradas. Será porque así empecé a caminar por los cerros, hacen tantos años, andando por la quebrada que baja de Iruya a Volcán Higueras. Pero yo sé que es otra cosa. Es el profundo goce espiritual y estético que te procura penetrar una quebrada. Y anoté penetrar —escribir es sentir, eso será siempre así, eso no puede cambiar. Y vuelvo a anotar penetrar porque cuando uno va caminando por la playa de una quebrada, y ésta se angosta, ésta se estrecha, lo primero que te sacude es eso: la sensación, física además, de estar penetrando a las montañas, de estar metiéndote adentro de ellas.
Esto es tal cual —escribir es inventar pero aquí y ahora, en este texto, no me estoy inventando nada— más si estás convencido —como yo lo estoy— de aquello que creen los kallawayas: que la montaña es como una persona, y como tal, tiene un cuerpo, tiene brazos, piernas; tiene una cabeza, ojos, orejas. Cuando te metes en una quebrada, y empiezas a subir, a ascender, estás subiendo, estás ascendiendo por una de las piernas de la montaña. Eso, desde ya, te puede dar vértigo, así estés con tus dos pies pisando la playa de arena.
Cuando la quebrada se cierra cada vez más, y la angostura te envuelve entre paredes de piedra, el agua que corre con fuerza, golpea y golpea la roca, salpica, te hundes, saltas, buscas agarrarte de donde puedas, un peñasco, un filo, el agua que ruge, vibra, late, corre y corre, golpea y golpea.. ¡Uy, mi dios, la sensación que te da es incomparable!
Eso me pasó mientras acudía hasta la vertiente: hay un lugar de paso, de perpetuo deslizamiento de la piedra, hay un lugar donde el agua —la famosa gota— va socavando los cerros todo el tiempo, es una estrechura que puede darte miedo —¿por dónde carajo voy a pasar?— o todo lo contrario: después de atravesarla, después de penetrar sus murallas que se mueven, después de dejarte amparar por lo incierto, lo imprevisible, lo desconocido, alumbrará, como en un parto, un mundo nuevo, un mundo que está ahí para el que se anima.
Y sí, está ahí: son unas formaciones de piedra elevadas, de muchos colores pero donde domina el rojo, que terminan en un picacho altísimo y cónico, y que cuando lo ves, por primera vez, saliendo de la angostura, cuando la quebrada se vuelve a abrir y se despliega, te quedas tan atrapado por su belleza que no puedes pronunciar palabra, y es tan alto, tan vertical, tan empinada la montaña, que de manera inevitable, alzas tus ojos en reverencia y cuando el sol te inunda la vista, cuando de momento encegueces pero luego vuelves a mirar, vuelves a contemplarla, vuelves a admirarla, el impacto es tan pero tan fuerte, que no solo estarás seguro que nunca has visto algo tan bello en tu vida, sino que tal vez —porque la vida es así, porque un día te mueres y te vas, porque un día partes y te vas también—, tal vez nunca más verás algo de tanta belleza esencial y pura como la que tienes delante de ti.
Hoy, que el sol en verdad te rajaba la cabeza, cayendo a pico sobre tu cerebro y activando tu hemisferio derecho, hoy, que yo iba a buscarlas, a la vertiente y a Cristina, la sensación de paz que me brindó esa montaña (que nosotros, sin sanción, a veces llamamos la catedral, tan góticos son esos farallones colgantes, tan estilizada y profunda la obra de la naturaleza) fue total, fue alucinante y sólo porque escribir es también un acto de apropiación sensible de todo lo que pasa a tu alrededor, es que lo escribo. Aunque si alguien, dijese —por lo mismo— que esa montaña es indescriptible y no diría nada más, también lo entendería.
* * *
La cosa fue que, finalmente, llegué a la vertiente. La disposición de santuario que tiene el lugar es fantástica. Hay unas como esculturas dispuestas en un espacio semejante a un atrio hermosísimo, tapizado de rocas, y el río que brilla y lo serpentea y luego, detrás, unos bloques imposibles de piedra, bloques del tamaño de camiones, encimados. De uno de ellos, estalla, como un imparable chorro de ballena, la fuente de agua, que primero cae en cascada y luego se escurre por el río.
A mí, me emociona siempre llegar a este lugar, y más hoy que iba en busca de Cristina, que iba también —lo sabía, lo sentía a cada paso— en busca de escribirla —escribimos por ellos y con ellos, con nuestros muertos, con todos ellos, ya les dije.
Ella estaba allí, ella estuvo allí mientras ofrendé wayrurus a las aguas —para que ella tenga alegrías allí donde se encuentre— y mientras enterré un talismán, propiciatorio, para los vivos, en uno de los pliegues del cerro.
El talismán se quedó quieto allí donde lo dejé —volví a verlo, cuando partí de regreso. Tal vez, algún día, lo vaya a buscar. Tal vez, nunca. Tal vez, si lo voy a buscar, advierta que la tierra ya lo ha recibido, y vaya uno a saber por dónde andará haciendo el bien esa buenaventura, y que tal vez es mejor que haya sido así y enhorabuena siempre.
Pablo Cingolani
Río Abajo, 20 de marzo de 2013
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