PABLO CINGOLANI -.
Una de las emociones fuertes e inolvidables que me traje de un viaje a Salta fue conocerla a la Kuki, a la poeta Teresa Leonardi, madre de mi amigo virtual y ahora real Martín Herrán.
Ya Martín me había enviado un correo electrónico, antes del viaje, diciéndome que ella quería conocerme personalmente y hablar conmigo acerca de Javier Heraud, el protagonista de mi lectura en la mesa de poesía y política que se organizó para dar inicio al encuentro de hermanamiento de escritores que tuvo lugar en la capital salteña, a fines de febrero pasado.
Por supuesto que sí —le contesté a Martín, emocionado sabiendo que no iría a Salta a hablar sobre un desconocido, sino todo lo contrario: iría también a hablar con la Kuki sobre nuestro querido y recordado poeta asesinado, medio siglo atrás, que se cumplen este año.
Por eso, esa noche, cuando me senté en la mesa de la cual ella también formaba parte para hablar de Javier, sentí no solo que ese era un inusitado e inmerecido honor para mí, sino que me sentí amparado, feliz de su presencia.
No fue para menos. Con Ramón (Rocha Monroy) lo comentamos en un aparte: amamos el acto mismo de su presentación, basada en unos apuntes hechos con letra manuscrita, a los cuales Kuki dotaba de un vuelo singular, tan certero y preciso en cada una de sus palabras, que lo suyo fue algo más que una alocución, tuvo fuerza de oráculo, atesoró la belleza de lo mágico. Más cuando evocaba a nombres fundamentales de nuestra tradición político-literaria como Haroldo Conti o Paco Urondo.
Esto produjo en mí un espacio de simpatía natural hacia ella, algo que fuimos nutriendo en conversaciones que tuvimos en los días que vinieron, donde —con algunos de sus libros en mis manos—, fui advirtiendo que habíamos escrito sobre temas comunes, muy sensibles pero poco abordados por otros escritores, como las agresiones imperialistas a Irak o el sufrimiento eterno del pueblo de Haití.
Me despedí de Kuki y de Martín y de Salta, y ese último día que nos vimos, ella me obsequió un libro donde se reúnen gran parte de sus escritos. Lo traje por los caminos y hace un rato lo abrí, aquí en las montañas donde vivo, al azar, como se abre la Biblia, y leí un poema que se titula, simplemente: Sayo.
* * *
La historia dentro de la historia es esta: cuando estaba pensando de qué iba a hablar en Salta, en la aludida mesa de poesía y política, pensé en Heraud, pero también pensé en Santucho, en Mario Roberto Santucho, el Roby. Me explico, ya que varios estarán pensando que estoy desvariando.
Tuve la intención —que quedará de seguro para otra ocasión— de hacer una historia que empezaba por la revista Dimensión —que editaba Francisco René Santucho en Santiago del Estero, a mediados de los 50s, tras el golpe de estado que derrocó a Perón, y entre cuyos colaboradores contó, entre otros, con Rodolfo Kusch—, que prosiguió con Norte Revolucionario —el nombre que sugirió Roby a su hermano para la continuación política del espacio cultural que había abierto la primera publicación— y que pensaba terminar con la lectura de un poema escrito de puño y letra por el mismísimo Roby, un poema de amor dedicado a la Sayo, la del poema de la Kuki, la “Sayonara”, Ana María Villareal de Santucho, la primera esposa y salteña también ella, del luego comandante del Ejército Revolucionario del Pueblo.
Finalmente, descarté la idea —pensé: ¿no será caer en el vacío ir a hablar de Santucho a un encuentro de escritores en la Argentina del 2013?— pero ahora que abrí el libro de la Kuki y leí su poema homenaje a la Sayo —asesinada cobardemente en Trelew en 1972 junto a otros 15 guerrilleros que perecieron con ella y tres que sobrevivieron a la masacre pero que luego también fueron asesinados por la última dictadura militar que asoló Argentina—, me doy cuenta de que no, de que si hubiese hablado de Santucho y de su poema a la Sayo, allí hubiese encontrado otra correspondencia poética y política con la Kuki, y que ella, como ya dije, me hubiera amparado con su presencia.
Anoté el nombre del Chicho en el título de la nota, del presidente mártir Salvador Allende, por esto, que en realidad era el final-final de mi presentación que no fue. Cuando los evadidos de Rawson, se informan en Chile de la masacre ocurrida en Trelew, y Roby se entera que una de las fallecidas es la Sayo, entra en un mutismo de horas, en medio de los gritos de dolor y de bronca de los otros. Anoticiado el Chicho de lo que pasó, y de que la esposa de Santucho había sido asesinada, hace dos cosas: primero, concede el asilo político a todos los refugiados, cortando en seco los deseos de la dictadura argentina de extraditarlos, y dos: le envía, le obsequia al Roby, vía su hija que se la entrega en mano, su pistola personal, la misma que Roby usaría para defenderse el día que murió en combate, ocho años después.
¿Por qué quise anotar y contar esta última parte de la historia? Prefiero que sea la misma Kuki la que conteste esta pregunta cuando en su poema a la Sayo clama que:
“… corta es la marcha hacia la Nueva Tierra
Cuando recuperemos el idioma que se creyó perdido”.
He ahí, cifrado, todo lo que estoy queriendo expresar y sentir: más allá de las valoraciones políticas que puedan surgir desde el presente, hubo en la Argentina una generación heroica de hombres y mujeres de distintas tendencias políticas que coincidieron todos —con distintos métodos e ideologías— que había llegado la hora de conquistar la liberación nacional y social de la República Argentina.
Contra ese fervor y esa mística generacional —que incluía a trabajadores y a sectores medios— es que se lanzó la más pavorosa de las ofensivas terroristas y genocidas que recuerde la historia argentina, la que encabezó Videla a partir de 1976.
Supongo, sintetizando el espíritu de esa antológica mesa de poesía y política que compartimos en Salta, que lo que deberíamos afirmar y reafirmar la Kuki, yo y todos aquellos que se sientan parte de la misma huella, es que la poesía, que la literatura, que el arte, que la cultura en suma, también debe servir para que no olvidemos. Para que no olvidemos todas y cada una de estas historias, recuperando el espíritu, los gestos, las actitudes, el idioma que se creyó perdido.
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Cierro con otra historia dentro de la historia, pero esta es muy íntima: conté lo del obsequio de la pistola del Chicho al Roby, porque desde muy jovenzuelo siempre recordé ese poema de Paco Urondo donde queda claro que el Chicho no sólo regalaba revólveres, sino también otras cosas. Escribió el poeta que citó la Kuki y que murió en combate en Mendoza y que en La Patria Fusilada, fue el primero que entrevistó a los sobrevivientes de Trelew, en la misma cárcel de Devoto, donde estaban todos prisioneros de la dictadura de Lanusse, escribió estos versos que me siguen conmoviendo hoy como siempre me han conmovido:
“¿Soy el poeta de la revolución/ acaso, como dice/ por ahí --bromeando--/ un compañero de la cárcel? No. El poeta/ de la Revolución es el Pueblo; pero el/ pueblo concreto, de persona a/ persona; el Viejo Ponce que/ ayer cumplió años y casi/ le revienta el corazón de alegría/ cuando le cantaron La Marchita Revolucionaria del Pueblo. La cantaron/ como si fuera el Happy Birthday, y se fumó/ un habano legítimo, regalado/ por Fidel al Chicho, y por éste a/ un amigo, y del amigo a mí y de mí al Viejo/ Ponce, por la Gracia Divina. Ponce,/el viejo gladiador peronista,/es el poeta de la Revolución”.
¿No es entrañable todo esto? Para mí, es obvio que lo es. Es esa “otra historia” —como afirma la Kuki en su poema— que si no es contada, debería, al menos, ser cantada, porque también es nuestra historia, la de todos nosotros, la historia de los argentinos, la historia de los hermanos chilenos y la historia de una Patria Grande donde los presidentes regalaban pistolas y habanos a los combatientes y una historia colectiva de valor y dignidad, suma de miles y miles de historias individuales, que el tiempo jamás podrá oxidar porque las historias de coraje y entrega a una causa son y siempre serán las más sensibles y las más bellas de todas las historias.
Pablo Cingolani
Río Abajo, 4 de marzo de 2013
Fotografía: Mario Roberto Santucho, el Roby.
4 Comentarios
Gloria al comandante Santucho! en la foto, parece que siguiera vivo, emocionante!!! gracias por el texto y a Vencer o Morir!!!
ResponderEliminarAunque a veces hay comprensiva tristeza o añoranza, de vuestros escritos nunca emana el derrotismo ni las lamentaciones, sino más bien lo mejor de la vida, su alegría, su luz, su color, su poesía y todos esos deseos irrenunciables de conquistar un mundo infinitamente más justo.
ResponderEliminarUn abrazo fuerte, amigo y hermano.
Muy bueno. Saludos!
ResponderEliminarMe ayuda a imaginarme Salta, donde vivió exiliado mi abuelo, antes de irse a Chilecito
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