CLAUDIO FERRUFINO-COQUEUGNIOT -.
Si hablamos de libros usados, ediciones agotadas o en desuso, Cochabamba no es Buenos Aires, y sin embargo esconde huidizas joyas. René de Chateaubriand murió en 1848 y en una esquina del correo central, por un equivalente de quince dólares, renace en una primera edición en español -Imprenta de D. Pedro Baume, Alameda de Tourny, No 5, Burdeos 1825- de su Atala combinada con René. ¡Quién sabe las historias detrás de sus páginas! Imaginen un barco, un viaje desde Francia al Río de la Plata, subiendo el Paraná por Rosario, a caballo por Córdoba del Tucumán, Salta y finalmente Bolivia, una nueva república, un sistema educativo de avanzada, hasta pensar que el mismísimo Simón Rodríguez ordenó su compra desde Charcas, antes de que los doctores altoperuanos le segaran las esperanzas progresistas, como las siegan hoy desde sus curules, comités cívicos, bufetes y demás circos.
Pero esta Atala es una antigüedad: hay preciosidades más modernas; sólo hay que buscarlas; quizá debajo de las obras de Paulo Coelho, o de las aún peores de Isabel Allende, aparezca la biografía de Stendhal, por Stefan Zweig, Buenos Aires del 42, Tor. O, bajo la incipiente lluvia de enero, mientras los librecambistas miran los euros nuevos a contraluz, detrás de mucha literatura inútil, aparecen El honrado ladrón, de Dostoievski; Gautier y La novela de la momia; El judío errante, de Eugenio Sue, algo de Dumas padre, un poco de Balzac, el siempre Verne, en una colección de medio siglo que se enriquece todavía más con Eça de Queiroz. La mayoría de los libros, a pesar de sus décadas, jamás han sido abiertos y hay que cortar sus páginas con el carnet de identidad que para no mucho más sirve el Estado.
Y no hablo de libros piratas, repugnante actividad que paradójicamente es tal vez la única posibilidad de información en la miseria, sino de obras que durmieron por siempre en los desvanes del fracaso de las pocas editoras y libreros que tendría la sociedad mestiza de sesenta años atrás, donde patrones y pongos se juntaban en el corral porque baños no se conocían, no señor.
Ahora, con las ventajas que tiene el no ser ya joven, me agacho y husmeo entre las pilas de impresos tratando de encontrar los de Sopena con su formato grande, los de Tor, Claridad y etcéteras. Están Papini y sus santos, sus santos ateos y otros fantasmas; Tonio Kröger de Thomas Mann, y el más lindo, el último antes del viaje, la vida y la correspondencia de Proudhon escrita por Sainte-Beuve.
25/01/03
Publicado en Opinión (Cochabamba), enero, 2003
Imagen: Leónidas Andreyev/Diario de Satanás, Editorial Tor
3 Comentarios
Fascinante escrito. Ese uso anexo del carnet de identidad está como para antologarlo entre las mejores frases posibles. Cómo entiendo cada palabra. Mi biblioteca, la que ya he perdido y la que aún conservo, se formó con libracos de cuneta, prodigiosos hallazgos en remotas ferias periféricas de Santiago, entremedio de cds piratas, herramientas viejas y chaquetas de cuero robadas. Por ahí conseguí a Proust, también primeras y únicas ediciones de Zig Zag, colecciones Seix Barral, Quimantú y un suma y sigue, casi siempre a un costo ridículo. Un libro valía menos que la molestia de volver a levantarlo.
ResponderEliminarUn abrazo, estimado Claudio.
Aparentemente Google nos había impuesto una única forma de comentar desde Google+, pero logramos revertirlo por el momento. De esta forma clásica creo que es menos engorroso comentar.
ResponderEliminarSaludos cordiales.
Tres años después leo tu comentario, querido Jorge. Sé de esa biblioteca tuya sin haberla visto. La sigo a través de tus textos, tus referencias. La cueva del eremita en el idilio de San Fabián de Alico. Abrazos.
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