PABLO MENDIETA PAZ -.
Aun cuando ya han pasado unos buenos años de la historia, o de una auténtica aventura de corsarios que narraré, y que leí de la misma forma como cuando uno lee a Gaturro, ese genial personaje de historieta que obsequia una buena jornada si uno le da un vistazo por las mañanas tomando el apurado café, pienso que la excentricidad del fenómeno que daré a conocer –pues no se trata de otra cosa que de eso, algo fenomenal- ha quedado indeleblemente grabada en mi memoria al extremo de que hoy, con mundana sonrisa traviesa que atrapa fantasmas de los buenos la paso al papel. Que no me reprochen aquellos que ya conocen la historia –que deben ser muchos- por revelar como primicia un hecho que es en verdad muy cercano a lo ya muy conocido, aunque ciertamente asombroso por su cualidad abracadabrante en el buen sentido del término y, por tanto, siempre vigente.
Hace ya unos buenos años, el científico especializado en genética de la Universidad de Cambridge, Aubrey de Grey, divulgó al mundo el resultado de incontables experimentos de laboratorio que aseguraban la prolongación de la existencia del hombre y de la mujer hasta los mil años. Sin siquiera pestañear, este docto de una de las más prestigiosas universidades del mundo –algo que obviamente llama la atención- explicó en aquella colosal revelación que esta “eternidad finita” tiene su fundamento en la disminución de daños moleculares y celulares, argumentos científicos a partir de los cuales pretendía inaugurar muy pronto una histórica revolución genética cuyos primeros favorecidos serían personas que hoy estarían rondando los sesenta años.
Llama la atención –decía- que una universidad como la de Cambridge, donde la formación del estudiante es tan seria y sagrada, como adusta y hasta suprema, no haya censurado o acallado las especulaciones de este científico que pasea sin recato sus barbas por las históricas aulas de no cualquier casa de estudios; de este hombre cuya descomunal declaración nos transporta al otrora mundo de la alquimia, en que personajes de toda estirpe (sabios anacoretas, pesquisidores de la piedra filosofal, magos, hechiceros o jorguines, y otras perlas), avezados en la superchería, conquistaban el favor de los crédulos preparando pócimas y mágicos bálsamos para alcanzar justamente lo que la distinguida lumbrera de Cambridge propone y le da certeza: poco menos que la inmortalidad.
Hasta donde se sabe, no ha habido una reacción en especialistas de grandes universidades, institutos o centros mundiales de exploración genética acerca de la colosal, extravagante y chabacana revelación del investigador de marras. Al parecer, como no podía ser de otra manera, este insólito anuncio ha acaparado columnas y columnas de la prensa internacional, siempre ávida de novedades que nos despojen de la modesta condición de seres humanos de que estamos ungidos; y entusiasmada, sobre todo, con la idea de proclamar a un auténtico Paracelso trasplantado al siglo XXI, cubriendo a Aubrey de Grey de un llamativo manto de sabiduría celestial.
Este furor mediático, como con extremo arte se mueve en estos casos excepcionales, ha puesto en circulación y en fama, con la habilidad persuasiva que caracteriza a los superdotados del sensacionalismo (ya digo, unos auténticos artistas de la sugestión), a la excelsa y alumbrada figura de un hombre de ciencia en cuya cabeza flota una reluciente aureola exquisita en materia gris, y hasta en omnisapiencia, cuya célica sabiduría ha trascendido todo cuanto pueda escribirse de él (como ya se ha dicho, una infinita variedad de vanaglorias del hombre), transformándolo además, a través de estelares despliegues de fotografías, vídeos y otras puestas en escena que atentan contra la inteligencia y el más básico sentido común de todos nosotros (o que por el contrario deleitan a algunos), en un sabio competente –como diría Violeta Parra- que, sin ánimo de menguar su cognición, dicen de él los escépticos -que bien pueden estar equivocados- no es más que un nigromante que no persigue otro fin que alcanzar notoriedad a gritos con sus estrambóticas y herméticas visiones.
El mundo da para todo, y por eso los seres humanos, tal vez para huir de nuestra vacua cotidianidad, hacemos aparecer de cuando en cuando a sujetos que gozan de la facultad de hechizar con sus propias alucinaciones a cuanto cándido pulula por el planeta. Así, con una sagaz plataforma de mercado, se dan a conocer extraños personajes como el retraído y hasta cenobita Krishnamurti, que de un día a otro lució en el pecho la estrella de la divina Verdad; o al mismo Paracelso que, aunque obviamente no se cubrió de gloria gracias a un montaje hábilmente preparado, tuvo sí la virtud de cautivar a la gente afirmando que la salud y la enfermedad se hallaban subordinadas a influencias astrales.
A propósito, narra un estudioso de este alquimista y médico suizo que cuando murió, su cadáver fue expuesto a ciertos oscuros sortilegios que indujeron a que el sabio resucitara de entre los muertos. De manera que, haciendo números, Teophrastus Bombastus von Hohenheim, verdadero nombre de Paracelso, estaría por cumplir ahora 520 años de edad, sobrepasando unos pocos años la mitad de su vida, según las eruditas teorías de Aubrey de Grey. Huelga decir entonces que este iluminado hombre de ciencia pueda ser conceptuado (vana ilusión suya) como el primer profeta de la cercana inmortalidad. No lo es. Es Paracelso. Y sabemos que Paracelso le confería a la vida una cantidad de años más o menos semejante. No lo digo yo. Lo dicen la historia y el Google.
Mientras tanto, salto de plan en plan, y con un esfuerzo ciclópeo para no perder tiempo en tanto proyecto que la vida me depara en los algo menos de 950 años que tengo por delante. Espero con delirio a flor de perpetuidad no perder ni un minuto de los años que me esperan, más aún si me aferro a la enseñanza de Darwin, tan conforme al tema, cuya breve sentencia alecciona “que un hombre que se permite malgastar una hora de su tiempo no ha descubierto la vida”…, y yo quiero descubrirla toda.
3 Comentarios
Me recordó la tristeza que embargaba a Nosferatu, la sumatoria de días fútiles e idénticos que traía aparejada la inmortalidad. Lo de Aubrey no parece descabellado, y quizás sea una puerta que se abre hacia un conjunto de hallazgos revolucionarios. Pienso en las situaciones cotidianas, en el reacomodo de las relaciones de pareja, en los hijos, ¿a qué edad se irán de casa? ¿a los 200? ¿a los 350? Cuántos años deberían trabajarse para solventar siglos de previsión. Aunque la industria turística se vería muy favorecida. Si tan sólo pudiésemos vivir 500 años extras para hacer largas caminatas matinales y leer bibliotecas completas.
ResponderEliminarPienso en vida útil, creativa, y me traslado a Portugal, donde Manoel de Oliveira seguía haciendo cine hasta el 2012, a sus 104 años. Aún vive y quien sabe lo que está planeando.
Excelente escrito, estimado Pablo. Saludos cordiales.
La vida eterna, los sortilegios, los hechizos, las creencias misticas... la autoayuda. La muerte nos sigue asustando y para aliviar esa angustia nunca falta un alma caritativa que salga a brindar su solución.
ResponderEliminarInteresante escrito.
El tiempo no para, no espera y a veces parece que necesitamos una mano de lo sobrenatural para poder con todo.
ResponderEliminarBuen texto, saludos