Piel de serpiente

ENCARNA MORÍN -.

Hemos pasado delante de la tetería sin verla. De pronto, caímos en la cuenta de que habíamos seguido de largo. Entonces retrocedimos dejando que el moderno artilugio nos guiara con su voz metalizada. “Quedan menos de 670 metros” fue lo primero que dijo, y por ahí siguió… “quedan menos de 50 metros”.

En ese momento, nuestra marcha en retroceso fue interceptada por la maratón urbana nocturna. Corredores con camisetas fosforescentes de color amarillo pasaban casi sigilosos por las callejuelas peatonales acotadas para que ellos pudieran realizar su proeza. El público no les animaba demasiado y los corredores estaban dispersos por grupos. Todo muy mesurado. Un dorsal con su número era lo que les diferenciaba de los miles restantes. Uno de ellos se apoyaba en un carrito con bebé también con su cubierta fosforescente. Cuando llegó el turno del policía motorizado, supimos que se abriría de nuevo el camino para ir en pos de la tisana. No obstante, unos seis o siete corredores desahuciados iban tras el motorista. Todos les miramos con cara de lástima.

Y por fin dimos con la cafetería especializada en té. Una carta muy detallada contenía una exhaustiva explicación de sus mezclas y variedades. Optamos por una ubicación en el paseo de la avenida de la playa y no pedimos precisamente un té. El largo paseo nos había despertado la sed y canjeamos la infusión por unas cervezas y mojitos.

Fue entonces cuando entró en el local de la mano de su acompañante. Llevaba un ajustado vestido adherido a su cuerpo con un estampado de piel de boa. Su voluptuosidad exuberante no la hacía pasar desapercibida. Sin embargo, no denotaba ningún tipo de complejos y su entallado vestido se perdía recortado unos veinte centímetros por encima de sus rodillas, mostrando un generoso escote en sus partes altas. Se dirigieron al interior del local, dándonos la espalda.

En la mesita vecina, una joven oriental, que acompañaba a un señor europeo, muy elegantemente vestido y que podría perfectamente ser su abuelo, explotó en una sonora carcajada, abandonado en ese momento su tecleo compulsivo en el móvil y pasando a conectarse al acompañante casi septuagenario, al que hasta ahora parecía ignorar con cara de aburrimiento.

El señor europeo carcajeó al unísono con la joven aunque sin estridencias. Parecía sacado de un paisaje alpino como si del abuelo de Heidi se tratara.

Todas las miradas de los clientes de la terraza se giraron hacia el estampado de boa constrictor. Su movimiento resuelto y decidido era algo que al parecer despertaba la curiosidad del personal, o la risa, o quizá una falsa la lástima. Jamás la indiferencia. Ella simplemente había ido a por un té.

Una pareja de hombres jóvenes se detuvo a acariciar a Turco, el perro guía de nuestro amigo Antonio. Hablaban en un idioma desconocido, posiblemente finlandés o noruego. Esto no resultaba sorprendente ya que había muchos turistas nórdicos por la zona del paseo. Para ellos el perro labrador, plácidamente apostado a los pies de su dueño era el acontecimiento tierno de ese momento. Dos chicos de la mano no eran novedad para los habitantes de la terraza.

Y justo cuando pedíamos la cuenta tocando un timbrecito, apostado en la esquina de la mesa, el camarero increpaba amablemente a una señora que había colocado de forma intermitente el codo sobre su timbre generando una involuntaria presión ruidosa en el interior del local.

Nos preguntábamos qué interés tenía haber recorrido 670 metros según el GPS en pos de un té exótico para terminar tomando una cerveza, justo entonces reapareció ella con su vestido de serpiente. Ahí la pudimos ver de frente. Era joven y hermosa. Dos enormes ojos negros deban un aire de luminosidad a su cara grande y redonda. Su acompañante seguía orgullosamente asido se su mano y parecía querer protegerla de miradas indiscretas. Toda ella era la digna musa de un cuadro de Rubens.

La joven oriental y su posible cliente europeo, ya no estaban. Se habían ido después de tomar sus insípidos cafés, caminado despacio por la avenida, sin nada que decirse, sin necesidad de mirarse. Después de compartir aquella sonora carcajada, su cuota de intimidad ya estaba saldada.

Ahí me vino a la cabeza el encuentro entre el aviador y el Principito, con sus dibujos de boas abiertas y cerradas que no conseguían asustar a nadie.

“Cuando me he encontrado con alguien que me parecía un poco lúcido, lo he sometido a la experiencia de mi dibujo número 1 que he conservado siempre. Quería saber si verdaderamente era un ser comprensivo. E invariablemente me contestaban siempre: "Es un sombrero". Me abstenía de hablarles de la serpiente boa, de la selva virgen y de las estrellas. Poniéndome a su altura, les hablaba del bridge, del golf, de política y de corbatas. Y mi interlocutor se quedaba muy contento de conocer a un hombre tan razonable”.

(Antoine Saint Exupery)

Mi momento reflexivo fue para pensar que ella, enfundada en un vestido imitante a la piel de boa, no era una boa, no asustaba a nadie. Era “una gorda” y eso provocaba risas y curiosidad, lo cual equivalía a decirle al amigo del Principito que su boa cerrada era un sombrero.

Salió a colación en nuestra conversación la famosa anécdota de la señora que fue interceptada por otra en plena calle, para decirle como es que se atrevía a salir con mallas y colorines llamativos con tantos kilos encima. Ella desde entonces cambió la ruta para no encontrar de nuevo el dedo inquisidor. Pero siguió vistiéndose como le vino en gana.

Me sorprendí pensando en devolver la cerveza, ponerme a dieta nada más llegar a casa, correr un poco los fines de semana, o ir al gimnasio… hacer algo para recuperar mi talla, para no ser motivo de sorna. Aunque me consta que me faltará la voluntad y que aunque logre juntar las fuerzas para llevar a cabo tal proeza, jamás seré lo suficientemente guapa, esbelta, joven y hermosa que exigen los modelos exhibidos en el bombardeo de los mensajes que nos llegan por tierra, mar y aire.

Un rezagado de la maratón nocturna pasó arrastrando su alma, tan resignado, que nadie reparó en él. Solo su ropa verde limón era la prueba identificativa de que formaba parte del tumulto que nos cortara el paso una media hora antes. Pero los ocupantes de la terraza no repararon en él. Sudaba a mares y conservaba su pose luchadora en pos de una causa más que perdida

No hemos necesitado el GPS para retornar a casa, ni tampoco un vestido de serpiente para que la gente nos mire. Lo han hecho porque llevamos en el grupo a un amigo ciego de andares muy resueltos, con un perro guía, y eso quizá les ha hecho a todos sentirse un poquito menos crueles.

Tampoco el Principito y su amigo estaban entre las arenas de la playa, para poder hablarles de cosas tan serias como la fuente de la eterna juventud, que al parecer no está en la comida, la bebida, ni tampoco en el deporte sino en otros placeres.

La prestigiosa revista científica “Science” ha publicado que un grupo de investigadores de la universidad de Michigan acaba de demostrar que aparearse permite a las moscas del vinagre vivir más y mejor. El experimento probó que las moscas que se aparean logran vivir mucho más, “Esperar sexo sin tener recompensa sexual fue perjudicial para su salud y redujo su tiempo de vida" explica Scott Pletcher, uno de los investigadores que ha participado en este estudio.

O sea, que más sexo de calidad, gratificante, y menos pasar hambre. Si a este placentero antídoto antioxidante le agregamos dosis de paciencia, humor y sabiduría esta maratón de la vida será un divertido paseo.

Y si no me he comprado jamás un vestido de estampado de boa, o de tigresa o de cebra, es por solidaridad con estos animalitos, a los que no quisiera ver muertos ni de broma para fingir que me visto con su piel.

Fotografía: Kristhóval Tacoronte

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