GUILLERMO RUÍZ PLAZA -.
Henri Michaux (1899-1984), poeta y pintor de origen belga, es uno de mis hacedores preferidos: como escritor, por supuesto, pero también como artista plástico. Entre estas dos vertientes de su arte –nombre que él rechazaría, sin duda, para calificar o, mejor, para clasificar sus obras– hay ecos y nudos que se ovillan y se desenlazan sin tregua. Seres diminutos y elásticos que, como en su prosa “La vejez de Pollagoras”, habitan y dan vida a ese espacio, o mejor, que son ese espacio interno que a Michaux, como a tantos modernos, le gustaba explorar sin miedo ni esperanza. Su singularidad radica quizá en haber realizado ese viaje sin ningún asidero: ni literario ni artístico ni vital. Desconfiaba del estilo y de sus límites. Del marco estable y tiránico de la razón. De las ilusiones vinculadas a las drogas. Toda su obra es una fortaleza hecha de torbellinos y temblores, como dejó escrito en su Arte Poética, por demás significativa, titulada “¡En Contra!”. En contra de lo establecido, en contra del conformismo, en contra de la doxa, de los prejuicios y las certidumbres seculares, en contra de comprender o aliviar o amansar ese impulso hambriento que, a cada intento de escritura o dibujo, lo llevaba a otra parte (es, de hecho, el título de su libro de viajes imaginarios por países tan extraños como familiares). En contra de la poesía, esa meona, ese estorbo –Baudelaire, en su época, la llamó mojigata, pero la intención era la misma: librarse de sus límites castrantes–, y a favor de Michaux, entonces, no le llamemos poeta, ni pintor, ni artista, ni siquiera “inclasificable” –última gaveta del archivador–. Comprender es comprimir, hacer chatarra. Acerquémonos sólo unos instantes a eso, a lo que dejó y palpita, y empecemos el viaje hacia nosotros mismos.
**EN PROSA**
EN CAMA
La enfermedad
que tengo me condena a una inmovilidad absoluta en cama. Cuando mi aburrimiento
cobra proporciones excesivas y que van a desequilibrarme si no intervengo, he
aquí lo que hago:
Aplasto mi
cráneo y lo extiendo delante de mí lo más lejos posible y, cuando está bien
aplanado, saco a mi caballería. Se oye claramente los golpes de los cascos en
ese suelo firme y amarillento. Los escuadrones comienzan el trote de inmediato,
y piafan, y dan coces. Y ese ruido, ese ritmo nítido y múltiple, ese ardor que
respira combate y victoria, fascinan el alma del hombre que, clavado en cama,
no puede hacer ni un movimiento.
UNA CABEZA
SALE DE LA PARED
Por la noche,
mucho antes de que el cansancio me lleve a hacerlo, tengo la costumbre de
apagar la luz.
Tras unos
minutos de duda y sorpresa, durante los cuales espero tal vez poder dirigirme a
un ser, o que un ser venga a mí, veo una cabeza enorme de casi dos metros de
superficie que, ni bien se forma, arremete contra los obstáculos que la separan
del aire libre.
De entre los
restos del muro perforado por su fuerza, aparece en el exterior (antes que
verla, la siento) seriamente herida y luciendo las huellas de un esfuerzo
doloroso.
Llega con la
oscuridad, regularmente desde hace meses.
Si entiendo bien, en este momento es la soledad que me pesa, de la cual aspiro salir subconscientemente, sin saber cómo hacerlo todavía, y que expreso de este modo, sacando de ello, sobre todo en el auge de los golpes, una gran satisfacción.
Naturalmente, esa cabeza vive. Tiene vida propia.
Se precipita así miles de veces a través de techos y ventanas, a toda velocidad y con la obstinación de una biela.
¡Pobre cabeza!
Pero para salir realmente de la soledad uno debe ser menos violento, menos iracundo, y carecer de un alma capaz de conformarse con un espectáculo.
A veces, no solo ella, sino yo mismo, con un cuerpo fluido y duro que me siento, bien distinto del mío, infinitamente más ágil, flexible e inatacable, embisto a mi vez con ímpetu y sin tregua, puertas y paredes. Me encanta abalanzarme de frente contra el armario de luna. Golpeo, golpeo, golpeo, destripo, tengo satisfacciones sobrehumanas, supero sin esfuerzo la ira y el impulso de los grandes carnívoros y las aves de rapiña, tengo un arrebato que está más allá de cualquier comparación. Luego, sin embargo, al pensarlo, me sorprende, me sorprende cada vez más que después de tantos golpes, el armario de luna no se haya resquebrajado aún, que la madera no haya soltado un solo crujido.
POEMA FINAL
DE LA VIDA EN LOS PLIEGUES
Con las lluvias ha llegado, hermano, aquel a quien –según dicen– lleva cada uno en la espalda.
Con las lluvias ha llegado triste, y no se ha secado todavía.
Yo he arrancado algunas veces desde entonces. He abordado unas cuantas orillas nuevas. Pero no he podido desentristecerlo. Me canso ahora. Mis fuerzas, mis últimas fuerzas... Su ropa mojada – ¿dónde está la mía para empezar?– me da escalofríos. Ya va siendo hora de volver a casa.
** EN VERSO **
MI SANGRE
El caldo de mi
sangre en que chapoteo
Es mi poeta,
mi lana, mis mujeres.
No tiene
corteza, se hechiza, se expande.
Me llena de
vidrios, de granito, de tiestos.
Me desgarra.
Vivo en las trizas.
En la tos, en
lo atroz, en el trance
Construye mis
castillos
Y los ilumina
En telas, en tramas,
en manchas.
FRAGMENTO
DE PASAJES
¿Qué hago?
Llamo.
Llamo.
Llamo.
No sé a quién
llamo.
A quién llamo,
no lo sé.
Llamo a
alguien débil
A alguien roto
A alguien
orgulloso que nada pudo quebrar.
Llamo.
Llamo a
alguien de allí,
A alguien
perdido a lo lejos,
A alguien de
otro mundo.
(¿Mi solidez
era, entonces, pura mentira?)
Llamo.
Frente a este
instrumento tan claro,
Frente a este
instrumento cantor que no me
juzga,
Que no me
observa,
Perdiendo toda
vergüenza, llamo,
Llamo,
Llamo desde el
fondo de la tumba de mi infancia
Que pone mala
cara y se contrae todavía,
Desde el fondo
de mi desierto presente,
Llamo,
Llamo.
El llamado me
asombra a mí mismo.
Aunque sea
tarde, llamo.
Para reventar
el techo
Sin duda
Ante todo
Llamo.
VEJEZ
¡Noches!
¡Noches! ¡Cuántas noches para una sola mañana!
¡Islitas
dispersas, cuerpos de fundición, costras!
¡Miles de
nosotros se acuestan en la cama, fatal desenfreno!
Vejez,
veladora, recuerdos: arena de la
melancolía.
¡Aparejos
inútiles, lento desmontarse!
¡Así que ya
nos echan!
¡A empujones!
¡Salir a empujones!
Plomo del descenso,
con niebla a las espaldas…
Y la pálida
estela de no haber podido Saber.
LLÉVENME
Llévenme en
una carabela,
En una suave y
vieja carabela,
En el estrave,
o si quieren, en la espuma,
Y piérdanme a
lo lejos, a lo lejos.
En el atelaje
de otra edad.
En el engañoso
terciopelo de la nieve.
En el aliento
de una jauría de perros.
En la tropa
exhausta de las hojas secas.
Llévenme sin
quebrarme, en los besos,
En los pechos
que se levantan y respiran,
Sobre los
tapices de las palmas,
En los largos corredores
de los huesos y las articulaciones.
Llévenme o,
mejor dicho, entiérrenme.
MI VIDA
Mi vida, te
vas sin mí.
Ruedas.
Y yo sigo
esperando para dar un paso.
Te llevas a
otra parte la batalla.
Así me
desiertas.
Nunca te he
seguido.
No son claras
tus ofertas.
Lo poquito que
deseo, no lo traes nunca.
Por esa falta,
aspiro a tanto.
A tantas
cosas, a casi el infinito.
Por ese poco
que falta, que no traes nunca.
LA NOCHE
En la noche
En la noche
Me he unido a
la noche
A la noche
ilimitada
A la noche
Mía, hermosa,
mía
Noche
Noche natal
Que me inunda
de mi propio grito
De mi trigo
Tú que me
invades
Que haces
oleaje oleaje
Que haces
oleaje por todas partes
Y echas humo,
y eres tan densa
Y muges
Y eres la
noche.
Noche yacente,
noche implacable.
Y su
fanfarria, y su playa,
Su playa en lo
alto, su playa en todas partes,
La playa bebe,
su peso es rey, y todo cede
debajo de él
debajo de él,
debajo de algo más fino que un hilo,
Bajo la noche
La
noche.
2 Comentarios
Un barquero de la imaginación. Michaux es siempre sorprendente, imprevisible, oscuro y no poco lúdico.
ResponderEliminarValioso texto homenaje a a este gran artista, estimado Guillermo.
Saludos cordiales
Un critico francés afirma que, en el siglo XIX, estaba Baudelaire y, en el XX, Michaux. En todo caso, es un grande. Muchas gracias, Jorge!! Un abrazo.
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